martes, 2 de noviembre de 2010

EL FISGON. EL ULTIMO PUCHO Y LA PROXIMA LAGRIMA

Por Daniel Briguet . - .
A los chicos del SIES y la gente del HECA, que trabajan por la vida. No recuerda cuándo fue el último café pero sí registra con precisión la hora en que fumó el último pucho. Fue a las seis, Daniela había llegado unos minutos antes, él miró sucesivamente las manecillas blancas del reloj que dividían el cuadrante en dos y los pechos de la chica que asomaban debajo de una blusa con flores. Una franja de piel cobriza, una bocanada profunda. No había hecho nada hasta ese momento salvo apuntar los motivos que podían interferir en una tarde plácida. Los motivos se reducían a dos: el rumor que llegaba de la casa de al lado, como el chirrido persistente de una hamaca o mecedora, y el malestar alojado en su panza o su estómago desde el mediodía. El rumor era típico de esa hora y si bien nunca llegaba a la estridencia, lo molestaba en su rítmico quejido, como si en algún momento pudiera atravesar la pared y meterse en su habitación. El malestar no era raro en él y tampoco parecía serio, no más que otros que solía tener. Cuando sintió los pequeños pies de Dani junto a sus muslos y su aliento tibio que avanzaba sobre él, apagó el pucho en el cenicero y se dejó hacer. Pero solo unos segundos, hasta apoyar los dedos de su mano derecha sobre el mentón de ella y decirle que esperara, que no se sentía bien. El malestar avanzaba, crecía como una marejada que no podía contener. Dani saltó de la cama y debió ir en busca de un vaso de agua porque, al volver, tropezó con un cuadro que la dejó fría, más allá de la temperatura ambiente. El estaba sentado contra la almohada, el rostro pálido y gotas de sudor en la frente y manchas de un rojo oscuro que cubrían parte de su pecho, de las sábanas e incluso, del cobertor amarillo. Alcanzó a decirle que llamara a su hija y, por extensión, a una ambulancia, antes de una incursión al baño durante la cual apenas si pudo sostenerse sobre sus piernas. Luego, tendido sobre el colchón descubierto, vio rostros encima , el enfermero y la doctora, supuso, una chica joven que intentaba sonreír sin lograrlo porque su preocupación era más fuerte, no tiene presión, dijo uno de los dos, y él supo que, enemigo de las presiones, en ese momento la necesitaba y vio cómo el enfermero morocho tomaba los ganchos y los clavaba en las articulaciones de sus brazos, en el momento justo y en los lugares adecuados, porque así es como se trabaja en una emergencia, sin segundos demás, un afloje y te vas a la quinta. Lo sacaron con algún esfuerzo, envuelto en una frazada, pasando por puertas estrechas hasta llegar al pasillo y él escuchó la voz de su hija que le decía:” Fuerza, papi”, entendiendo que no le pedía fuerza en sentido literal sino el ánimo necesario para superar esta odisea de final incierto y del todo inesperada. En la vereda entrevió a vecinos que lo miraban y a Coca que lo saludaba con una mano como si fuera a emprender un viaje y supo o empezó a darse cuenta que esta vez estaba del otro lado. Adentro de una ambulancia, sin recordar si la sirena sonaba o no, rumbo al Centenario o tal vez el HECA, porque al fin y al cabo se trataba de eso, de algo que emergió y había que parar. ¿Emergió o emergía? Todavía no lo sabían pero, a los fines prácticos, es mejor volver al tiempo presente y contarlo como si estuviera ocurriendo.

