sábado, 14 de agosto de 2010

ARQUEOLOGIA URBANA. Animalitos de Dios

Investigación: arq. Gustavo Fernetti | Profesor de la Escuela Superior de Museología de Rosario | Imagen: Diego González Halama.

No se qué les parece a ustedes, pero el siglo XX (y lo que va de éste) fue el siglo de las mascotas.
Todos desean tener un perro, un gato, algún pájaro, víboras y hasta tarántulas. Se han generado clubes y góndolas enteras de los shoppings venden alimentos y trebejos ideales para Sultán o Tiger.
La muerte de un animal se asemeja a la de un tío; y se establecen verdaderos rituales para su entierro, limpio y rápido (como el del tío). Esto no siempre fue así.

Los argentinos en particular no fuimos tan bondadosos como hoy con los animales. Como buenos católicos, los habitantes de la época colonial consideraban a los animales como poco más que máquinas a las que había que sacárseles algún provecho.
Exceptuando la idílica postura de San Francisco, los animales eran cosas.
La imagen del gaucho acariciando con cariño a su caballito criollo es falsa; los pobladores de la pampa, las montañas o la estepa argentina mataban a sus caballos de cansancio, reponiéndolos en postas si se podía y si se quería y era frecuente ver osamentas de vacas, burros, mulas, perros y… cristianos en las pampas, muertos para saciar el hambre, o por falta de comida.
El maltrato, más que frecuente, era indiferente. Los bueyes, vacas, burros, perros y gatos no eran particularmente estimados. Se formaban partidas para exterminar a los cimarrones; y había, en cada ciudad, un envenenador de animales bravos, o simplemente callejeros. Miles de mulas morían hasta llegar a Buenos Aires o Rosario desde los mercados del norte.
En 1820, el viajero inglés Emeric Essex Vidal narra los sufrimientos de los bueyes porteños tirando el carro del aguatero: “el conductor se sienta en una pértiga, y con la picana en una mano y un gran mazo en la otra, nunca cesa de pinchar en sus costados y golpear sus cuernos”. Y esto no es nada: “En los malos caminos (…) los crueles conductores suelen a menudo hacer mugir de dolor a los indefensos animales, perdiendo en castigarlos una cantidad tal de energía (que de ser aplicada) se podría arrancar al carro de su atolladero”. Continúa admirándose con la extrañeza con que se mira al extranjero que se compadece de los nobles brutos. No era raro, según este inglés, que ante un bache, el conductor de una carreta matara un buey, lo cruzara en el camino y usara el cadáver de puente.
El método de cazar vacas era acorde con esta postura “salvaje”. Se corría la vaca a caballo, y se le cortaba el tendón de Aquiles, la jarreta, con una cuchilla fija en una caña. La vaca caía, impedida irreversiblemente, y el buen gaucho, dos o tres días después, volvía y la mataba, si volvía. Los mataderos y saladeros eran una orgía de sangre, con coagulados matarifes enterrados hasta los codos en las tripas, y gente contenta cuando rescataba un pedazo sanguinolento de matambre sucio. Eran oficios de otras épocas.
Esto que vemos hoy como una salvajada, está pudorosamente oculto tras los impenetrables muros de los frigoríficos y el ritual risueño del asadito del domingo. Pero hace doscientos años, era habitual el aullido doloroso de animales, el mugido mortal de las vacas y las convulsiones de los perros. Lindo ¿no?

