martes, 8 de junio de 2010

EL FISGON. LA MANIFESTACION

Por Daniel Briguet | Foto: Alberto Carlos Gentilcore
Bajo del l44 con cierta pereza. Es una tarde de otoño y el sol cae despacio sobre la alfombra de hojas secas, que tanto usamos en las composiciones de la primaria. Ocres, amarillos y hasta rojizos conforman los mejores colores de la estación. Levanto la vista y veo a tres policías de uniforme, dos varones y una police women. Los tres provistos de sus correspondientes palos de amasar. Descarto la posibilidad de otro asalto en la cuadra. Más allá, por Jujuy, hay estacionado un patrullero. Camino tratando de develar la incógnita cuando escucho una voz, tal vez la de un vecino, que dice: “Viene Duhalde”. Obvio, cómo me pude olvidar. En la cuadra funciona el local de una Fundación que organiza charlas de personalidades políticas y del mundo de la cultura. El espectro es variado y puede ir desde Ricardo Lagos, ex presidente de Chile, al Tata Yofre, titular de la SIDE en tiempos de Menem. La gente de la Fundación es amable y suele invitarme. Recuerdo que fui a la de Yofre y no que me quedé hasta el final. El hombre hablaba con soltura pero hay solturas que me provocan vibraciones inquietantes.
Duhalde es otra cosa. Es una figura política de actualidad, por decisión propia, que vuelve del ostracismo para reconciliar a todos los argentinos, sin distinción de razas ni credos, bajo un manto de diálogo y olvido. Dialogar para olvidar, esa parece ser la cosa. En esa idea estoy cuando escucho la palabra “escrache”. Viene Duhalde y puede haber escrache. Tal vez porque hay gente que no está convencida de que olvidar sea la mejor fórmula para seguir adelante. O porque se empeña en vincular al fugaz gobierno del ex presidente con las muertes de Koseki y Santillán. “Llegó a las cinco y está dentro del edificio”, me dice una vecina. ¿Llegó a las cinco? La charla es a las siete.
Estoy dudando entre meterme en casa a completar un relato que debo terminar o quedarme con los demás vecinos en la vereda, animados de una curiosidad menor, ya que no se trata de un choque múltiple ni siquiera de un arrebato, pero hay uniformados en la calle. Y si hay uniformados, algo puede pasar. Estoy en una opción que me surge a menudo, el interior o la intemperie, hasta que escucho el inequívoco rumor de bombos y cánticos. Desde la cuadra anterior, por Jujuy, avanza una columna cerrada de manifestantes. Veo banderas que combinan el rojo y el negro, una combinación estimulante a menos que se trate de los colores de la “lepra”, y un cartel que se acerca y a medida que se acerca deja leer “Frente Darío Santillán”.
Llegan más policías y forman una fila que corta la calle entre el cruce con Pueyrredón y el local de la fundación. La manifestación cruza la esquina y sigue avanzando. Los cánticos se escuchan nítidos y tienen un tono beligerante. Algunos invitados se cuelan discretamente entre el tumulto. Hay un momento en que las caras cubiertas con pañuelos de la vanguardia del escrache y las caras inmutables de los uniformados se enfrentan a un metro de distancia. Pero la consigna es no reprimir. Parece una escena de película, en la inmediaciones de un campus universitario norteamericano. Pero ocurre frente al pasillo de mi casa. No puedo mantenerme neutral aunque soy un vecino. En los chicos que saltan y gritan escucho el eco de otros tiempos, como si el asfalto conservara algún registro. Son más de doscientos, en un cálculo rápido, y entre los rostros que veo reconozco algunos. Chicos de la facultad o del mismo barrio. Me acerco a una chica rubia que me saluda, envuelta en un pilotín, y la abrazo y le doy un beso. Encima de su hombro veo la figura de Armando, un amigo de la vuelta, parado a la entrada de la verdulería, que ya no tiene clientes.
- ¿Qué hacés, loco? ¿Viniste a sumarte?
- ¿A sumarme? Vine a protestar por los ruidos molestos -dice, con su habitual ironía-. El fondo de mi casa linda con el fondo de la mutual y dos por tres me sorprenden con alguna joda. Si no es una cena de camaradería, es un quilombo como este.
- Lástima que hoy no tengo radio -replico-. Me gustaría hacer algún reporte...
- No tenés radio pero tenés un celular.
