jueves, 9 de diciembre de 2010

ARQUEOLOGIA URBANA. PERONEROS

Investigación: arq. Gustavo Fernetti | Profesor de la Escuela Superior de Museología de Rosario | Imagen: Diego González Halama . - .
Las clases medias piensan que el peronismo es una ideología. Pero tal vez hay otras ideas que abarcan ese concepto.
Uno
Manuel nos cuenta historias.
Aunque su memoria es bastante precisa, varias cosas se el escapan.
Recuerda el día, 1955, Perón derrocado, rumbo a Paraguay, los aviones sobrevuelan el país, nuevo gobierno. Se acuerda de todo.
Manuel fue a Bulevar Rondeau, que en ese momento tenía un solo cantero en el medio por donde pasaba el tranvía. Esperaba la manifestación.
De madre peronista y padre no tanto, Manuel había ido a pedir trabajo en el ferrocarril, el hijo de Alejandro Giavarini -ministro de trabajo de Perón- ni lo recibió. Mandaron a un ordenanza:

- Dice el compañero Giavarini que si recién ahora el compañero Manuel se acuerda de afiliarse”.

Era cierto. En vez del carnet del partido, presentó una constancia, fechada el día anterior del comité de calle Sorrento, cuando le dieron el papel.
En ese momento se hizo antiperonista, y aunque la ética le decía que Giavarini Junior tenía su razón, Manuel no quería vincular peronismo con trabajo.

Juan es chico, tiene diez años y algo pasa, la escuela Castelli es un caos, chicos que quieren salir, padres en la puerta y al lado está la canchita. Allí se juntan los padres que quieren llevarse a sus hijos, por miedo, por las bombas que temen pero no llegaron.
Así son los padres. La mamá de Juan lo agarra de la mano y se lo lleva, Juan pregunta que pasa, mamá; es que lo voltearon a Perón piensa o recuerda Juan que dice su mamá y no sabe si es la madre o él mismo el que lo dice.
Al llegar a su casa -una casa peronista con familia de 4 miembros, peronistas- escucha los festejos de su tío no peronista, la cara de velorio de su papá, las quejas, el llanto, las pintadas, las burlas, gente conocida que escupía la puerta, desconocidos que dibujaban una cruz y una V en los tapiales. En ese momento se hizo peronista. Ahora es Juan Domingo, como le puso su mamá.
No sabía que él estaba tejiendo una trama profunda, de rencores y lealtades, que Perón está lejos, vivo, degradado e inútil.

Pero estábamos con Manuel en Rondeau, y la manifestación se viene.
Manuel ve los camiones, los tractores Hanomag, los rastrojeros, todos pintados con la leyenda Perón, La Vida Por Perón, Viva Perón, no son épocas de la P y la V, al estilo sesentista, todavía hay cierto estupor en la gente que sale a la puerta y grita eso: “Viva Perón” y no sabe que Perón está lejos, vivo, degradado e inútil. Manuel, y no sabe por qué, no grita.
Ve que la cosa va para largo, la manifestación es extensa y algo tiene que pasar, tienen balas de fogueo grita alguien al ver una tropa alineada en Sorrento - las mujeres y los chicos adelante- grita alguien que está detrás en un caballo pintado con la palabra Perón. Los soldados disparan al aire y nadie se agacha porque son balas de fogueo pero mentira, las balas cortan el cable del tranvía, de milagro pegan en el cable de cobre y el cable cae en la tierra con las chispas de rigor, Manuel corre, maldice, la gente sale a la disparada y Manuel reafirma su antiperonismo de joven que presiente que corre porque otra no le queda.

Nino es italiano, vino porque Argentina era la paz, después de la guerra en África. En 1955, no sabe que se morirá en 1983, después de aterrarse con Malvinas y decirles a todos “ustedes no saben qué es la guerra”. Es carpintero, tiene una hija, una mujer y una carpintería, claro, nunca fue peronista feroz, pero miraba con cierta simpatía ese gobierno que le había facilitado la entrada y le había permitido tener casa y una empresita de tornería, familiar, pero que le dejaba sus pesos. “Hago una linda diferencia” solía decir, sin recurrir al italiano, que jamás hablaba. Tampoco comparaba a Perón con Benito, aunque había más de un motivo, pero para él, uno era la paz, el otro la guerra, uno era Italia y estaba muerto, el otro no.
Ese día dejó la carpintería, quiso ver como estaba su hija, la fue a buscar al colegio de monjas, y vio la manifestación, maldijo en italiano, él que buscaba la paz como un remanso, como un ideal, recordando la arena dura, los ingleses muertos y la obligada ingesta de ratas y piojos. Sin embargo esto no era la guerra, era una revuelta, retiró a la nena y se fue a casa. Después de almorzar, se fue al río, donde tenía su lanchita, hecha por él mismo, y con dos amigos se cruzó a la isla.
Desde ahí pudo ver el tiroteo.
Las trazadoras disparaban hacia arriba, amedrentando, las lanchas de prefectura recorrían el Paraná: no los vieron, se dio cuenta que la cosa no le pasaba a él, pero sí le ocurría; no podía dejar de ver que más allá que Rosario no era donde había nacido, esos cañones eran algo cercano y África en el fondo no estaba tan lejos.
En ese momento se hizo peronista.
No sabía que la radio largaba noticias como churros calientes a cada momento, que Radio Colonia agrandaba más el temita y que Perón está lejos, vivo, degradado e inútil.

