sábado, 9 de octubre de 2010

ARQUEOLOGIA URBANA. EL ALACRÁN

Investigación: arq. Gustavo Fernetti | Profesor de la Escuela Superior de Museología de Rosario | Imagen: Diego González Halama .
La traición económica tiene sus ventajas: permite un dinero, o algún confort. Todos tenemos un estafador conocido, un cuñado que nos birló unos pesos, alguno que nos primereó el negocio.
Una de las fábulas más conocidas es la del alacrán que, tratando de cruzar el río, le pide ayuda a una tortuga, la que accede a ayudarlo, no sin infinitas precauciones. El alacrán le asegura que no la picará, ya que moriría con ella.
En mitad del río, el alacrán la pica.
Moribunda y ahogándose (ambos) la tortuga le pregunta porqué lo hizo. El alacrán, simplemente, le dice: “Porque es mi naturaleza”.
Veamos un caso de este tenor, pero en el ámbito empresarial.

Cuando uno ve la vieja fábrica del barrio Refinería, no sospecha que detrás de esas paredes viejas se ocultaba una historia de traiciones entre industriales; estas historias no suelen surgir a la luz, ya que dejan ver a la gente -obreros, clientes y colegas- que la producción capitalista está manejada por seres humanos, y como tales avaros, sagaces o mentirosos.
A fines del siglo XIX, la industria argentina se desarrollaba lentamente, a la sombra de los negocios agropecuarios y los industriales más o menos avispados hallaban los huecos para insertar las producciones: uno de ellos era Ernesto Tornquist.
Ernesto había progresado lentamente. De socio minoritario de una empresa de importaciones, había armado sus propias empresas. Ferrum, Tamet y cien otras empresas formaban parte de sus emprendimientos, y el empresario se formaba una imagen como de Rey Midas, que convertía en oro todo lo que tocaba. Se codeaba con políticos, ganaderos y terratenientes, porque era cada una de esas cosas.
La Refinería Argentina de Azúcar de Rosario era uno de esos huecos económicos. Creada para aprovechar el crecimiento de los ingenios tucumanos, Ernesto refinaba el producto en bruto, asegurándose mediante amistades poderosas, ciertas exenciones impositivas. A los tucumanos esto les servía, ya que se ahorraban crear fábricas y contratar obreros, por otro lado escasos, y se aseguraban un cliente al cual ofrecerle las cañas dulces.
Para ello, Tornquist debía crear de la nada una fábrica moderna, imponente y segura, debía contar con los últimos adelantos técnicos en materia de refinación, dejando de lado las experiencias primitivas anteriores nacionales y extranjeras; la física, la química y la mecánica eran ciencias que iban a ayudarlo, pero ¿adónde conseguir en este país de gauchos e italianos, un técnico riguroso, un científico experimentado, un técnico avezado en el azúcar?
Alemania le iba a dar la respuesta.

El técnico
El ingeniero Fernando Kessler desembarcó en 1897 en Refinería.
La única foto que podemos ver, de 1901, lo muestra gordito, tieso, de traje y bombín y un corto bigote, rodeado de empleados y obreros. Tal vez fuera rubio.
Comenzó como técnico jefe en la refinería rosarina, la que todavía no podía trabajar: había sido terminada a fin de año, cuando ya no hay caña; pero no importaba, la fábrica esperaría, poniéndose bien a punto.
Kessler no se detenía un momento, su mente era un hervidero de aparatos, procesos, kilos y sueldos, y en su oficina, en la casa de la administración, nadie entraba sino era autorizado. No admitía ruidos ni charlas en la calurosa fábrica, donde los transpirados obreros silenciosamente producían azúcar. Kessler, como buen luterano alemán, impedía cualquier vínculo entre las mujeres y los hombres de la fábrica, que trabajaban separados, y cobraban en forma también diferenciada. Era una forma más de eficientizar el proceso.
En 1904, una huelga provocó un muerto en la puerta. Kessler no intervino ni en la represión ni en apoyar a los obreros, los que fueron lógicamente despedidos. Esto es un decir, ya que la entrada se producía al llamado del capataz, que aseguraba el jornal para algunos que conocía por su experiencia o resistencia. Así, Kessler se aseguraba un número de desocupados que equilibrara los salarios, ya que esta abundancia le permitía que los mismos operarios, fuera de la fábrica, se pelearan por entrar, y esto permitía una rebaja “natural” del salario. No eran raras las peleas a cuchillo por un lugar en la fábrica.
Sin embargo, era capaz de reconocer las lealtades. En una ocasión, recomendó a un empleado del depósito -en un trabajo clave- rubricando la honestidad del empleado con un “Fernando Kessler” prolijo, rotundo y final.

