martes, 8 de junio de 2010

ARQUEOLOGIA URBANA. VICENTE NARIO

Investigación: arq. Gustavo Fernetti. Docente de la escuela superior de Museología de Rosario | Imagen: Diego González Halama
Los aniversarios siempre fueron una tentación. Y más cuando se los coloca en un lugar de importancia, marcado muchas veces por el sistema decimal. Así, los cincuenta, cien o doscientos años matematizan un acontecimiento que fue una especie de mojón en la formación del país.
Uno.
Pocos estarán en desacuerdo con que la Revolución de Mayo fue una rebelión porteña que se extendió a un campo fértil como era el país. También varios acordarán que ese país era en 1810 mayormente desconocido.
Los centenarios, sequicentenarios, cincuentenarios, etcétera, parecen más importantes que los hechos en sí. La parafernalia aniversista ya se dio en el Centenario, con gastos suntuarios y visitantes ilustres. Este aniversario Nº200 tendrá también sus “fastos”.
¿Qué lleva a los argentinos a festejar estas cosas?
Se dirá que la magnitud del hecho, claro. Dos siglos de celebración de estas cosas no pasan porque sí.
Este país debía conformarse, hacerse todavía. La Revolución de Mayo había dejado marcas profundas, pero no precisamente de unión, sino de separación. Las provincias eran a partir de 1810 “hermanas menores” de Buenos Aires. Buenos Aires ignoraba lo que el resto del país era. Por ejemplo, Rivadavia, propulsó un canal entre Mendoza y el Río de la Plata, pidiendo incluso un crédito para hacerlo, sin tener la menor idea de distancias y geografías.
La llegada de Rosas, profundizó las desavenencias, al atomizarse el poder real, centralizándose el simbólico y sobre todo el económico, en Buenos Aires.
Rosario pasó a “Ilustre y Fiel Villa”, mientras que en los papeles de Estanislao López nada del 25 de mayo aparece. Un 25 de mayo de 1820, diez años de la Revolución, López manda a llamar a los Capitulares, por cuestiones políticas del momento. Del Cabildo, ni un recuerdo.
Es lógico este olvido, porque el 25-5 (forma yanqui de mencionar el 25 de Mayo) era aún un hecho reciente para don López.
En Rosario, el 25 de mayo en los tiempos “primitivos” no se festejaba. La Plaza mayor, (luego 25 de mayo) no memoraba nada, incluso el día 25 de mayo, diez años después de ese 1810. La Plaza mayor era un lugar público, probablemente con un aljibe en el medio.
Hicieron falta más de cuarenta años para que en la Plaza hubiese un monumento a la Constitución, no a la Revolución de Mayo. Esta columna -muy berreta, de yeso pintado- se vino abajo muy pronto, y en treinta años no hubo otra cosa.
En 1880, esa efeméride se institucionaliza, se vuelve recordable. Es una “fecha patria”. La “Patria” -el lugar donde se nace- es incierta, informe, en ese momento, están calentitos aún los cañones de la sublevación porteña anti-capitalización y miles de inmigrantes llegan, aunque son italianos, españoles y turcos; no son ingleses precisamente y eso hace pensar.
El 25 de mayo empieza a celebrarse recién después de la formación de la Argentina moderna: la fecha fue una pieza clave, no de la nacionalidad entendida como “formación del país”, sino como “formación de ciudadanos”. Para ello, se armó un menú de cosas respetables que aún persiste, los símbolos nacionales: un territorio, una bandera, un himno, una escarapela. Esos son los símbolos mayores. Siguen otros: un panteón nacional de próceres, el ejército y el patrimonio nacional (ferrocarriles, museos, escuelas…). Esta gradación implicó que su respeto a niveles de liturgia confería el título de argentino. También forzaba a ello: miles de inmigrantes llegaban a Argentina, y particularmente a Rosario. Toda una clase gobernante quería transformar a esos inmigrantes en ciudadanos, o al menos que respetaran signos comunes, evitando una lucha simbólica en el país, homogeneizando todo en una sola cultura, sea Buenos Aires, Rosario o Cañada del Ucle. Un único sistema económico se ha impuesto: el capitalismo.