Noemí estaba en la puerta de su casa en calle San Lorenzo.
Fue a Calle Córdoba, esa que los “herejes peronistas bautizaron como Eva Perón”. Esperaba ver los tanques, los soldados, las banderas.
Su papá es acérrimo antiperonista, feroz opositor, se propala “contrera” y a pesar de todo eso nunca tuvo problemas.
Noemí ve llegar los tanques, unos Sherman de surplus de guerra, veinte, treinta cascarudos verdes con la escarapelita y arriba un soldado misterioso agarrando la ametralladora calibre 50, la gente se cruza para ver, Noemí se cruza también los tanques frenan y el soldado del primer tanque como en una mala película de guerra saca su fusil automático y tacatacatacataca dispara al aire todos adentro, grita con voz ronca y Noemí corre y con su papá y las amiguitas del barrio cruzan las vías del Patio Maderas hacia San Lorenzo y la gente se mete en casas ajenas, y de repente Córdoba o Eva quedan desiertas, desoladas, sin una sola persona en al vereda. Sólo tanques.
En ese momento se hizo antiperonista, por su papá, por las balas, por las amiguitas, no lo sabía pero intuía que ese Perón que está lejos, vivo, degradado e inútil, es su enemigo, un viejo burlón que había hecho peligrar su vida y la de su papá.

Dos
Peroneros.
Ninguno lo sabe bien, pero todos son peroneros aunque digan lo contario. No peronistas, porque eso significa un partido, un jefe y un folklore que algunos tal vez jamás van a aceptar.
Esas balas, esas cosas que desunieron los tiros, la renuncia, la quema de banderas, los bombardeos y la represión, forjaron un vínculo. Gorilas y peronchos están unidos por un lazo invisible, que es el de saberse políticamente articulados por lo que debe ser Lo Común.
A partir de 1955, aparece una fisura política. Pero también una unión social profunda, que vincula al argentino con el Estado, con su presidente y con un protagonismo civil que en la época de Juárez Celman – por poner- era impensable.
Queremos que alguien nos saque las papas del fuego, pero lo crucificamos si lo hace lentamente. Queremos que alguien nos dé lo que merecimos, y lo que nunca merecimos, lo que nos debieron siempre, y lo que nunca pensamos devolver. Queremos: ese es el grito del peronero.
Se diseñó, desde 1955 en adelante, una manera de resolver las cosas a la criolla, irreflexiva. Pero también generó algo colectivo: el estado-colectivo. Queremos. Queremos. Queremos.
La relación con Perón marcó medio siglo de la Argentina, el país de los peroneros. Una relación que diseña la relación de cada uno con el estado, con las cosas que son de todos, que dice cómo debe o no debe ser el reparto de la torta, y maldecir al que opine lo contrario; medio siglo de peronistas y antiperonistas, de montoneros y triple A, de Isabeles y Menems y K´s, opuestos a Alfonsines y Delas Rúas. Medio siglo de peroneros.

Tres
A lo mejor es hora de saberlo.
Saber que el estado es de todos, es una res-pública, que no podemos prescindir de lo que es, por ese medio siglo, de todos.
Saber que lo colectivo, las construcciones pacientes, casi de hormiguero, que supimos conseguir, no son parte del mercado de la oferta y la demanda.
Lo que se dirimió en las calles y vieron Manuel y Nino y Juan José y Noemí, fueron los actos que trataron, precisamente, de sacarlos de las calles, sacarlos de esa res pública. Sacarlos del Estado a fuerza de balazos. No importó si eran o no justicialistas. Lo importante era el desalojo.
Los inocentes, los que compraban fideos cada vez que salían lo tanques o volaba un helicóptero, fueron convencidos con una mentira atroz: si el peronismo es malo, y el peronismo es la intromisión de un partido en el Estado, debe eliminarse el Estado. Muerto el perro, se acabó la rabia.
La salud, la educación, la justicia, las calles, el estado de bienestar eran funciones estatales: deben desaparecer. En 1990, se nos convenció –nuevamente- de que el Estado era una estupidez, y que debíamos dejar de ser peroneros. Se podía ser peronista, no peronero. Es más, ambos términos podían ser opuestos. Ese medio siglo generó la lucha entre los que desearon la conquista del Estado, o su desguace.
Los peroneros, en teoría, no tienen más contra que los indiferentes, los abstraídos y los que se dicen apolíticos. Pero en el fondo, peroneros somos todos. Los antiperoneros son los que desean que el peronero sea un individuo solo, comiendo papas fritas y sin convidar, en su casa. Y no en la calle, gritando “queremos, queremos”.

Tal vez Noemí, Juan, Nino y Manuel nunca supieron que, más allá de sus anécdotas, otros decidían por ellos. Hoy, en el que la lucha por la recuperación de lo colectivo evidencia una violencia verbal inédita, el que esto escribe cree que no está mal recuperar lo común, que está allí, en poder de unos pocos. No está mal gritar Queremos, Queremos.
No está mal ser un poco más peroneros.

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