viernes, 6 de noviembre de 2009

EL TEMBLOR DEL CRONISTA ANTE LA PAGINA DIGITAL

Por Daniel Briguet

El título es exagerado, no le hagan mucho caso. Para los cinéfilos alude a una película de Wenders o de Fassbinder (“El temblor del arquero ante el tiro penal”) y para los lectores más normales debería remitir a la sensación de vacío que me invade cada vez que debo escribir una nota. No es temblor, en sentido estricto, pero temblor suena mejor o más rotundo. Luego de años y años de firmar columnas de la naturaleza más diversa, hoy siento que pocas cosas tienen sentido y el noble oficio de la escritura no está entre ellas.
Pero todavía tengo un oficio y debo desplegarlo. O, al menos, actuar como si lo hiciera. “¿Usted es negro o hace de negro?” -preguntaba el entrañable Tato Bores a un tipo con todo el aspecto de un negro-. En la respuesta al dilema de ese gag debe estar la resolución de mis inquietudes de cronista fatigado. Que no eluden el compromiso de entregar el equivalente de tres o cuatro carillas tipeadas al director de esta revista.
Por eso y para salvar las papas, he decidido en esta oportunidad apelar a un ejercicio de periodismo - verdad que consiste en blanquear mis dudas, como si fueran méritos, y ofrecer al lector no una nota sino un puñado de temas posibles, resultado de los apuntes que suelo tomar en mi libreta de apuntes. Cada título, ya que suelo largar con un título, irá acompañado de un breve comentario acerca del texto que pudo ser y no fue. Nada del otro mundo, como diría el Negro, salvo la posibilidad de que alguien se pregunte si se trata de periodismo - verdad o de una forma primitiva del periodismo virtual. Mi respuesta es que no tengo idea ni creo que importe. Sé que la virtualidad pura se aloja más allá de la pantalla de la PC, en el abismo de las redes informáticas, mientras que el mundo de afuera ofrece la opción de ser virtual cuando no queremos ser reales.

UN AMIGO POBRE
Desde que se difundió el documento de Benedictino XVI sobre “el escándalo de la pobreza” en la Argentina, el mundillo periodístico parece desvelado por la suerte de las clases sumergidas. Las mismas clases que, antes del documento, no llamaban la atención de nadie, aunque pasaran a su lado. Se escriben alegatos contra la pobreza, alguien pregunta si el ciudadano común sabe lo que es el hambre, otro inquiere sobre la experiencia de meterse en un volquete lleno de desperdicios. La pobreza, en dos palabras, tiene un status mediático. Como estas campañas espontáneas suelen hablar mejor del emisor que de los damnificados, la idea era una nota de matices irónicos que superpusiera al clisé bienpensante ”yo tengo un amigo negro” o “yo tengo un amigo gay”, la novedad de que también es posible tener un amigo pobre. Más aún: hasta es posible caer en el mayor desamparo, si uno se descuida un poco. La ironía mordaz -literalmente, que muerde- requiere de lucidez y sensibilidad y no estoy seguro de que yo hubiera salido airoso. Otra era la vertiente satírica de Jonathan Swift en “Una modesta proposición”. Pero, claro, Swift hubo uno solo (dos, si se cuenta al frigorífico, donde han perdido la salud generaciones de obreros).

