viernes, 6 de noviembre de 2009

ARQUEOLOGIA URBANA: EL TRANVIARIO

Investigación. arq. Gustavo Fernetti | Docente de la Escuela Superior de Museología de Rosario - Fotografía: Diego González Halama

Bueno, ahora sí. Ya está.
Dobló el diario, y entró al taller. Un febrero agotador, sudoroso, invadía Rosario. Ese año matarían a Kennedy,
La mañana estaba luminosa, y los tranvías entraban, de a uno, por el portón de Montevideo, uno tras otro, uno tras otro. Recordó que cada vez que pasaba un cortejo fúnebre, yendo al Salvador, allá enfrente, pensaba lo mismo: el último viaje. Después, no te mueven más, te quedás ahí, listo, para siempre. Viendo los tranvías pintados de color crema pensó en eso, en lo definitivo, en quedarse en un lugar forever. Era empleado municipal, y la permanencia era un valor, pero al ver los tranvías sintió un desasosiego ya familiar.
Maldito Carballo, pensó, y apuró el tranco para el banco de ajustaje, que ya no usaría para calibrar los motores eléctricos de las “unidades”, como se les llamaba a esos coches siempre reparados, siempre pintados y siempre arruinados.
Mañana empezaba de operario de mantenimiento en el Carrasco, se la veía venir y pidió el traslado hace ya… seis meses, como pasa le tiempo.
Maldito Carballo, pensó, y sopló la bombilla del mate -estrictamente prohibido- para verificar su limpieza, y se cebó uno, tal vez el último, quien sabe, en esta municipalidad nunca se sabe nada, suerte que era empleado permanente y que eso, bueno, es estabilidad. Volvió a pensar en el cementerio, y se dijo “esto va a ser una tumba”.
Los tranvías iban amontonándose en el taller, otros quedaron en la calle, cientos eran, toda la flota iba parando en ese octubre fatal.
Carballo había decretado así, de un plumazo, el fin del tranvía y cientos fueron a la Plaza 25 de Mayo para ver, para ver por fin cuando Carballo bajaba la palanca que nunca más iba a subir. Carballo cortaba la corriente que unía con el pasado -pensó el empleado municipal en ese momento, un poco emocionado- sin cabal conciencia de que también cortaba con una época.
Carballo se subió al tranvía Nº 278 un poco despectivamente -era un consumado actor- lo recorrió, miró hacia las partes fabricadas en el municipio que él dirigía, sacudió la cabeza -era un consumado actor- y se bajó como quien baja del escenario. El tranviario lo miraba desde abajo.
Atrás iban a quedar motormen y guardas, el tipo que limpiaba las vías con una barra de fierro, el subir por atrás, el ran ran ran creciente del motor acelerando, la manija que se cambiaba de lugar en punta de vía, los asientos rebatibles hechos en Inglaterra.
En el taller, el viejo obrero tranviario miró el banco de herramientas vecino, mazas, martillos, pinzas, todas hechas en el mismo taller. Pensó que el tranvía era un bicho que se fabricaba a sí mismo, como un organismo, como un cuerpo vivo, y volvió a pensar en el cementerio y en la muerte. Horas y horas tratando de doblar, uno a uno, las costillas hechas en perfil T, para la carrocería. Cientos de latas de pintura crema, para la chapería. Miles de remaches de cabeza redonda, de aluminio, para unir las partes, pam, pam, pam, la remachadora, el martillo, la fragua.
Reconoció a los compañeros más viejos, que se sabían cada parte de cada unidad, el 279, el 204, este tiene problemas acá, este allá, uy, este se queda acá, otra vez anda flojo de bogues.
No lo sabía, pero la fabricación de tranvías era un artesanado disfrazado de industria. Las partes sí eran industriales, pero el ensamblado y algunas piezas eran hechas en ese taller municipal, lo que era costoso en tiempo y esfuerzo. Otro esfuerzo era adaptar las piezas industrializadas en Inglaterra, Alemania y Estados Unidos a las partes disponibles acá: chapas, bulones, motores, cables, llaves.
Miró de nuevo el lento amontonamiento inútil ya de unidades, de coches que ya no irían a ningún lado.
Se asombró de que en varias ciudades pasaba lo mismo, vaya coordinación.
Mar del Plata sería la última, pero Buenos Aires y Córdoba prescindían del mismo modo de esas carcachas como se les decía.
Recordó a su padre -viejo tranviario- denostar a las carcachas, allá en el 11, paradas en calle Laprida, o en el bajo, a la espera de lento rescate que tardaba días. Su padre odiaba el tranvía, porque tardaba mucho, cargaba poco y era, en el fondo, costoso.
El se daba cuenta de esas cosas, pero siempre consideró al tranvía como eternamente perfeccionable, para eso estaban él y sus compañeros. En cien años pensaba, habría otros tranvías, distintos quizás, pero fabricados acá, tal vez con otras herramientas, en talleres muy modernos que hoy ni se podían imaginar. Era cierto que los tranvías eran lentos, e iban casi siempre llenos a las horas pico, pero qué se le iba a hacer, habría que fabricar más, y eso lo decidía el intendente, maldito Carballo, volvió a pensar y miró la serie de unidades que paraban para no arrancar más.
Saludó a un compañero, más joven y claro, se dijo, éste sabe que es un lugar de paso. Para él, viejo municipal que hacía veinte años que estaba al pie del cañón, pam, pam, pam la remachadora, la soldadura de punto bbbbmmmmmm-chunk, no, para ese muchacho el tranvía era solamente un objeto, una cosa que él ayudaba a pintar, eso, el ayudaba, nada más. No fabricaba el tranvía, como lo manejó su padre o lo criticó su abuelo que vio el tragüe, el que tiraban los caballos.