El ingenioso ingeniero
Con el tiempo, el negocio de refinar azúcar se reveló lento, errático y riesgoso.
La caña dulce era un yuyo tenaz, pero a veces crecía de más y otras, de menos, la mano de obra para la zafra era escasa, y se debía emplear al ejército para arrear indios a los cañaverales. El transporte era lento, aunque los ferrocarriles eran casi privativos de la refinería: una estación de trenes se había construido al pie de la gran fábrica.
Sin embargo, Kessler se dio cuenta de que se podía reducir el costo del azúcar, acercándola a la refinadora. Pensó entonces en levantar un ingenio, en la misma Santa Fe, que sería de su propiedad, dándole caña para refinar a Tornquist, a un precio de extracción menor, ya que se rebajarían los fletes.
Creía con firmeza que Ernesto Tornquist, era el que comprendería las ventajas de tener cerca un ingenio azucarero. Habló con Tornquist: no se sabe mucho de dicha reunión, pero Fernando Kessler salió del despacho con un préstamo generoso y el apoyo del porteño, que veía en el alemán una forma de independizarse del siempre rebelde Tucumán.
Kessler, mientras se edificaba su ingenio en Las Toscas, llamado Germania (nombre de la Alemania mítica), continuaba con el diseño de aparatos que aseguraban una mejor explotación de la caña. Puntillosamente, cada aparato era dibujado, planificado, especificado y… patentado en Estados Unidos, el nuevo lugar sagrado de la industria moderna.
Alertado y alarmado, Tornquist trató de proteger sus propiedades, ordenándole que mantuviera en secreto los inventos que, mediante el jugoso sueldo que le pagaba, pasaban a ser propiedad de la empresa.
Kessler guardó los planos.

La traición
La idea del ingeniero Kessler no se detenía en ser un simple agricultor de cañas. Quería ir por todo. Era un capitalista con todas las letras.
No toleraba las indisciplinas, los problemitas sexuales, la falta de puntualidad, ni -menos que menos- desaprovechar oportunidades de ganar dinero, aunque fuese una ocasión pequeña, pasajera.
Por eso, no consideraba inconveniente vender los inventos que él mismo había creado y patentado. ¿Por qué no hacerlo, si el precio pagado por esos aparatos se compensaba con la floreciente producción? ¿Y qué mejor que ofrecer esos aparatos extraños a los tucumanos, que podían tener una refinería por ingenio, saltando así a Tornquist? ¿No veían que esos aparatos funcionaban con su misma azúcar tucumana, allá en el lejano Rosario?
Con varios años en el cultivo, refinación y la producción, Fernando Kessler podía brindar un apoyo adecuado para la instalación de refinerías tucumanas; sus inventos optimizaban la mano de obra necesaria, que se reduciría a unos cuantos operarios especializados, embolsadores y mujeres.
En una provincia de viejas prosapias y obreros aborígenes, la reducción de los salarios estaba asegurada. Si se sumaba la posibilidad de refinar la propia producción, los trenes sólo llevarían azúcar, y no caña, al lejano Rosario.
Fernando Kessler fue a Tucumán, con los planos bajo el brazo, y fue muy bien atendido. Ni se acordaba del préstamo de Tornquist, al que ya había dado buen uso.

Telón
La oficina de Tornquist hervía esa mañana.
El viejo industrial estaba furioso, con esa furia seca y fría que tienen los capitalistas, cuando se dan cuenta de que alguien fue más rápido.
Con él estaban sus abogados, que se callaron apenas el industrial entró: este hombre alto, calvo, canoso y de sesenta años era el dueño de la mitad del país. Sus contactos con los políticos más importantes eran frecuentes, casi diarios. Solía jugar al golf con Julio Roca o Miguel Cané, y discutir con el rosarino Estanislao Zeballos acerca de cañones y barcos de guerra a comprar.
Así que los abogados prestaron atención; Tornquist decidió entablar un juicio contra Kessler.
No por los planos, los adelantos y las traiciones fabriles, no era eso.
El préstamo era lo que más lo indignaba, había salido de su bolsillo personal y eso no lo perdonaría jamás. La traición económica no era más que un negocio, y en los negocios, todo vale.
Los abogados anotaron los deseos de su poderoso amo, armaron sus carpetas y se fueron a sus despachos, para el próximo lunes allegarse a los tribunales; no sabían que el juicio duraría años, incluso más que su promotor y su enjuiciado, e incluso más que la Refinería Argentina de Azúcar.
De Kessler, no se supo más nada, excepto que volvió a Alemania, adonde murió. Afectada por la traición, al establecerse varias refinerías en Tucumán, la Refinería Argentina tenía los días contados. La receta “más técnica = más producción = más dinero” resultaba errónea si el precio del azúcar estaba por el suelo. Eso fue lo que ocurrió: el capital no podría ser recuperado con más producción. La Refinería Argentina de Azúcar, después de una agonía de veinte años, cerró en finalmente en 1930, dejando cientos de familias y un barrio desocupado.

Estos y aquéllos traidores
Esta breve historia demuestra que la industria argentina es más que una simple relación entre fábricas, materias primas y capitales. Abarca personas.
No sabemos mucho más de esta traición, pero ¿cuántas traiciones se produjeron para llegar donde estamos? ¿Qué pequeñas agachadas generaron grandes trastornos? Pensar que el capitalismo es una simple manipulación de dinero es engañarse: es una naturaleza, una forma de ver la vida y el mundo. En ese sistema estamos, vivimos, compramos, vendemos, dormimos.
Kessler traicionó porque era imprescindible aprovechar la oportunidad. No lo pudo evitar, aunque se ahogaba en el mismo momento de la traición.
Al aumentar la producción, el alacrán mataba a la tortuga, ya que hacía bajar el precio del azúcar, y luego vendría la crisis; la inversión era ya irrecuperable.
Un tal Ricardo Kessler fue el alacrán de un tal Ernesto Tornquist.
Era su naturaleza.
Quizás la de ambos.

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