HOSPITAL
DE EMERGENCIAS
La segunda vez que la ambulancia para, aparece por detrás el enfermero-conductor y arrimándolo al borde, lo baja en la camilla que empieza a tener ruedas y desplazarse, con la cámara picada hacia arriba y el mismo vértigo que vio en tantas películas, con la salvedad de que aquí el espectador se mueve en el centro de la escena. La entrada que ve desde abajo debe ser la de Hospital de Emergencias y luego, el acceso a una de sus salas ídem, subrayada por la voz de una médica o enfermera que dice: “Qué pálido, qué pálido” y su sensación es que está en medio de un combate y lo acaban de traer a un campamento de chiflados, como el de Mash, con Sally Kellerman en el papel de recepcionista. Corrobora esta impresión la voz de una enfermera que le pregunta qué enfermedades tuvo, si lo operaron alguna vez, si es alérgico a algún tipo de medicamentos, mientras otra enfermera busca con cierto desaliento una vena suya que esté lo bastante gorda para pinchar, olvidando que al vaciarse de líquido vital su aparato circulatorio ha quedado algo planchado.
Es el momento en que entra en escena un enfermero vestido de blanco, como corresponde y portando un tubo de plástico cuya finalidad explicita rápidamente: “Te lo vas a tener que tragar, flaco, lo lamento. Tragá saliva, te va ayudar”. Y él, que de chico se atragantaba con media pastilla de Geniol, siente que está ante una empresa superior a sus fuerzas pero ¿acaso ha probado alguna vez sus fuerzas al límite? El tubo entra por un orificio nasal y baja hasta la laringe, él siente el asco de un cuerpo extraño, la irrupción contra natura que le perfora el alma, pero de todos modos traga toda la saliva que puede, traga y tose y siente arcadas mientras el enfermero sigue empujando el canuto hacia abajo y hacia adentro y el cuadro debe ser patético a cierta distancia pero no hay nadie que pueda confirmarlo.
Cuando el enfermero deja de pujar, el siente que la tarea está cumplida. Tiene una sonda que desemboca en su estómago para verificar si la herida interior sigue sangrando o no. Alguien le toma la presión y el pulso o al revés y, por lo que muestra la raya verde del monitor, sus signos vitales han retornado. Un tubo más fino que la sonda lo conecta, brazo mediante, a un frasco de suero que pende casi sobre su cabeza.
Alguien empuja su camilla y lo traslada a un salón contiguo, donde hay un par de pacientes. A su lado, un hombre vestido con pijama y cubierto por una frazada parece dormitar y solo sale de su letargo al paso de una enfermera o mucama, a las que llama por el nombre de “enfermera”. Pero no llama tan fuerte como para que alguien pueda oírlo.
Al parecer, el hombre quiere orinar y en su posición, solo puede hacerlo mediante un papagayo, frasco de vidrio con una entrada alargada a la que hay que embocar. O bien quiere que evacuen el papagayo que tiene para volverlo a llenar.
Un rato después él sentirá lo mismo que su vecino y llamará con una seña a la enfermera que lo trajo. La chica – una morocha de uniforme y gorro blanco – le entrega el frasco de pico alargado y él lo toma con la certeza de que deberá embocarla, lo cual representa un debut en estas lides. Con el papagayo debajo de la escueta sábana, creyendo que la puso donde debía, él deja escapar el chorro y casi enseguida siente algo húmedo entre sus muslos. La colocó bien pero no inclinó como debía el frasco de modo que algo ha goteado.
Devuelve el papagayo a la enfermera y siente un charco debajo de sus nalgas y se da cuenta que hace un rato que tiene frío porque sigue desnudo debajo de la módica sábana.
Mira las luces del techo y se pregunta que hora será y cuánto tiempo lleva en el citado nosocomio. Su hija y Severo, su novio, seguirán esperando en la sala de espera sin saber.
Un rato después son seis o siete las camillas que ocupan el salón. Hay un paciente vendado alrededor de las costillas, sobreviviente de algún accidente, y una chica que entra tiesa y con los hombros descubiertos, debajo de una manta. Su vecino de al lado tiene un diálogo corrido con un enfermero y la impresión es que todos quieren irse o volver a su casa, aunque no todos puedan hacerlo.