Todo el taller desaparecería, los augurios más funestos, que año a año se repetían, ya eran una realidad. La orden era: “no dejar nada de los tranvías que supere los 30 cms. de tamaño”.
Fue a la portería, se fijó en la gastada guía telefónica, leyó el número del Carrasco, y llamó, preguntando si había llegado ya su legajo y la tarjeta.
Mientras, Carballo estaba exultante: su pelada de hombre serio irradiaba autoridad en el estudio de Canal 3. Las cámaras de la TV estaban frente a él, y se sabía protagonista. Antes de que la nota arrancara, inclinó la cabeza para atrás y se colocó dos gotas de Dazolín en la nariz, estaba resfriado “por el sol” y temía que la voz sonara gangosa, afectada. Se sintió mejor. Su asistente - un tal Márquez o algo así- le acercó un vaso de agua, con una aspirina.
Ayer había inaugurado una plaza, era una de sus actividades favoritas. Su calva y sus gruesos anteojos, sumados a una sonrisa fácil aunque antipática, le daba la figura que él prefería: un intendente moderno y efectivo, eficaz, pragmático.
No más baldíos, plazas. No importaba que esos terrenos tuvieran dueño, dejaban de ser baldíos y eso, a la gente, le fascinaba. Los griegos llamaban pragma a la realidad concreta más allá de la filosofía, del arkhe, de la realidad de la mente. Carballo era un adorador del pragma, de la realidad barrial, concreta, sin demasiados pruritos mentales.
El periodista, después de presentar un poco la obra municipal, y alabarlo un poco más aún, le preguntó a Carballo por los tranvías que acababa de dejar atrás.
Carballo fue pragmático: eran antiguallas, la municipalidad debe modernizarse, dar un buen servicio, y no el que se estaba prestando, incómodo, lento, insuficiente; con coches que se debían reparar constantemente y encima, a cargo de los mismo vecinos, pagando ese mal servicio con sus impuestos.
El periodista asintió vivamente -siempre estaba de acuerdo con la autoridad, así fuese el presidente de un consorcio- felicitó a Carballo, que echó la cabeza hacia atrás teatralmente, era un consumado actor representándose a sí mismo. Muchos rosarinos apostarían por su estilo de gobierno, ya que era diferente, astuto, hacia cosas. Comparado con el presidente Illia a nivel nacional, que algunos empezaban a llamar La Tortuga, Carballo se presentaba como el hombre del momento.
El periodista preguntó por las plazas, y Carballo respondió algunas cosas sabidas, como lo de la inutilidad de los baldíos y la delincuencia que allí anidaba. Era lo que la gente esperaba escuchar.
Mientras Carballo ejercía sus dotes histriónicas, en Buenos Aires se tejían otras cosas.
Una carpeta celeste estaba en un escritorio de la fábrica Mercedes Benz en González Catán. Era un pedido de cotización extraoficial de la Municipalidad de Rosario, por 100 ómnibus o 120.
El gerente miró la carpeta y la juntó con otras, similares, de otras ciudades. ¿La fábrica tenía nuevos clientes? Ojalá. Bedford tenía una carpeta similar.
Oras fábricas empezaban a funcionar, sin que Carballo lo supiera. Industrias livianas, que suplían las carencias que Mercedes, Ford o Bedford tenían y eran propias de la estandarización. Estas empresas fabricaban modelos seriados, idénticos pero poco adaptables en general al uso público.
Aparecen las carroceras que se ocupan de esto: fábricas que colocan a los chasis de serie, carrocerías que no lo son tanto.
Los antiguos tranvías dejan paso a una industria intermedia, metal mecánica, a medio camino entre la industrialización norteamericana y la realidad argentina de un artesanado orgulloso de llamarse industrial.
Nuestro empleado tranviario se dirigía al Carrasco, como cada mañana.
Pensó que este trabajo era más descansado que el otro, apenas una barrida al patio a las siete y media, cambiar algunas lamparitas que se quemaron de noche y, muy de vez en cuando, el gusano de una rebelde cama ortopédica. Llevaba una campera beige, con el logo EMTR bordado; esta reliquia le permitía hablar con los más jóvenes de tranvías que se fueron y trabajos duros y de herramientas pesadas y remachadoras que ensordecen. Hoy, era un simple electricista, cambiando fluorescentes a razón de dos o tres por día.
Hacía media hora que esperaba el colectivo. Cuando llegó, estaba abarrotado.
Malévolamente sonrió: al final, los tranvías se habían ido -como Carballo- pero ciertas costumbres quedan. Se había negado a formar parte de una cooperativa que explotara el servicio: se dijo que era una forma encubierta de despido, y él era un municipal hecho y derecho.
Colgando del estribo, patinando en el borde de aluminio, pidió a los demás que se corrieran, que estaba por caerse y que iba a matarse, lo cual era mentira. Pero estaba acostumbrado a mentir para ganar, para subir.
El colectivo se fue, y el humazo negro marcó su retirada: una nueva unidad llegaría en veinte minutos, igual de atestada e igual de lenta.
Eran las seis y media y en el viejo taller de Ovidio Lagos una paloma trajo los primeros palitos para su nido: ahí estaba más protegida que en los árboles del Parque Independencia, de los vientos y la lluvia, de los gatos y los cascotazos. Dejó la ramita entre el trolley y el techo, en un hueco que los resortes ocupaban y que ya, oxidados e inútiles, no ocuparían más. Otras palomas imitarían el gesto de esta pionera, y cubrirían los techos de nidos y otras cosas más… agresivas. El tranvía sin desguazar todavía daba un servicio.
Pero ya nada sería igual.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hacía casi un año que Carballo no era intendente de Rosario cuando sacaron los tranvias