Pobre mi caballo bayo
Con Sarmiento la cosa cambia.
Este animal político no vacilaba, por un lado, en exterminar paraguayos en el primer genocidio confeso y convicto de Latinoamérica, y por el otro, promover la educación de los amados niños. Bestial hasta la matanza, Sarmiento propugnaba el asesinato político, pero consideraba que los animales eran seres inocentes. Copiando todo lo europeo, se dio cuenta que los civilizados del mundo (léase Francia e Inglaterra) tenían esclavos, pena de muerte y eliminaban razas inferiores, pero cuidaban sus animales. No había francesa que no arrastrara su caprichoso Pommeranie, y por lo tanto Domingo Faustino promulgó la llamada ley Sarmiento, que establece que es un delito pegarle una patada a un gato. Esta ley tardó en aplicarse. Todavía se andaba a caballo, los carruajes eran una realidad persistente, y la Ley Sarmiento impidió, en Rosario, que siguieran las corridas de toros, por ejemplo, que habían empezado a fines del siglo XIX en la actual Plaza San Martín y duraron hasta 1908, o las previstas para la Plaza Santos Dumont, en Alberdi, detenidas por gente piadosa.
Con el siglo XX, el maltrato empieza a atenuarse. Los diarios mezclan el maltrato que brinda Mister Ross a sus flacos caballos del Tramway, con las falencias de ese servicio. Los perros deben controlarse, evitando echarlos a la calle, pero aparece la perrera famosa, que mata a los perros vagabundos “a escondidas”, en algún corralón municipal. Los chicos empiezan a detestar el carro de la perrera, y los perros a escaparle, y más de un conductor debió salir rápidamente de escena ante la indignada pedrea de los purretes, como tal vez alguno se acuerde.
Viendo esta realidad, a comienzos del siglo XX se empezó a asociar al animal doméstico con los niños. Los chicos empezaron a necesitar un perrito, un gato, un lorito, un canario de compañero ¿quién no tuvo alguna vez un bicho predilecto? Se cazaban langostas para atarlas de la pata con un hilito, de mascota mínima y montaraz, lo cual no impedía que se bajaran las abundantes mariposas con una rama de paraíso, en las bocacalles.
Pero no había casas o conventillos sin niños, perros, gatos, canarios, catitas, barranqueros, mixtos, jilgueros o cardenales. La jaula (algunas hasta artísticas) se convirtió en un mueble más, y el alpiste en parte de la canasta básica de la familia.
Aparecen metáforas exitosas, como las de “blancas palomitas”; “el zorzal criollo”; “el caballito criollo”. Una adúltera hace una perrería, un ladrón ágil es un gato o una chiva, una chica que cante bien es una calandria, la parlanchina o fea, un loro. “Sos un bichenzo” quiere decir que uno es un impresentable, un aparato.
Esta modalidad protectora derivó en sobreprotección: los animales se empezaron a considerar parte de la familia. Los nonos le empezaron a hablar a sus canarios flauta y la solterona cuidaba al canino Chiche mejor que al novio que jamás tuvo.