La médica que lo controla le ha dicho que están gestionando su traslado a una clínica y que no puede demorar, un dato que no le sirve de mucho porque su idea del tiempo y de la espera están un tanto diluidos.
Una enfermera que acaba de llegar le alcanza una manta que alcanza a cubrirlo.
Médicos y enfermeras van y vienen como si estuvieran en su casa y en cierto modo lo están.
Siente que cuando esto termine se fumará un buen pucho y hasta fantasea con encender un fósforo, la llama que se acerca e ilumina su rostro en la penumbra.
Es una idea completamente loca pero él no puede darse cuenta.

INTERVALO EN LA SUITE
La médica de guardia es rubia y tiene los ojos verdes. Eso puede apreciarlo cuando ella se asoma para inspeccionar sus propios ojos, un método práctico para averiguar si ha perdido muchos glóbulos rojos. El está acostado en una cama inclinada hacia delante, en medio de una habitación que debe ser la sala de guardia de una clínica. Corroboran esta impresión el silencio reinante, el sigilo con que pasan las escasas personas que circulan, el ligero confort que alcanza a apreciar. La médica, con una suerte de planilla en la mano, no esquiva las preguntas de rigor: ¿Qué enfermedades tuvo o tiene?, ¿lo operaron alguna vez?, ¿es alérgico a algún tipo de remedios? El podría estirar las respuestas nada más que para que ella mantuviera sus ojos verdes cerca pero recuerda que con la salud no se juega.
Ha recorrido media ciudad desnuda, sobre el fin del domingo o el comienzo del lunes, todavía ignora la hora, llegó a intercambiar un chiste con la joven doctora del SIES, quien había cambiado su semblante respecto del encuentro inicial, y ahora siente que está en un alto, si bien desconoce los próximos pasos. Eso es lo bueno de este viaje inesperado. Uno es un paciente y sólo debe dejarse hacer.
Luego de un coloquio con la enfermera en la sala contigua, durante el que escuchó que hablaban de él, la médica vuelve a entrar, aparta la manta que lo cubre y pasa un paño tibio por su piel. Lo limpia de manchas y marcas, literalmente, y él siente que lo vuelven a bautizar o bendecir, más allá de su condición de apóstata. Entran dos mucamas con una camilla y lo cargan rápidamente mientras la doctora le informa que lo llevarán a una pieza. El lleva el color de sus ojos como prenda de paz ya que ignora cuándo tendrá su próxima sensación estimulante.
El ascensor da la impresión de subir cuatro o cinco pisos antes de detenerse. Bajan y entran a una habitación que parece una suite, con un amplio ventanal que muestras los techos de la ciudad y delante de su nueva cama con parapeto, un televisor con plasma y más atrás, una reproducción de Berni.
Lula y Severo, que entran después, se sorprenden del confort reinante y antes de tirarse en la cama desplegada al lado del paciente, hacen cálculos para el desayuno que supuestamente les servirán a la mañana. Cuando Lula sale para ir al baño, Severo, joven de rara elocuencia, le comenta:
- Zafaste por un cachito, loco.
Eso antes de que entre la enfermera, una morocha de facciones agradables y voz cálida, y le cambie las sábanas mojadas por un goteo al descuido del papagayo. El sabe que no dormirá con una cánula atravesándole el gaznate pero es mejor de todos modos estar en vela en una cama seca.

HABITACION COMPARTIDA
La habitación 201 está en el segundo piso y no tiene vista panorámica sobre los techos ni reproducciones de pintores famosos. El pequeño televisor está empotrado en un sitio equidistante de las dos camas que, aparte de cobijarlo a él, pueden contener otro paciente. Lo anterior fue un equívoco despejado con las primeras luces del alba. A esa hora alguien llamó para informar que había sido llevado a esa habitación por estar ocupadas las restantes y, de decidir mantenerse ahí, debería pagar un adicional equivalente a una suite en el Aldorf Astoria. Fue cuando decidió sumar su suerte a la mayoría de los pacientes que ocupan piezas compartidas.
