martes, 2 de noviembre de 2010

ARQUEOLOGIA URBANA. ESCOBEROS

Investigación: arq. Gustavo Fernetti | Profesor de la Escuela Superior de Museología de Rosario | Imagen: Diego González Halama . - .
La casa quedaba casi en el río, bastante lejos. Estaba un poco abandonada. Y con las nuevas torres de Puerto Norte, parecía un cachivache viejo, una montaña de cascotes, algo para olvidar.
Desde hacía rato Claudio pensó que indagar sobre Los Negros Escoberos le arrimaría algunos porotos en la Municipalidad. Sobre todo cuando había un cierto fervor vecinal por el carnaval. El carnaval viejo, festivo, siempre mejor que cualquiera que se haga por los siglos de los siglos. Carnavales, los de antes, se decía.
Claudio aprovechaba ese estigma del hoy.
Los Escoberos eran una especie de maestros de ceremonias, le habían dicho, en el candombe africano. Había uno solo por tribu o nación. Con el tiempo, los blancos adoptaron esta forma cultural para los carnavales, y las comparsas de Negros Escoberos fueron un éxito, aunque se decía que eran belicosos y portaban, un cuchillo oculto entre las pajas de sus escobas. Folklore, se dijo.
Con esta idea en mente fue a Refinería, llegó al pasaje Arenales más allá de Francia y se arrimó a la puerta de la casa semidemolida. Golpeó y le contestaron: pase.
-Buenas, señora. No quiero molestarla, soy Claudio, de Cultura Municipal.
-Ajá, sí, eso. Siéntese.
La casa era sórdida. Dos piezas, una cocina amarilla de tanta grasa, posters de Luis Miguel colgaban aquí y allá. Atrás, el patio y unas gallinas. Claudio no encontraba dónde sentarse, hasta que algo parecido a una silla se apareció, miró el artefacto y decidió que era un asiento. Se sentó. La vieja no dejaba de mirarlo. Petisa, casi enana, muy gorda, casi desentonaba con la casa: su pollera era roja, de un rojo violento; la camisa, de amplio escote, dejaba ver una piel arrugada, mustios los pechos de siglos; los pies descalzos asomaban (aunque limpios) abajo del ruedo muy prolijo.
-Mire, señora, yo la vine a visitar por eso de los Negros Escoberos, usted me puede decir…
-Vea, joven, los Negros Escoberos son una cosa seria. No se puede hablar mucho de eso, porque ya no queda nadie para contarlo. Mi esposo era uno de esos comparsas, como se dice ahora.
-¿Cómo era eso de la comparsa?
-La comparsa -en esa época le llamábamos murga- no era como hoy. Se juntaban los hombres del barrio, al comienzo todos los sábados, dos meses antes de ir al corso. Se juntaban telas para hacer las camisas, los pantalones, que eran cortos, arriba de la rodilla, ahora les llaman…
-Bermudas.
-Sí, eso. Mi marido…
-Su marido bailaba en la comparsa?
-Sí… él era uno más.
La vieja tembló, como acordándose de cosas feas. Una mujer se asoma curiosa por la ventana que da a un paisillo seco, que en realidad es lo que queda de pasaje Arenales. La casa es la última a demoler, porque están esperando que el juez decida su expropiación. Claudio lo sabe, pero evita cuidadosamente el tema. La mujer saludó y siguió.
-Él se iba a la tardecita, para allá, para Vera Mujica, se pasaba horas con sus amigos. Se compraban caña Herwig, para tomar, sino, iban a lo del bar ese de Pastoriza, el de la esquina. Se iban con sus camisas, las blusas doradas, o verdes, todos vestidos así, aunque faltaba bastante para el carnaval.
- Y ellos iban a bailar adónde.
- Y… seguro a bailar no iban. Una mujer no pregunta esas cosas a su marido, pero todas las mujeres sospechábamos que iban a pelearse con otros hombres.
- Ahh… de ahí lo del cuchillo en la escoba…
La mujer pareció agrandarse, el pelo se le erizó, y Claudio pensó en una gigantesca ave agresiva, a punto de atacarlo.
- Cállese. No sabe lo que dice. Nuestros hombres peleaban mano a mano. De acá se iban a la Tablada, un barrio bravo, un barrio miseria, todos carniceros, todos gringos y matasietes, que no respetaban nada. Mi marido se iba seguro hasta allá, porque en carnaval ni aparecía por la casa. Venía cansado, la camisa rota, la escoba la dejaba afuera; jamás la entraba y yo, la verdad, no la usaba. Se pasaba tres días afuera, yo nunca le decía nada, o había biaba.