Somos un bicho

Esta sobreestimación proviene de un hecho concreto: la llegada de la clase media. Como concepto, las mascotas son una emanación de esa clase.
Esta clase social necesita, para sobrevivir simbólicamente, cosas. Estas cosas son necesarias, o no tanto. Basta que signifiquen algo, y los de nuestra denostada clase media iremos a comprarlo.
Los animales fueron parte de esa formación. Son una cosa que entiende algunas cosas, nuestros estados de ánimo, y también brindan una imaginaria compañía. Responden a los estímulos previamente emitidos por nosotros, que ya sabemos la respuesta, prediseñada. No esperamos que una vaca muja de dolor ante el cuchillo del matarife. Esperamos de ella la generosidad de su aprovechamiento, la dulzura de sus ojos mansos y que no falte jamás en Liniers. De los perros esperamos fidelidad y simpatía, la alegría de su cola; del gato su tibieza y exclusividad. Vemos en los animales espejos, son reclamos de nosotros mismos. Dar la patita es signo de obediencia, que es un valor moral.
Aparecen tabúes que indican que los pollos se pueden comer, pero los perros no, cosa que puede ser inversa en Mongolia; los rosarinos acarreamos con el estigma de comegatos por infringir un tabú social argentino: los gatos no se morfan, ya que son mascotas, y no comida. Las ratas deben ser reducidas a cobayos, cuises, ardillas o hamsters para poder ser aceptadas, y la mera presencia de una gris laucha sin pecera de contención puede provocar un éxodo jujeño en casa, a la que consideramos demasiado pulcra como para roedores. Si fuese una laucha blanca, la cosa cambiaría, pero la pampa posee lauchas de colores terrosos, amenazantes, chúcaros.
La mascota es la compañía ideal: pide poco, jamás se niega, y si lo hace, todavía es cachorro. Como una máquina de producir sentimientos, la mascota nos fortalece como personas dignas y sensibles, aunque echemos al mendigo en la puerta, que por desgracia para él, no es un animal sino un posible chorro.
Las mascotas son el escenario que hemos diseñado para vivir, como la casa. Se eligen con cuidado, se reflexionan sus pros y contras, se descartan opciones.
Tener mascota es ser humano. Atentar contra ellas promueve la indignación.
Roberto Fontanarrosa, un típico humorista de las clases medias, no pudo evitar un perro para su gaucho Inodoro, parlante el animal, como debía ser; en cambio, un ser cruel como Boogie el Aceitoso debió cometer la demasía de destripar un gato de un balazo de su Magnum. Ambas cosas son coherentes con la imagen bichera de la clase media: el perro es casi un ser humano, y el que mata un gato es un asesino.
El filósofo francés Jean Baudrillard no se desinteresó de la mascotidad:
“Perros, gatos, pájaros, tortugas o canarios, su presencia patética es indicio de un fracaso de la relación humana y de un recurso a un universo doméstico narcisista, donde la subjetividad, entonces, se consuma en plena quietud. Observemos, de pasada, que estos animales no están sexuados (a veces están castrados para el uso doméstico), y que están también desprovistos de sexo, aunque sean vivientes, como los objetos, y de esta manera pueden ser efectivamente tranquilizadores”.
Epa. ¿Tranquilizarnos de qué?
La clase media es una clase inquieta. Sus terrores son a descender, o a no subir. Detesta estar sola, como el gaucho Inodoro Pereyra, de Fontanarrosa, que no puede prescindir de un entorno social, aunque mínimo, para conversar. Los de la clase media somos así: necesitamos a alguien. Constantemente.
La soledad del burgués es mortal, y a diferencia de los esquimales, por ejemplo, que necesitan regular la soledad para cazar, para nosotros la soledad no es supervivencia, sino angustia. Los animales se transforman de domésticos en familiares.
Un perro, o una impertérrita tortuga será compañía suficiente para el angustiado, y si la tortuga no habla, el solitario buscará gestos, e incluso los inventará, diciendo: “viste, hasta parece que me sonríe, se ve que sabe…”. Por ello tal vez no cualquier animal puede ser doméstico, a pesar que viva en casa: cucarachas, ladillas y escorpiones son repelidos por su falta de empatía hacia nosotros. No saben. No nos reconocen ni nos reconocerán, promueven el asco, que no sabemos si es por su aspecto o por su irreductibilidad a algo conocido, a su imposibilidad de dejar de ser objetos para pasar ser entidades semi humanas. Ufa.
Las mascotas, como dijera Baudrillard, son entidades intermedias entre los objetos y las personas, y en ellas buscamos los beneficios de ambas. Esclavos amables, los animalitos nos dan cosas que esperamos de ellos, al módico precio del Dogui. Los tratamos como a personas, pero a un ser humano no se le puede decir “vayacucha”, neologismo que es a la vez un reproche y un cansancio. Si nos deshacemos de nuestros animales es por unas extremas y únicas condiciones: porque atacan a nuestros hijos. Se convierten en asesinos en potencia, malhechores y traicioneros.
Por ahora no podemos prescindir de los animales. En el fondo ello está prohibido. Por un lado socialmente, porque no tener mascota implica una cierta marginalidad, basada en la falta de sentimientos; por el otro, no se puede retornar a la época del garrote y la picana para el buey: hay leyes. Es como querer prescindir de los amigos, no se puede ni negarlos, ni echarlos de la casa, porque la justificación deberá ser larga.

Esta serie de reflexiones no quieren impedir peceras, jaulas y piedritas sanitarias.

Antes bien, propenden a observarnos más a nosotros mismos.
Como hace esa araña de allá, animalillo que prometí no aplastar a pesar de las quejas de más de una mosca indignada.

1 comentario:

Ricar dijo...

Como me hiso reir esta nota, la araña, jajajaja, que buena nota, yo que soy bichero me gusto mucho!!!!