No le molestan los quejidos de su compañero, un hombre que lleva el brazo en cabestrillo, cubierto por una gruesa venda, y que fue operado días atrás luego de que una sierra eléctrica agarrara su mano, con tan poca suerte que 24 horas después de la operación empezó a sentir fuertes dolores en la zona intervenida, con posibilidades de que la prótesis metálica que el pusieron se hubiera infectado o vaya a saber qué. Lo cierto es que el hombre, enfermo de diabetes y con un riñón menos, está en la antesala de una segunda operación y lo menos que puede hacer es quejarse. Sus quejidos son rítmicos, seguidos de un lamento, y él no tiene dudas de que son auténticos.
Tampoco le molesta la película que pasan en la pequeña pantalla, un policial donde Morgan Freeman lidia con un psicópata – o con dos – que se especializa en maltratar muchachas en flor y que ya vio en otras oportunidades. En otras oportunidades y en sitios diversos, al punto de preguntarse si el verdadero psicópata no es Freeman, con esa cara de negro bueno, y si no lo estará persiguiendo a él. Un delirio comprensible: acostado y casi inmovilizado, está en condiciones óptimas para que su mente trabaje a full y corra desbocada, mientras el cuerpo apenas se mueve. Si al menos pudieran sacarle la cánula que baja hasta su estómago.
Después de la endoscopía tal vez sea diferente. La endoscopía, para los legos, es un registro por fibra óptica del interior del organismo, que explora aquello que el ojo humano no alcanza a ver. En su caso, el propósito es determinar las características de la lesión y a partir de ahí, el mejor modo de tratarla. Todo indica que se trata de una úlcera pero con saber eso, no se sabe mucho. Le endoscopía puede ser repelente, por no decir vomitiva, si se hace en crudo pero debe resultar llevadera con una dosis de anestesia.
Al anochecer -tipo 19 hs- el ánimo de nuestro paciente ha cambiado un tanto. Pasó el trámite de la exploración interior con entereza y sin molestias, seguramente por el chorro de spray amargo que tuvo que tomar antes. Ya no tiene la sonda encima y solo debe lidiar con el suero que acecha encima de su cabeza. Para más, el gastroenterólogo que lo atiende – el Doc, digamos – le dijo que dada la forma que presentan dos pequeñas heridas en la entrada del duodeno, no sería raro que la úlcera fuera el resultado de una bacteria que se infiltra en el aparato digestivo y rebota entre sus paredes como una pelotita de ping pong. El factor biológico eliminaría -siquiera por una vez- causas más previsibles como una neurosis apreciable, la ansiedad derivada de ella, los puchos fumados entre sueño y sueño o al despertarse y las secuelas de un amor imposible a las que nuestro paciente no les atribuye mayor importancia.
En su última incursión Lula le ha traído unas ojotas y un par de slips de modo que ya no debe exponer algo de sus partes pudendas cuando se desplaza al baño sosteniendo el frasco de arriba y enfundado en una módica bata de paciente. Aún dispone del papagayo, con el que ya adquirido cierta destreza, pero su idea es que debe mantener algún contacto con la posición erecta, aquella que hace del hombre lo que es (¿Un animal erecto?).
Y como si esto fuera poco, alrededor de las ocho entra una mucama portando una bandeja con una taza de caldo y un pote de gelatina, postre que en la vida civil no le atrae pero ahora le sabe a manjares. Recuerda una historia de su libro de lectura de primero superior, en la que se contaba el almuerzo de un chico convaleciente. Recuerda vagamente un menú compuesto de compota, un trozo de pollo hervido tal vez y algunas legumbres y que la atracción no dependía de ingredientes tan sobrios sino de la fruición con que estaba descripto.