Es verdad. Soy tan lerdo en esto. Corro por el pasillo, entro al depto y trato de comunicarme con “El ruido de las nueces”. Nadie contesta. Pruebo con el celular de Francisco, el conductor, y al final me atiende su hijo Augusto, que trabaja en producción. Le digo lo que tengo y me dice que en cinco minutos me llama.
En la calle hay más gente. Llega un camión del cuartel de bomberos que trae vallas metálicas de contención. Las vallas no tardan en instalarse y ahora no es tan fácil pasar de un lado al otro. Me meto de nuevo entre los manifestantes y pregunto por alguien que pueda salir al aire. Explota una bomba de estruendo y la explosión me hace temblar. Dos pendejos que sostienen una pancarta me miran y sonríen. Alguien prende fuego a un muñeco vestido de negro con la cara de una calavera. Si no es la Muerte, le pasa raspando. Hay tensión en el aire aunque no haya represión.
Aparece otra chica cuyo nombre no retengo porque no pensaba hacer una crónica. Augusto me llama desde la radio y me pone en comunicación con el estudio. El ruido ambiental apenas deja escuchar nada y nos apartamos hacia la esquina, donde hago una breve introducción de lo que está ocurriendo. Hablo con la precisión de un joven cronista, como el movilero que nunca fui. Luego la vocera del Frente le explica a Francisco, el conductor, los motivos de la movilización y termina subrayando el nexo entre el reciente juicio a los represores en Rosario y los peligros de transar con el terror.
Cuando me devuelve el celular, me acerco a los manifestantes y digo “nos vamos con esta música de fondo”. En ese momento están coreando los nombres de los compañeros caídos, seguidos del término “presente”. Augusto me dirá después que salió bárbaro. Nada como una transmisión en caliente. “Vos tendrías que ser movilero”- agrega, y le digo que ya no estoy para esos trotes, a menos que se produzcan en mi cuadra-.
Al día siguiente busco información en los diarios y tropiezo repetidamente con la foto de Duhalde, rodeada de declaraciones previsibles, incluidas las que atribuyen el escrache a una persecución de la SIDE. Si los chicos que estaban en la calle eran emisarios de los servicios -pienso- yo soy Napoleón Bonaparte. Pero para miles de lectores esa puede ser una versión de los hechos. El acontecimiento genuino, si hubo alguno, no estaba en la charla sino en todo lo que ocurrió afuera. Lo cual no impide que el efecto mediático termine neutralizando lo que acontece. La única verdad no es la realidad, General, sino la edición de la noticia y la agenda que construyen los medios.
Un par de semanas después, otro jueves, salgo de casa y tropiezo con un inusual despliegue policial. Vallas metálicas en las dos esquinas, policías apostados y otros que van y vienen en motos. “Viene Chupete” -dice una voz, tal vez la misma de la otra vez. Camino hacia el bar de la esquina con la intuición de que el despliegue será sólo eso porque ya nadie se acuerda de Chupete. Su figura insostenible se esfumó en un vuelo en helicóptero y hoy es la marca de un fracaso, un agujero negro que terminó de chuparse la economía del país y la vida de muchos militantes.
En el bar comparto un café con Armando, que me dice: “¿Te das cuenta? ¿Para qué esta bufonada? ¿Vos te creés que alguien se va a calentar de escrachar a un tipo como De La Rúa?”. Comparto la idea: a la joven promesa radical, compañero de fórmula de Balbín en los comicios del 73, lo escrachó la Historia y hoy bordea la categoría de inimputable. “Pero no es una bufonada -agrego-. La otra vez, la dimensión inesperada de una protesta casi los desborda. Ahora han montado un dispositivo para un acontecimiento que no se producirá”.
El vértigo informativo nos sumerge en un presente contínuo y logra que hoy nos preocupe la tragedia griega. No estaría mal. si pudiéramos explorar sus orígenes. Pienso en los chicos del escrache y me digo que no fue un escrache. Fue una manifestación, como las que solíamos emprender los jóvenes de ayer. Esos chicos recuerdan aunque sean pendes, y al recordar se sustraen de los clisés que rodean a la Generación Cero.
Hay ondas que atraviesan los años y conectan, siquiera por un momento, épocas distantes.
Vuelvo a pensar en la memoria del asfalto pero me abstengo de decir nada porque mi temor es que mi compañero de mesa me vaya a gastar.

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