martes, 15 de diciembre de 2009

ARQUEOLOGIA URBANA | VIVEZA CRIOLLA

Investigación. arq. Gustavo Fernetti Docente de la Escuela Superior de Museología de Rosario - Fotografía: Diego González Halama

Una de las costumbres más queridas por la clase media argentina es la viveza criolla. Desde ya decimos que eso está mal.

Esta costumbre se reduce, en la actualidad, a traicionar a una persona, con el noble fin de extirparle algún dinero, basándose en que esa extracción le conviene… al traicionado. Esa es la traición: no le conviene. Y se le engaña, aduciendo que el engaño le será favorable.
La viveza criolla es más extensa, sin embargo, que esta cuestión financiera. Abarca varios tipos de ardides, subterfugios, bromas, apuestas, timos, apretadas, fintas, puñaladas traperas, adulterios, traiciones y agachadas.
El principio activo de la viveza criolla es que el vivo cree que todo el resto de la humanidad es zonza. Esta weltaunschuung argentina (averigüe usted lo que esa palabra significa) supone que, dado que he sufrido, que he vivido, el resto de los mortales no sabe de mi aprendizaje en ese sufrimiento. Soy un piola, un vivo. Me he hecho en la calle: Cuando vos vas, yo ya fui y volví cien veces. Tendrás un diploma, pero yo me formé en la universidad de la calle. La vida es una moraleja, el que no… se deja. Acá si no te avivás, te avivan de golpe.
Esta serie de dichos canallescos revelan que el autorretrato del vivo es el de un ser superior. Pero también que el vivo está en estado permanente de aprovechamiento de la simpleza ajena. Esta cualidad argentina -de las clases medias, aclaramos - tiene una historicidad, un devenir.
Aflora a fines del siglo XIX, cuando gruesos contingentes de italianos, españoles, turcos y judíos desembarcaron en el país; esta gente, en su mayoría campesina, suponía que Argentina era un país de oportunidades. Muchos regresaron. Pero los que se quedaron trabajaban duro para conseguir la moneda, chirola a chirola.

Génesis de los seres vivos
Este estado de cosas hacía preferidos a los extranjeros a la hora de la explotación. Un inmigrante, con sus pobres cosas traídas de Europa, era pan comido para los empresarios: el inmigrante soportaba todo mientras ahorraba, peso tras peso, moneda tras moneda. Luego, empezó a prosperar.
Mientras tanto, el criollo miraba con recelo la dudosa Argentina que se iba formando. Al criollo -como recurso humano, como trabajador- se le veía vago, receloso y taimado. Inteligente, claro, pero eso era una contra para el empresario, que prefería dóciles máquinas de producir, y no un tipo que saliera cada quince minutos a fumar un faso a escondidas.
Se produjo entonces un corrimiento de los valores. Ser criollo es ser desplazado, ninguneado, humillado día a día por los “gringos”, los “gallegos” o los “rusos”. Comienza entonces una venganza simbólica: las burlas sobre el modo de hablar, la crítica sobre la angurria del inmigrante, el desprecio por su condición de extranjero que, para peor, era cada vez más lejana en el tiempo.
Ya por los años 20, muchos de los inmigrantes habían olvidado su idioma a la fuerza, tenían casa y familia, algún negocio. Y un tropel de argentinos nativos estaba al acecho para desquitarse, incluyendo sus hijos, que los negaban.
Esto formó un imaginario social fuerte. La mentalidad argentina es polar: o se es vivo, o se es zonzo. Síntoma de eso es el frondoso cuerpo de sinónimos de la palabra “vivo”: Pierna, vivanco, vividor, campeón, luz, madrugador, buitre, refucilo, cagador, garca, vivillo, macho, entrador, rompedor, banana, mandarina, rana, canchero, madrugador, púa, reo, cargador, cachador, avivato, ventajita, piola, piolín, picasoretes, ranún, rápido. Seguro quien lee esto sabrá otros apelativos.
Paralela y polarmente, toda una gama de palabras definen al zonzo: bobo, tonto, salame, zonzo, zoncito, zoquete, punto, corto, cortazo, pavo, pavote, pajarón, pajarito, otario, pechofrío, estúpido, bolsa, bolsón, bola, boludo, pelotudo, ganga, gangoso, tarugo, goruta, boncha, gil, gilún, gilastrún, opa, tarado, tara, caído, caído del catre, caído de la higuera, papafrita, belinún, pipiolo, pipi, chambón, tito, tío, tarumba, chabón, poligriyo, tirifilo, zapallo, chaucha, pastenaca, melón, melonazo, tarúpido, chorlito, papamosca, dormido, abriboca, papanatas, zanahoria, vichenzo, bicho, coso, huevón y chitrulo forman una ristra de apelativos que supera con creces los dictados por el diccionario.
La relación entre el vivo y sus víctimas se convierte en una tensión de polos opuestos: el vivo vive del zonzo, y el zonzo, de su trabajo. El vivo no soporta la tensión, que resuelve mediante el timo, el fraude. Nadie puede ser más listo que él, y necesita demostrarlo. Constantemente. Y el fraude debe ser semipúblico. Bah, el “punto” no debe saber del timo hasta que es irreversible. La gracia -si es que posee alguna- de la viveza criolla es que la cachada, el fraude o el engaño deben ser conocidos por la mayor cantidad de personas posibles exceptuando por supuesto al zonzo. Así el vivo se siente vivo: ganador, sobrador, campeón.
Cataloguemos algunas vivezas famosas, empezando por las delincuenciales.