- ¿Le pegaba?
- Y claro, el hombre me pegaba, que en paz descanse, pero siempre lo perdoné. Ahora tengo noventa, soy muy vieja y me voy a ir pronto, pero me acuerdo perfectamente de mi marido, una persona muy buena, trabajadora, tenía derecho a ese trago, al vino… mire, no me vea así, era un buen hombre. Ahora los hombres no les pegan a las mujeres, porque hay cada perdularia que bueno, bueno, pero en mi época, hace sesenta años, la que levantaba el copete se lo bajaban de un cachetazo. Con el tiempo, mi marido y su grupo empezaron a alargar las estadías en los preparativos. Ya antes de morirse, en 1952, los aprontes llevaban seis o siete meses al año. Era una cuestión de honor para ellos.
Claudio carraspeó, incómodo. La casa se le aparecía hora sucia, maloliente, con olor a grasa vieja, rancia. La mesa estaba pegajosa de azúcar volcada y trapeada así nomás, y las moscas lo sabían; corrió el codo, casi pegado, y sintió algo de asco. La vieja había desaparecido, y volvió más petisa, más gris y más violenta, con dos cosas: un mate y una foto. Alargó el mate, rápida, agresiva, pero no la imagen. Mientras Claudio chupaba y cogoteaba, la vieja miró detenidamente la foto, como acunándola, como para ella:
- Este es mi marido. Acá está trabajando en el puerto, trabajaba de cinco a cinco sin parar, cuando volvía estaba hecho un trapo mojado. Lo del carnaval lo esperaba todo el año ¡cuarenta años trabajando con las bolsas! Los sábados se ponía la camisa verde brillante, parecía un abejorro de lindo.
- ¿Y se pintaba la cara?
- ¿Y usted vio alguna vez un negro blanco? ¡Claro que se pintaba la cara! No con corcho, se quemaba un corcho para el 25 de mayo en la escuela, eso es para chicos. Se pintaba con pomada para zapatos, grasa de máquina y trapo quemado, daba más realismo, digamos. Se pintaba todo el cuerpo, no sólo la cara, todo, había que desnudarse, porque tenía que parecer un negro completo. A lo último, pasaba mucho tiempo pintado; porque no se sabía cuándo iban a venir los de la Tablada y quería estar preparado.
La mujer estaba inquieta, a pesar de sus años. Le dio la foto al muchacho; éste la miró extrañado: era una foto de Sandro, pegada a un cartón; se dijo que la vieja estaba loca. Se acordó de Amador, otro viejo de Triángulo que tenía una foto “del padre”, y era Yrigoyen; la foto del carro lechero familiar de Amador era de un almanaque. Cosas de la memoria que flaquea. La vieja se levantó y guardó la foto.
- Mire, querría saber si esos carnavales se hacían hace cuánto, porque…
- Esos carnavales se hicieron siempre. Se venían haciendo de la época de mi suegro, y todavía más atrás en el tiempo, son de épocas que yo no conocí, eso que me casé en el 40. Mi marido se sabía unos cantos, yo no los recuerdo bien…. Algo así: - ¡Calungan-gue, calungangué!, se pasaban las horas cantando eso, y uno de los más viejos llevaba una escoba grande, hecha a propósito, el resto llevaba esas escobas que hacen los presos, de maíz de guinea, vio.
- Con el cuchillo dentro…
- ¡No sea irrespetuoso! Mi marido no era ningún malandra, ningún compadrito, nada más iba al carnaval, lo sentaba a usted de un puñete sin rebuscar cuchillo ni nada. Me siento mal, disculpe. Acordarme del finado me pone así, mala, reseca.
- Perdone.
- Los de la Tablada eran unos asesinos. Esos sí que llevaban cuchillos, palos, las escobas eran así de gruesas, el mango para garrotear lindo, revólveres, se trenzaban en el terreno del ferrocarril, una vez acá, otra vez allá, era cosa de honor, decían. No podía haber dos murgas en Rosario iguales.
-¿Iguales?
