martes, 13 de octubre de 2009

ARQUEOLOGIA URBANA: Gato Viejo

Investigación. arq. Gustavo Fernetti | Docente de la Escuela Superior de Museología de Rosario
Fotografía: Diego González Halama

Encontré la tarjetita dentro de un libro. Casi no recuerdo cuándo fue, pero la tarjeta allí estaba. Gato Negro Motel, bramaba desde el papel amarillo por los años. De otro lado, uno se enteraba que era una invitación especial: todos los días a toda hora, excepto los sábados de 20 a 5 horas, uno abonaba 350 pesos argentinos. Por lo menos, hasta el 30 de septiembre. La tarjetita tiene hoy 25 años.

Muchos años y varios amores pasaron por esa tarjeta, hasta invalidarla. Muchas traiciones, muchas aventuras que no se dieron.
Claro, la tarjetita es una promesa, una esperanza, la de encontrar esa persona ante la que uno -obligadamente- deberá exhibir la promoción, la oferta a la vez sublime y aterradora de ir al telo. Recordé que no era fácil exhibir esas cosas en 1984.
Uno debía -previo paso por la peña donde escuchábamos a Baglietto, empachados de democracia flamante- comentar, sugerir, sutilmente deslizar, que estaba dispuesto a usar, de una vez por todas, la tarjetita en el Gato Negro Motel.
No espere el lector que abunde en detalles escabrosos. Más interesante es el contexto.
Después de ocho años de dictadura, nos sacábamos la modorra de la cabeza y la entrepierna. Todavía rugía el contador García, presidente de la Liga de la Decencia, en contra del destape general, de las películas que entraban al país y que si las vemos ahora, son bastante pavas. En esa época hacían bramar más de un capelo cardenalicio. Alfonsín estaba exultante. La primavera de su gobierno era pura declamación, pura retórica esperanzada, como la de la tarjetita. Más adelante vendría otra primavera, la del Plan. Pero en 1984, “Alfonso” estaba nuevo y casi sin ojeras, el peronismo deglutía la amarga derrota y Franja arrasaba en cuanta elección aparecía en la universidad. La inflación no paraba, sin embargo. Los dólares se compraban como fruta fresca, y nada era más seductor que irse a un baile a escuchar Gracias a la Vida, cantada por la Negra. Otros, los más chetos, bailaban Génesis, sobre todo Illegal Alien. Se bailaban las lentas, que aseguraban al tacto el destino de la noche, en forma y contenido.
Las facultades -por lo menos a la que fui- eran un caldero de ciencia política. Se hablaba en asambleas hasta para discutir el orden de asientos en la asamblea. Las discusiones eran tremendas, agitadas, bullentes.
La tarjetita sigue allí, ignoro para qué la tuve, para qué era, y aunque es obvio, por algo fue a parar al libro. Disculpará el amable lector la subjetividad, el poco rigor histórico, pero no me acuerdo.
Las mujeres nos atosigaban sexualmente a los hombres con sus eróticos mamelucos celeste cielo, y debajo, naranja fanta. El destape asustaba desde los kioscos, con mujeres semidesnudas que hoy nos parecen gordas y cetáceas, y tal vez un poco más decentes. Las chicas estaban así de flacas, me decía un amigo, y las miraba así de flacas. “Levantar” era casi un asunto de política: era frecuente llevarse a la catrera a una minita que hubiese discutido con nosotros el problema epifenoménico de la democracia, por horas. La discusión política terminaba, seguro, entre las sábanas a eso de las 3 a.m.
La “Gesta” de Malvinas nos había dejado desolados y a la vez, olvidadizos; nadie comentaba nada de eso, pero sí de los juicios a las juntas, como se decía en esa época. Verlos a los bigotudos en un estrado, sin edecanes alrededor era un bálsamo ante tanta muerte, tanta soberbia, tanto acero inútil; el desarrollo del juicio, seguro les hizo extrañar esos edecanes y ese metal; las manos crispadas en la baranda de madera lustrada dejaban claro esa intención de matar a estos civiles rebeldes, categoría sociológica que me incluía, por supuesto. Me acuerdo que con Cristina en el aula entonamos el “Todavía Cantamos” de Heredia cuando los condenaron.
Los traidores estaban dando vueltas, sin embargo. Espiaban con descaro.
Es que había que sacarse de encima a algunos personajes.
Sacar a Humberto Riccomi, el rector de la UNR fue, literalmente, una lucha. Los pibes nos acostábamos en la vereda de Córdoba, apoyando la espalda en la neoclásica pared del rectorado, mientras los pesados de anteojos negros saltaban nuestras piernas con las Itakas colgando. Nos animábamos a insultarlos sin problemas, y ellos se animaban a sacarnos fotos con el mismo desenfado. Nadie -ese era el límite de nuestra conciencia histórica- recordaba que justo enfrente y en el Rosariazo, mataron a uno, donde está LT8.
Al final, y a pesar del desacuerdo radial de Evaristo Monti, Humberto Riccomi dejó el Rectorado con la frente alta y la moral destrozada: había sido el Zar de la Universidad Nacional de Rosario por tres años, y ahora se iba por la puerta grande, como cualquier proveedor de soda, en el más riguroso silencio de la multitud.
El Gato Negro sigue mirando, viejo y cansado. La tarjeta se hace pedazos en mis manos. Es tan frágil. Circunvalación y Sorrento, dice la tarjeta: la dirección seduce. El logo es el de un gato, que pareciera inspirado en la Pantera Rosa, pero negro, claro, unas estrellitas que deben simular lucecitas de ruta, lo rodean como un marco, al gato; no es una propaganda muy seductora, pero se supone que es para que uno vaya sin pagar de más. Se supone que la seducción estaba en la mujer que llevaríamos al lugar.
