martes, 2 de febrero de 2010

ARQUEOLOGIA URBANA. El Fotógrafo

Investigación. arq. Gustavo Fernetti | Docente de la Escuela Superior de Museología de Rosario - Fotografía: Diego González Halama

El fotógrafo miró la escena, subido a la terraza del bar. Desde ahí podían verse los talleres, la iglesia de los ingleses, la lejana chimenea humeante de la fábrica. Se suponía que vendería la foto a la imprenta, y ésta la haría postal.

Los trenes entraban y salían. Los obreros también, por otra puerta. Muchos estaban en el gran portón, el Número Uno, esperando algún trabajo, una changa, que los ingleses eran duros de dar. Se necesitaban dos recomendaciones, y una (al menos) debía ser de un ferroviario, de ser posible, inglés. La otra forma de entrar era mediante las tareas más humildes: changarín, personal de limpieza, zanjeador. Los ferroviarios, todos de azul y gris, se afanaban en empujar inmensos cajones, subidos a chatas enormes. Ruedas, de repuesto, hacían fila en el patio delantero. Pilas de durmientes, eslabones, carbón, ejes, chapas y fierros se amontonaban aquí y allá.

Todo estaba en orden en los Talleres Centrales del Ferrocarril del Central Argentino. A pesar de los amontonamientos, las pilas inmensas, el ir y venir, cada cosa estaba en su lugar, cada camino era el más corto posible, o simplemente, el único posible.
El lugar era bastante alejado, y a la vez, peligroso para el fotógrafo.
A una cuadra estaban Las Latas, grupo de viviendas menos que humildes y más que miserables, hechas con los desperdicios de la ciudad: latas de aceite aplastadas a martillazos, chapas sobrantes del ferrocarril, maderas podridas del puerto, todo era bueno para cobijar a los pobres. El fotógrafo pensó en esas casas lastimosas y se puso serio: él estaba para otras cosas, más importantes, Las Latas eran un tema menor, y desagradable.
Separó las patas del trípode, colocó la cámara, de madera de cedro lustrada. Atisbó para un lado, para el otro: no, aún no. No todavía.
Los obreros comenzaron a salir, era el segundo turno, el de la una, y el fotógrafo resopló. Iban a arruinarle la foto. La canalla obrera salía, sudorosa y anárquica, hablando cien idiomas, comiendo quién sabe qué porquerías de Italia, Turquía o Polonia, respirando hierro, carbón, nafta, trabajando de día, durmiendo de noche en Rosario, que no era la de ellos, pobres advenedizos que ni religión tienen, solamente el sudor, la herramienta y el mal vino de los bodegones infectos.
El sol se iba poniendo en el lugar justo, iluminando los talleres, pasaba ya de la una. Así las casas se iluminarían con el solcito de la tarde. ¡Un calor!… los treinta grados afectaban al periodista que tuvo que sacarse el saco y el bombín de pana, esperando, esperando. El, a la cámara cajón tuvo que ponerla a la sombra, y la señora dueña de la casa (y de la terraza) se asomó varias veces, preguntando
- ¿Ya?
- No, señora, no aún.
Los obreros nuevos entraban no al son de una sirena o de una llamada, sino por propia puntualidad, en manadas, cien, doscientos, con la cabeza alta y en silencio. Estaba prohibido hablar, hacer ruido al entrar o al salir por el portón. Nada de corrillos, cada uno a su casa, la jornada terminó y hasta mañana. De la casa, al café, la mala bebida en algunos, la borrachera, la frecuente paliza a la mujer. Otros, a la pieza de hombre solo, con un clavo en la pared, una valija, una mesa, un catre, dos sillas, un plato, nada más; la soledad es mala compañía, un español decía y cuatro mujeres tenía, pensaba el fotógrafo al imaginar a los obreros en su sórdida (e imaginada) vida proletaria.
Miraba pasar los carros, lentos, cansados, con caballos flacos de caminar por la calle de tierra y no parar nunca, bestias, pensó, más dirigiéndose a los carreros que a los caballos. Pero eso se estaba terminando, con la electricidad y la gasolina: se suponía que las máquinas servirían para que los hombres no tuviesen que trabajar; imaginaba una vida ociosa (como si él mismo no manejara una máquina en esa terraza ajena) sin obreros, sin animales, sin carbón, sin chimeneas.