El buzón
Vender un buzón es casi una leyenda. En estos tiempos en que quedan pocos tal vez haya cambiado un poco, pero la cosa se basa en que un zonzo dispone de algún dinero fuerte, tal vez los ahorros de toda la vida.
El vivo, entonces, lo rodea como una serpiente. Le dice que él -el vivo- es el dueño del dispositivo postal, y que un buzón es un gran negocio: la gente mete cartas en el buzón, y espera que alguien las saque para que lleguen a destino. Aquí el vivo se detiene, pues tiene varias alternativas discursivas para tentar al idiota. Pude decir que:
El gilún le compre a él el buzón suponiendo que el correo le pagará al tonto por las sacas retiradas, ya que le ahorra trabajo a esa dependencia estatal.
O que el salame puede retirar las cartas y pedir un rescate, aduciendo que las cartas se extraviaron y él las posee.
O que el otario puede privatizar el servicio postal individualmente…
Estas mañas verbales inevitablemente arrastran al zapallo, cuya mayor zoncera es, bueno, la codicia.
Aprovecho para llamar la atención a quien está esto leyendo, que seguro identificó los sinónimos de la palabra zonzo: la viveza criolla es parte nuestra.

El tranvía
Vender un tranvía es otra cosa interesante, pues hoy es algo legal entre anticuarios y coleccionistas. Pero el joven, la niña, el adolescente, el púber, ignora que el tranvía fue, alguna vez, un medio de trasporte semi estatal.
Sería como vender el monumento.
Sin embargo, el discurso es el mismo, el avivato le cuenta que se cortan muchos boletos y el poligriyo puede ganar mucha plata adueñándose, por unos dos mil nacionales, del vehículo que el pierna asume como propio y en venta.
La angurria del boncha se ve aumentada por la cantidad de pasajeros, la frecuencia de los vehículos y el hecho de la insuficiencia de unidades. Esto lo vuelve un pajarón, para decirlo con todas las letras.
Por supuesto, no se pregunta porque el ranún quiere vendérselo, si es tan buen negocio. El pajarito supone que el vendedor es medio idiota, y no vaya a ser cosa que se avive del negoción que va a cerrar.
Aprovecho para llamar la atención a quien está esto leyendo, que seguro identificó los sinónimos de la palabra vivo. La viveza criolla -repito- es parte nuestra.