ESPERANDO AL PLOMERO
Idea de crónica-relato basada en mi experiencia personal, con ribetes testimoniales. El nudo del conflicto nace en la ducha de mi baño o en el calefón -no lo sé bien- y llega a un punto de inflexión cuando impide que pueda bañarme con agua caliente. La inflexión se torna dramática si la temperatura ambiental no pasa de los diez grados. Desde que surgió el problema, he llamado a cuatro plomeros, ninguno de los cuales dio en el clavo (quiero decir, en el caño). Y tres de ellos además me cobraron por gastos de representación y trabajo realizado. Durante el mismo lapso debí acostumbrarme a tomar una ducha en el depto de mi hija o bien retomar la tradición del baño polaco, que no es mala pero requiere de cierta destreza. Lo peor del caso es que, en situaciones como ésta, uno termina preguntándose: al final, ¿yo me baño por mí o me baño para los demás? De esta filosofía del tocador a la dejadez de la grela no hay un trecho muy largo.
En términos de análisis, luego de constatar que vivimos en un mundo precario barnizado de confort y que esa precariedad envuelve a un oficio que supo ser calificado, mis pensamientos se deslizaron a un plano más intimista. Al plomero, se me ocurrió, hay que seducirlo, como si fuera una muchacha en flor. Llamarlo repetidas veces, preguntarle a qué hora le viene bien, ofrecerle una copa de brandy mientras efectúa sus tareas. A mí no me saldría porque no soy de ese palo y tampoco tengo brandy. Pero el mundo, se sabe, es de los que insisten. En esta variante, el título debía ser “La seducción del plomero”.

LA VIDA COMO UN ZAPPING
Me pasa a menudo y no creo ser el único. Estoy platicando con alguien en la mesa de un boliche del barrio, con preferencia en la vereda, cuando pasa un conocido que se para a saludar. Lo razonable sería que dijera “hola” y siguiera su marcha. Pero no. El tipo se pone a hablar con mi ocasional interlocutor y le cuenta que acaba de separarse -o de juntarse- durante cinco, diez, quince minutos.
Superada la etapa de malestar, terminé por ambientarme a ese hábito repetido por muchos y advertir que no se trata de un gesto desubicado o de mala educación. Sucede que un control invisible guía los pasos del tipo en cuestión. El salto en la charla es el salto de un programa a otro. Todos hacemos zapping de alguna manera. Intercalando una actividad con otra, un registro fugaz con uno más definido, un diálogo íntimo y la atención del celular (la botonera del celular, de paso, es el más poderoso aliado del control remoto). Sólo nos damos cuenta cuando nos toca la peor parte o, en su defecto, al registrar la situación desde afuera del nuevo ambiente creado por el influjo tecnológico.
El efecto global es que la llamada realidad se nos presenta como una sucesión de fragmentos dispersos, desprovista de un hilo conductor. Por eso hay gente que recurre a las disciplinas orientales o se hace adicta al vodka con Speed. Buscan, a través del éxtasis espiritual o la embriaguez, recobrar ese hilo de Ariadna que nos daba la ilusión de ir hacia algún lugar.
Por lo mismo, “La vida como un zapping” fue otra de mis notas malogradas. Cada vez que me ponía a tipear unas líneas, mi mente saltaba a un campo de tulipanes, atravesado por una holandesita que fumaba cannabis.

LA ZURDA DEL FINAL
Queda, por fin, el recurso del material de parrilla. Ese era el nombre que se le daba en las redacciones al material de repuesto, que aguardaba en una canastilla por si había algún hueco que cubrir. Cuando quise disponer de una parrilla personal, fracasé rotundamente. Casi nunca tenía notas disponibles y si tenía, no encontraba la canastilla. Recurro entonces -sólo en ocasiones excepcionales- a una nota publicada años atrás a propósito de un tema que reflota. No es indecoroso si se menciona la fuente. Maradona, por ejemplo, es un tema que reflota. O que siempre está flotando. Anoche, en un momento de desvelo y haciendo zapping con mi memoria, llegué a un título que, entre las notas que había escrito sobre Diego, me despertaba algún afecto. Era un montaje entre una zurda mágica que se desmarcaba sin que nadie pudiera detenerla y los crujidos de un país que parecía temblar, convertido en un gran aquelarre. Me desperté con la intención de buscarla pero al enfrentarme a la pila de recortes que debía revisar para tener chance de encontrarla, me dí cuenta que me llevaría menos tiempo escribir el pastiche que estoy terminando.
La nota se llamaba “La zurda del final” y me sigue gustando aunque apenas recuerdo lo que decía.

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