Dos.
Luego de 1880 las cosas cambiaron abruptamente. Los italianos que festejaban el XX de Settembre debieron adoptar lentamente las fechas nacionales. Los hijos iban a la Plaza con la escuela, se cantaba Aurora, y jugaban con granaderos de plomo. Los abuelos italianos empezaban a renegar de sus fechas primero, y del idioma después. Se vio como vergonzante no ser argentino, ser italiano, turco o gallego.
Todos estos cambios asumieron una forma casi litúrgica, y si hay liturgia, hay sacerdotes.
Líderes elegidos y/o impuestos formaron una jerarquía de personajes ilustres, con una tendencia al discurso inflamado de lugares comunes, de frases finales estentóreas y nacionalismo feroz, aunque sólo en la retórica.
Los alumnos y ciudadanos adultos debían concurrir obligadamente por una especie de deber cívico a las fiestas mayas o julias, que con el tiempo hicieron que el festejar esas fechas se insertara definitivamente en una cultura aluvional argentina. Hoy se sigue recordando el 25 de Mayo con locro y empanadas, aún si se tienen ancestros yugoeslavos, y nada impide que el 24 se coman varenekes y el 25 locro (sin cerdo, claro).
Los líderes empezaron entonces a usufructuar las fechas en su beneficio.
Los palcos estaban allí para su lucimiento, y qué lejos quedó el ofendido Moreno ante la famosa corona de azúcar de Saavedra. Se volvió a las jerarquías antiguas: curas, militares y abogados en los tablones del palco, administrando la argentinidad. Esta organización -impensada el 26 de Mayo de 1810- es el resultado de años de decantación cultural.
Lo que está arriba del palco es la autoridad, los de abajo, los autorizados (o no). Se plantearon sistemas sublimes, intocables, y varios de estos sujetos han vendido al país en trozos, pero vigilan el paso de las tropas que los sustentan, quizás para evitarse el mal trago del linchamiento.
La fórmula “autoridades civiles, militares, y eclesiásticas” inevitablemente continúa con un “señoras, señores”; el discurso marca un orden jerárquico, obligado. Los festejos cuentan siempre con la presencia digna, augusta, de las autoridades que comandan los desfiles desde arriba, y el militar que comanda las tropas les pide permiso para empezar y terminar, desde abajo, esperando su turno para subir.
Estos rituales se ven amenizados con profundas reflexiones, discursos, medallas, gritos, misas, y sermones acerca de la Patria, las obligaciones para con Ella, mediante juramentos de honor que siempre deben cumplir los de abajo, y jamás cumplen los de arriba. Total...

Tres.
Los personajones de arriba se han vuelto Sacerdotes de los Fastos de Mayo.
Ellos dan el catecismo patriótico, saludan, bendicen al pueblo al que gobiernan o esquilman, y a veces hasta torturaron y mataron en nombre del patriotismo. Son administradores de lo que es común, que muchas veces usan como propio. Para legitimar las agachadas, usan formas estereotipadas.
Si vemos los casos de naciones formadas entre 1850 y 1900, veremos que los símbolos son más o menos europeos, idealizaciones gloriosas de un pasado, de batallas independentistas, que es de unos 50 años, a lo sumo. Los verdaderos protagonistas de esas batallas mueren en la pobreza, mientras los hijos de los que no fueron a las guerras son los nuevos próceres.
Se ha formado una elite de conductores que han formado una nación prácticamente de la desunión, con restos de la vieja federación –imborrable. Pero desarticulando las pretensiones de cada provincia de una independencia interna.
Así, pasados cien años, el Centenario aparece como una culminación, no como un recuerdo. Se ha forjado a sangre y fuego un país. Eso fue lo que se celebró en 1910, y que Estanislao López aún no podía festejar.
Pero, si vemos en Rosario, los festejos del Centenario pasaron como agua, porque en general, se festejó la Independencia, no la Gesta de Mayo. La famosa Línea Mayo-Caseros era estrictamente unitaria, y para el interior fue un tajo. Podemos aventurar que el Centenario de 1910 fue para poner las piedras fundamentales de lo que se iba a inaugurar en 1916.
Lo que se inauguraba eran instituciones, formas de participación social. La Dante Alighieri o la Biblioteca Argentina son formas de integración ciudadana mediante la enseñanza, con dos métodos diferentes: articulando las nacionalidades u homogeneizando, respectivamente.
Mientras la Nación se fue formando; se fueron viendo sus carencias. No se tenían escuelas, museos, hospitales ni facultades. Igualmente los inmigrantes carecían de protección, y formaron sus instituciones también: círculos, mutuales y escuelas. En mayo de 1810 también se forjaron instituciones, como el ejército, pero las bibliotecas -tan deseadas por Belgrano- eran escasas, y por veinte años, superfluas. Las “luces” o sea los conocimientos, eran para la gente de palco, no para gente de abajo.
Con la llegada del capitalismo, la ilustración pública fue un deber del Estado, a veces en resonancia con los deseos de las empresas de contar con operarios más cultos y reflexivos, no simples bestias de carga, sino con operarios que pudieran pensar mejor los procesos, y también profesionales que pudiesen diseñarlos.
Así, las fechas clave – 25 de mayo, Centenario y Bicentenario, en general quedaron por fuera de la gente, el que no supo lo subterráneo, los procesos ocultos fue Vicente Nario, el ignorado.
Los personajes de corbata, charreteras o sotana reemplazaron en la práctica a San Martín. Celebrar un centenario es volver a ser Moreno, Saavedra, Belgrano. Es ser fundador, inaugurar.
Hoy, frente a esto, la criticada manera de ponerse la mano al pechito “a lo yanqui” cuando ponen el himno, es casi una cosa menor.
Tal vez Vicente, mirando un poco su pasado, pueda entender que su rabia cuando eliminaron los ferrocarriles, es una rabia profunda, como si tocaran el himno en la cancha con una letra tribunera, una herejía. Los festejos no le dirán nunca lo que pasó. Deberá aprenderlo sin granaderos ni tambores, desconfiando de los del palco que sólo muertos desalojan.
Y a veces, sólo de ellos es el festejo.

1 comentario:

carlos dijo...

Muy acertada creo, la nota, aunque un poco estensa y un poco recentida.
De lo que entendi, es que a veces deberiamos mirar un poco a los de abajo, sobre todo los dirigentes, en eso coincidimos.