Salta violeta
Se cuenta que en un diario porteño salió publicado un aviso que ponderaba un aparato infalible para matar langostas las que, como todo el mundo sabe, asolaban en mangas de infinitos bichos las pampas argentinas hasta bien entrado el siglo XX. Las langostas arrasaban con todo, hasta con la ropa.
El aviso en el diario decía que el método era insuperable, y muy barato. Cientos de chacareros enviaron los dos pesos que costaba el aparato, y recibieron, a vuelta de correos, dos tablitas de pino, de 10 x 5 centímetros.
Las instrucciones eran sencillas: lo único que había que hacer era introducir el voraz insecto entre ambas maderitas y aplastarlo.

The uncle´s tale
El cuento del tío es más complejo. Ya se supo lo del buzón y lo del tranvía. Por lo tanto deben usarse dispositivos más sofisticados para el engaño.
Su origen es el verso declamado por el vivillo, donde le cuenta al otario de turno que tiene un tío enfermo en Coronel Gutiérrez, y que no puede cambiar varios billetes grandes para comprarse el pasaje, o para pagar lo remedios. Le dice que si se los cambia, le ofrece dos por uno. El tirifilo, angurriento, le dice que él se los cambia, y ahí fue: la plata era falsa. O son dos billetes y el resto es el denominado “toco mocho”, papeles de diario. El avivato termina riéndose desde la ventana de un bar, seguro. Y hay otras formas de cuento.
El vivo arroja a la vía pública algo valioso. Supongamos un reloj caro. Luego espera que alguien se precipite sobre el objeto y él hace lo propio, discutiendo vivamente sobre la propiedad del hallazgo. Luego, más conciliador, dice bueno, partamos la diferencia. Si lo hallado era un reloj, lo tasan en cierta cantidad de dinero nacional. Pero ¡oh cosas de las finanzas! El vivanco, el rana, carece de billetes nacionales para pagar su parte, sólo dólares, o libras, o krugerrands. Entonces propone lo siguiente: tenga este tocazo, aparcero, quédese con el aparato, y déme el vuelto.
Cuando el chabón se fija bien, los krugerrand eran papeles pintados y el reloj era de lata. Le sacaron algunos pesos, justo lo que puso como “vuelto”. Nunca hubo nada de valor, excepto su dinero.
Otras formas clásicas -hay como veinte- son similares, una de ellas es la que consiste en hacer que el simplón halle un paquete de plata. Cuando el boncha se precipita sobre el paquete, y lo abre, se acerca el banana y dice que ese paquete es de él, y que si no lo larga, llamará a la policía. Se arrima entonces un agente, y pregunta que pasa. El chitrulo, asustado, cuenta lo sucedido. El pierna aduce que el toco es de diez mil dólares. Cuando se abre, es de solamente novecientos (y falsos). Adentro del paco suele haber algún papel de propiedad del avivato, como prueba. El policía conmina al belinún a reintegrar el faltante o habitar la gayola. Efectuado el pago con algunas lágrimas, polizonte y refucilo se van a almorzar juntos con la plata del boncha, planificando entre risotadas nuevas andanzas del mismo tenor.