Un obrero allá abajo le llamó la atención.
De cara colorada, rubio, desde arriba del caballo dejó caer un paquete de papeles, repartió unos diarios entre los obreros que, despacio, se demoraron en la puerta para abrir el paquete. Algunos se hacen los tontos, pensó el fotógrafo; que miró con más atención y alguna sospecha.
Varios tomaron los diarios, los hojearon con rapidez, y los escondieron en los blusones de trabajo. Otros vivaron algo, entre ellos, que el fotógrafo no pudo entender, pero sí las risas y algunos cantos, con los puños en alto, algo que remotamente lo indignó, como si en esas reuniones y en esas risotadas de hombres brutos hubiese un peligro inminente. ¡Deberían prohibir reírse en las fábricas!, pensó, pero los hombres ya no estaban en los Talleres, y se iban a sus casas o piezas; el rubio de cara colorada salió con el caballo, al galope por la avenida Castellanos que estaba desierta y no se veía un solo botón a la redonda. Seguramente dormían la siesta -realmente lo hacían- en la comisaría.
Vio alejarse al rubio, con la gorra marrón de lana doblándole las orejas, el pantalón negro, gris de tierra y mugre, la camisa de un color indefinido.
-¡Anarquista! -alcanzó a gritarle, pero el tipo ni se mosqueó, y sólo consiguió que la señora dueña de la casa (y la terraza) se asomara de nuevo, preguntando -¿Qué pasa? - No, señora, no pasa nada.
Los obreros ya habían abandonado el lugar, hacia adentro o hacia afuera de los Talleres, y el run run de los tornos a vapor, los martillos mecánicos, las zorras cargadas de materiales, las grúas, demostraban que los Talleres estaban trabajando. Una máquina entraba, lentamente, por la derecha, desde el patio de maniobras. Atravesaría el Paso de las Cadenas, avanzaría casi hasta las barrancas y luego, de culata, entraría en los grandes galpones. Luego, ya reparada, le engancharían dos o tres vagones nuevos, para que arrastre, y saldría al patio de maniobras de nuevo. Un hormiguear de obreros atendería la máquina, dependiendo de la enfermedad técnica de la locomotora. En los galpones, varias máquinas se estaban armando con piezas traídas desde Inglaterra, que no dejaba que nada se fabricara en sus colonias. A lo sumo se traerían desarmadas. Las colonias están para exportar materias primas, no para fabricar cosas; y del ferrocarril, nada más que los durmientes y el cascajo de las vías eran argentinos. Los obreros en general no lo eran, y menos los técnicos y administrativos, que vivían al lado de los talleres.
El fotógrafo se entusiasmaba mirando las máquinas, las grandes piezas, los galpones altos y espaciosos, monstruos de ladrillo que se repetían al infinito, uno tras otro, uno tras otro, cada uno con su función. El fotógrafo admiraba a los ingleses, tan serios, puntuales, metódicos, racionales, suponía en ellos una especie de superioridad que le impedía hablar el castellano en su presencia, y el mal inglés le subía por la garganta, reforzando su posición casi servil. Nunca había hablado con un inglés en castellano, pensó, y eso estaba bien. Decidió que debía tomar clases con la señora Spooner, para mejorar, y a la vez, aparentar ante sus colegas más ignorantes…
La fábrica rugía y allá a lo lejos, otras fábricas le hacían coro: la Cervecera Germania y la Refinería Argentina trabajaban a tiempo completo, los barcos llevaban sus cargas al mar, los trenes entraban y salían de la ciudad, todos con sus trabajadores, sus obreros, sus capataces, rústicos, peligrosos, rebeldes. Le molestaba al fotógrafo, rojo de calor en su terraza ajena, el peligro obrero, porque era una cuestión rápida, que no admitía casi fotos: la policía brava llegaba, dispersaba, la gente corría, algún caído, sólo quedaba sacar fotos del muerto o del herido en el hospital. Maldecía las huelgas: no le daban tiempo de llegar y sacar sus fotos, y siempre estaba el riesgo de romper la maldita cámara.