Después de la gelatina buscará una pepa en su cartuchera para dormir un par de horas. El Doc le administró una pero no cree que sea suficiente. Pronto llegará Adriana, su compañía de la noche y se instalará en una silla frente al tele. ¿Cómo hará Adriana para lidiar con las horas en blanco? A veces parece que dormita y otras, que solo tiene la cabeza inclinada. El espera no cruzarse con el show de Julian Weich, ya que en su estado le puede provocar un trauma.
Su vecino de pieza duerme apaciblemente luego de que le aplicaran un sedante por goteo.
Corre la cortina y ve que sigue la llovizna mansa que empezó a la tarde o quizás al mediodía. Lo ve en las gotas finas a través de la luz de los focos de la calle, en el asfalto mojado y en algunos paraguas que se mueven abajo. Sabe que a la madrugada entrará la enfermera de la noche para tomarle el pulso, la presión y la temperatura. Y de paso, preguntarle a Adriana cómo fue la gala en el show de Tinelli y si hubo algún sentenciado. Lo hará con naturalidad, prescindiendo del sueño o el descanso de los pacientes, como si no estuvieran. El, debutante en estas lides, ya ha aprendido que hay un momento en que el enfermo se perfila como un ser supeditado o sometido en la cadena sanitaria. No es maldad sino algo implícito en la lógica de la medicina moderna.
Después y con suerte verá entre las cortinas corridas que la oscuridad exterior cede, el follaje de los árboles que flanquean la calle transversal se hace más nítido y un colectivo amarillo se detiene antes de cruzar la esquina mientras una mujer de pelo rubio y conjunto de jeans espera en la ochava opuesta que el paso de los coches le permita bajar a la calle. Todo luce sincronizado y él se preguntará en algún momento si se trata del amanecer o de una puesta en escena pensada para que los que miran del otro lado crean que el mundo se pone en marcha y vuelve a renacer cada mañana.

LA VIDA SANA
Ve en sus brazos los puntos que antes fueron pinchazos y advierte que pasaron tres semanas de aquel domingo negro. Tres semanas sin dar una pitada, ni probar un café liviano o una gota de alcohol. Un tramo de vida ascética, corto o largo según se mire, anticipado en las palabras del Doc: “El cigarrillo y el alcohol son enemigos de tu lesión”. Por extensión, el café express también. El sabe que la palabra “enemigo” remite a la contradicción principal, expresión poco usada en estos tiempos. Y que hay un solo modo de zanjarla: a través de la histórica consigna “no pasarán”. Aunque el deseo vaya por otro lado y su música llegue hasta él como canto de sirenas. Y a veces, al salir a la mañana, se palpe el bolsillo derecho de la campera como si contuviera un atado de cigarrillos.
Los cigarrillos están aunque no ocupen un lugar. Y el deberá lidiar con esa presencia impalpable hasta estar seguro de que ya no quiere fumar. O sea: por tiempo indefinido. El cigarrillo, después de muchos años, es algo más que una adicción y cualquier fumador lo sabe. Tal vez haya llegado, adversidad mediante, el punto de iniciar otro tipo de vida, más saludable, higiénica y razonable. Una vida que se parezca a la edad de la razón en que ya debería revistar.
Por ahora, con una dieta bastante magra y una sensible reducción de estimulantes, se siente flotando en la ingravidez, como un buzo con escafandra. Y en este momento, del crepúsculo de un domingo, siente algo de frío, como si dos colchas superpuestas no llegaran a sumar una manta. Pasa que las chicas de la limpieza tiraron las dos frazadas manchadas y el juego de sábanas, amén de otros enseres. Su pieza luce limpia y despojada, sin la calidez que le daban las pilas de recortes de diarios y las colecciones de revistas de humor y de historietas
“Para incorporar algo nuevo hay que desprenderse de algo” sostiene Perogrullo y seguro que tiene razón.
Lo que no impide cierto pudor de ir al bar de los tacheros y pedir un té con leche o una lágrima.

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