No recuerdo la zona, que se me figura rural, lejana. Sí recuerdo los amores, las aventuras, las peñas, las gauchadas y las traiciones, el natural desenfado del estudiante universitario: recuerdo que la facultad la hice de taquito, siempre riendo, nunca estudiando. Nada era más fácil que ir a la facultad. Me recibí, claro. Pero del Gato Negro no me acuerdo.
Me acuerdo de la militancia feroz, pasional, tanto para discutir sobre economía como sobre la altura del tapial medianero del proyecto de Arquitectura I que estábamos dibujando y no se construiría jamás.
Lo que no se discute, no sirve, bramábamos desde la módica altura de un taburete universitario, y había gente que apoyaba la moción, y otros que no, pero sin decir que eso sirviera. Finalmente, los partidos minoritarios dejaban los temas importantes -como llevar una copa de leche a Barrio Toba, por ejemplo- para el final de la asamblea, cuando la desgastada gente se iba yendo a dibujar a sus casas y quedaban unos pocos fieles al proyecto, más cansados aún.
Ir a la Facu costaba un ojo de la cara. Dibujábamos con lo que se podía: papel de estraza, cartulina reciclada. Se dibujaba con lápiz, tinta, o café o mate. Todo servía. Los amigos eran para siempre, o al menos hasta sexto año, raro el que se casó con la novia de la secundaria, que quedaría en el olvido.
La entrada al Gato Negro -el turno, bah- costaba 350 pesos argentinos, lo mismo que doce diarios La Capital, diez kilos de carne, treinta litros de nafta; pero la inflación lo comía todo, de a poco, de allí la escasa validez de la tarjeta del motel. Había un 6,8% de desempleo, y 900 industrias menos que en 1974.
Los que podían, se las rebuscaban vendiendo cositas viejas en el Mercado de Pulgas -lo del Retro es un viejo invento- o poniendo el kiosquito, o manejando un taxi: de ahí la mala broma acerca de los arquitectos como choferes ideales de taxímetros. Un sueldo mediocre rondaba los 13000 pesos argentinos.
Pero del gato, nada.
Hojeo lentamente las páginas del libro -son las 5 tesis de Mao- y nada. Es más, dudo que yo haya sido, en algún momento de mi escuálida vida política, un marxista maoísta, yo que creí en las bondades del Bisonte Allende, viejo traidor de cuanta promesa hizo, con su comunismo no comunista.
Las 5 tesis del chino son viejas y amarillentas como la tarjetita, y también hacen promesas, dan esperanzas, modelan conductas.
Tal vez 25 años no son nada; tal vez no son más que experiencias, recuerdos.
Pero allí está su potencia. La experiencia es potencia. Tener 25 años sobre el lomo implica, prácticamente, la aparición de una generación potente, activa; pero también la inocente creencia que las cosas eran muy diferentes a las de ahora, si leemos el catálogo de nostalgias que arriba hemos enumerado.
Si los tiempos significan evolución, poco hemos cambiado.
Sobrevivieron viejas mañas, o mejor, se desarrollaron las mejores agachadas de la política. Los que proclamaban la democracia, no la perfeccionaron, sino que la usaron como campo para legitimar el latrocinio; criticar es ser un golpista o un reaccionario, un demodé, un facho. Por el otro lado, cualquier medida que afecte intereses es una medida dictatorial, autoritaria, fascista. Por supuesto, olvidado ya el concepto mismo de fascismo, que tanto se discutía en la facultad, allá por 1984.
Nos hemos olvidado de discutir, de debatir, de bramar ofendidos, pero con la conciencia que cumplimos con nuestro deber colectivo, y no de sector. Ya nadie quema simbólicamente el ataúd de su oponente, pero nada hará si, convenientemente, ese cajón se llena. La militancia es tiempo perdido, la política corrupta, el “no te metás” una marca registrada del argentino de clase media, participar, un hobby freak. ¿Será que esa educación cívica, que nos daban en la secundaria, está gastada como esa tarjeta? ¿o esa educación que explotó en 1984 fue eso, una explosión, un rush cívico, como el de los rosariazos, los saqueos, las asambleas barriales?
Es que 25 años son muchos, pero también pocos. No se genera una cultura de cambios en pocos años, hay avances y retrocesos, aunque parece que estamos en esa última etapa.
Guardo la tarjeta en su libro, que hojeo por última vez.
Me doy cuenta que no es mío, que la tarjeta no es mía, y que de alguna manera los 25 años que pasaron no debieron borrar –como lo hacen- el placer del encuentro fugaz, el dolor de la separación, los momentos, de las cuales quedan tres o cuatro. Nada más. No soy tan viejo como para que me gane el olvido.
Ignoro el motivo de la tarjeta, y si el Gato Negro está todavía en funciones. Decido que jamás fui a ese lugar, porque inducir a falsos recuerdos es más peligroso que cualquier Alzheimer: nos obliga a actuar como el recuerdo desea. Decido guardar la tarjeta en el lugar exacto donde estaba, que llegue intacto a su destinatario, a su dueño original, si es que llega, entonces será como un mensaje intemporal, lejano y a la vez concreto, como un museo portátil.
También decido otra cosa, tal vez más importante: leer a Mao.
Nunca es tarde para volver a hablar de política, 25 años después, y tal vez todavía la política garantice el levante. Es cuestión de creencia.

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