Estuvo en la última, a las apuradas; cuando llegó, se había terminado todo. ¿Quién iba a creerle que esa tierra pisoteada, esas cuatro manchas de sangre, esa gente mirando azorada hacia la fábrica, era la huelga? Los obreros podían haber armado barricadas, como en la Comunne de París, o haberse armado decentemente, pero no. Salieron corriendo, gritando en cien idiomas, hombres, mujeres, chicos, golpeándose, cayendo, los sablazos de los chafes tajeando y pinchando las ropas, los caballos pisoteando, toda gente de la misma ralea, arriba o abajo del caballo, y que cosa, pensó, la barbarie rosarina.
Pero el mediodía era claro y luminoso, tranquilo, y al rubio a caballo no se lo veía por ninguna parte. A lo lejos, sin embargo veía el caballo, atado a un poste de fierro, casi en calle Salta, sudoroso y brillante. Lo descartó como dato.
Pidió una necesaria silla a la dueña de la casa (y de la terraza) y la mujer se asomó, preguntando -¿Ya? - No, señora, no aún.
Se sentó en la silla, atrás de la balaustrada, mientras seguía esperando.
Enfrente, el kiosquito de la entrada de los talleres ofrecía, como siempre, una bebida, un diario para leer, algo de comida: un guiso de garbanzos con bacalao; la mesita miserable se ubicaba en la vereda solitaria y calurosa.
Un transeúnte pidió algo, se arrimó otro más; charlaban entre ellos, agitaban las manos –italianos, razonó- y con cierta extrañeza vio que se metían en el kiosquito. Luego salieron, y ya no los vio; le pareció que lo saludaban, le gritaban, pero abajo había una casa, un bar, y tal vez alguien en las ventanas.
Eso fue todo.
Allá, a lo lejos, se alcanzaba a ver que venía.
Amarillo, sin vidrios, polvoriento el tranvía eléctrico arrastraba sus fierros por avenida Castellanos, a ocho coma cinco kilómetros por hora, y variables.
La vía –de una sola mano, porque lo que se daban vuelta eran los asientos- debía estar al rojo por el sol, y los perros chúcaros evitaban tocarla.
El fotógrafo se preparó.
Miró la tapa del objetivo, tanteó la firmeza del trípode, y por arriba del cajón, subido a la silla, miró por el ocular los posibles paisajes. Decidió fotografiar los talleres, el barrio inglés, el kiosquito, unos tipos, la iglesia anglicana y el tranvía.
Para él, sería una imagen perfecta del Progreso, así, con mayúscula, progreso inevitable, arrollador, el progreso de la electricidad, del ferrocarril, el pujante avance del capital y la industria por sobre todo. Subido a la silla, el encuadre dio resultado: el tranvía se puso a tiro, el fotógrafo sacó la tapa del objetivo y la volvió a poner luego de un tiempo de exposición que sólo él podía calcular.
Imaginaba la foto, convertida ya en postal. Cruzando los mares, comprada por ingleses que demostrarían a sus familias de Londres lo pujante que era Rosario, cómo era de importante la producción, la exportación de cereales, el orden, cómo en cincuenta años había crecido cien, doscientas veces… creía firmemente que su cámara era un arma que mataba la ignorancia, la barbarie, el atraso, las huelgas, la anarquía.
Imaginaba a las familias de Bristol asombradas y aliviadas, al saber que sus queridos parientes no estaba en tierra de indios, oh, John, y exceptuando esos extranjeros semi-indigentes, dear William, la Argentina era una tierra buena, beloved Mary. Tierra promisoria, ubérrima, deseable, a good land of hope.
Con su arma de luz, había fotografiado al Progreso.
Se irguió en la silla, respirando un aire fresco que imaginaba venía del futuro, más allá de ese 1919 de calor, sol y humo ferroviario.
Fue entonces cuando lo alcanzó la bala.

1 comentario:

rafaela dijo...

Una nota dura y polémica. Señor Fernetti, tal vez pueda usted escribir una nvoela histórica sobre Rosario, es algo que está haciendo falta para entender los sistemas ocultos de la ciudad,esos que no se ven y que usted nos revela.
Afortunadamente, esta revista puede darse el lujo de congregar escritores y periodistas como usted, sus colegas y el editor, que apuestan por un prycto popular, sin falsos "Lideres" o "Gente", aunque sea mensualmente y no cada "Siete Días".
Muchas gracias por su trabajo, me hace sentir bien.