- Sí ¿no le digo? Es que ellos también tenían una murga de negros escoberos. - ¡Calungan-gue, calungangué!, decían acá; ¡Oye - yé - yumbambué! ¡Oye - yé- yumbambué! ¡Oye - yé - yumbambué!, contestaban esos herejes, hijos de mala madre, decir esas cosas. Vaya a saber. La cuestión es que se juntaban y la pelea duraba horas, empezaban con bolas de barro, y al final se tiraban fintas con cuchillas de matarife. Empezaba con desafíos, que por qué no venís, que vení vos, y así. Cuando uno se cruzaba, se armaba, se venía toda la bandada, los de mi marido con las escobas, con palos, con unos fierros que se robaba del puerto, unas palanquetas. Del otro lado con las cuchillas, las hachetas, los martillos. Alguno siempre quedaba en el campito, y seguían los gritos, hasta que venía la policía, bueno, me contaron. Pero mi marido era un valiente.
Claudio veía que la vieja estaba cada vez más erguida, y cuando hablaba de su marido, un orgullo le salía de la voz, un orgullo no ya de vecina vieja, sino de otra cosa que Claudio no acertaba a definir, pero que lo lastimaba, lo agredía, lo ponía contra las paredes mugrientas de años. Ese orgullo le negaba títulos y diplomas, y frente a la vieja era sólo un pobre tilingo -otra palabra africana- encargado de temas tontos y superficiales. Trató de ir a puntos poco sensibles, a lugares comunes, de aferrase a lo superficial que era su hábitat natural de funcionario de la cultura. No pudo.
- Eso debe ser africano, por la forma de cantar.
- Uruguayo. Los africanos nunca estuvieron acá. Es que hay mucho brillo, era todo como los gallos de pelea, vio que son brillantes, con esa cresta roja. Mi marido era así, de pelea. Una vez, no volvió sano. Se peleó a sangre, como se decía entonces, se le fue la mano al Gringo Perlo y lo rebanó, con la cuchilla. Mi marido vino agarrándose la barriga, la panza, hizo como si nada dos días, hasta me pegó, pero se lo llevó la gangrena o se fue en sangre. Está enterrado acá atrás.
Claudio tragó saliva; no se animaba respirar. Miró para afuera temblando.
El sol rajaba la tierra de Refinería, amarilla, seca, ya sin pasto por las demoliciones, los camiones y los vecinos de a pie. Después de verla, sintió que estaba dominado por la tierra, irremediablemente, y la garganta se le volvió como de perro.
- Creo que es hora que conozca a mi madre. Venga.
Claudio obedeció, la siguió como un autómata; a pesar de los cien mates, ante la orden se sentía como esos billetes que se encuentran dentro de los libros, seco, inútil; cruzaron el patio, al fondo había un galpón que desde afuera ni se veía. Un galpón grande, cuadrado, viejísimo, las tejas ferroviarias sobre tejas francesas, y éstas sobre paja y sobre barro de años y años.
La oscuridad casi lo derriba; Claudio miraba, boqueando, unos tambores comenzaron, lejanos. ¡Calungan-gue, calungangué! ¡Calungan-gue, calungangué!...
La vieja se prosternó cuidadosamente y con fatiga ante la mujer de blanco, esa mujer gorda y sonriente que los miraba en su trono de maderas podridas pintadas de rojo; las velas innumerables enceguecían cuando la cara redonda mostraba unos dientes blancos, agudos, detrás de la pintura negra, negrísima, del betún que cubría todo el cuerpo de la mujer increíble. ¡Calungan-gue, calungangué! ¡Calungan-gue, calungangué!
- Se lo dejo, madre.
Y entonces Claudio las vio. Centenares, miles, cientos de miles de escobas, cortas, largas, usadas, nuevas, de colores, algunas sólo eran el mango, de tan carcomidas. Escobas de paja, de trapo, de tela, verdaderas o falsas, con cintas devoradas por los gusanos, por las hormigas. Cada una colgada de su palo de color, cada una con su hierro, su hoja, su aguja de tejer, su cuchillo; con alambres, dagas o bayonetas que asomaban de las hebras ralas de las escobas, como viejas herramientas desconocidas y aterradoras.
Y en la tierra seca, las lápidas de los Escoberos muertos.

1 comentario:

Juanchia dijo...

Gustavo: Apasionante la historia del Escobero. De adolescente las historias cortas me han gustado y esta tiene todos los ingredientes para atrapar. Nunca imaginé que los relatos de mi madre acerca de los Negros Escoberos me llevaran a interesarme así por ellos. Seguiremos leyendo y escribiendo. Un abrazo. Juan Chianelli.
www.juan-chia.blogspot.com