El paraíso de la cachada
La cachada es casi un deporte, no un medio de vida. Tiene el mismo sustrato, pero es menos delictiva.
Cuentan que el presidente Julio Roca estaba en un banquete de ministros y había invitado, en homenaje, a un plenipotenciario inglés. Mientras comen, este funcionario extranjero comenta a los dignos comensales:
- La verdad, señores, que esperaba con cierto recelo que se burlaran de mí. Me han comentado acerca de la famosa cachada argentina, pero hasta ahora, y soy muy observador, no he visto nada parecido…
El general, muy serio (como sus ministros) le dice:
-¿Y quién le dice que justo ahora, no lo estamos cachando?
Los ministros seriamente siguieron comiendo, ignorando la zozobra del anglo.
La cachada posee otro origen pero siempre reaccionario frente a lo extranjero, a la ingenuidad o al desconocimiento. La palabra viene de caccia, (pronunciar cacha) o sea, caza en italiano, y se supone que contra ellos -pobres gringos- iba dirigida. El que te está cachando, te está cazando.
La cachada supone que se hace una broma más o menos pesada a un pobre hombre. La cachada es tomar el pelo subrepticiamente, siempre ante testigos avisados, y todo mientras el zonzo no se da cuenta del infernal proceso en su contra. Ahí esta la cosa.
Una de las más famosas cachadas la hizo José Ingenieros.
Con sus amigotes, tomo de “punto” a un poeta provinciano recién llegado a Buenos Aires. Una vez arribado, lo felicitó, lo abrumó con discursos, lo puso por las nubes. Hizo imprimir su nombre en diarios truchos. Le armaron una cena, donde asistieron personajes famosos, por supuesto amigos de Ingenieros. Lo emborracharon de champán, lo rodearon de mujeres, lo coronaron con laureles y finalmente lo abandonaron, solo, a ciento veinte kilómetros de la Capital. El pobre tirifilo tardó dos días en regresar por sus cosas, y se dio cuenta que la fama… es puro cuento.

Final
Este breve e incompleto catálogo de miserias quiere denunciar antes que apoyar este tipo de malandradas.
El vivo es, en el fondo, un ser despreciable, pero también es un carenciado. No posee la medida justa de la sociedad, a la que supone un conjunto de malandras tan acendrado como él. Depende del zonzo, de sus amigotes, de la estafa como de una droga. Vive pensando en el tonto, porque es el campo de acción que le permite estar vivo y de allí, a ser vivo hay corto trecho.
La viveza criolla no es solamente contra los zonzos, fue ejercida contra todos. Nada hay peor que un político, un militar, un gobernante, un cura que se quiera hacer el vivo. Como el vivo de barrio, que no quiere quedar como un simple, pero más dañino, los políticos avivados nos dejan en la estacada. Hacen morir de hambre a los chicos, descuidan la educación, apuran la inflación, desarticulan los aparatos de defensa social, escapan con la plata.
Y nos dicen, con su perfidia, que nos apuremos, porque esto se acaba, que la bonanza -falsa como el reloj de lata- no va a ser eterna.
Tal vez el más vivo de los políticos fue Carlos Menem. Engaño a millones, haciéndoles creer que vendiendo todo estaríamos mejor. Prometió lo que todos deseaban, para al final tener un tranvía en casa, que debíamos pagar en breve, y sin tener ya un trabajo. Nos dijo que era transgresor, cuando fue un delincuente, que era un adelantado, cuando fue un retranca, que era un argentino de bien, cuando fue un vendepatria, que era un peronista, cuando era… bueno, cuando era Carlos Menem. Nadie se quejó, porque era de bobos.
Esta forma de pensar, bien argentina, que supone que el otro es un salame, un papafrita, ha arrastrado a la zoncera a todo un país. Nos ha vuelto crédulos e incrédulos a la vez. Votamos a los mismos, suponiendo que los años suavizaron su calaña y ya no nos pasarán para el cuarto. Compramos buzones cada vez que podemos, y nos reímos porque el buzón ajeno carece de fondo y se le caen las cartas. Vamos al shopping, y nos arrebatan el salario, para descubrir que la remera importada destiñó completamente a las dos lavadas.
Sin embargo, hay un método para evitar ser timados.
Su aplicación implica un esfuerzo tenaz, una disciplina férrea, la consideración del otro como un par, un semejante, una persona capaz de virtudes y defectos. Es un método simple, y a la vez, completamente eficaz, que impedirá que no votemos a los malos, que los malandras nos eviten, que personas bellas y buenas suspiren por nuestra inteligencia y se enamoren perdidamente de nosotros por nuestra solidez moral. Es fácil: hay que tratar de…
No. No lo diremos. No contaremos el secreto del método para no ser engañados miserablemente, el que esto lee lo deberá averiguar solito solito. Aquí no avivamos giles, che.

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