sábado, 19 de septiembre de 2009

Cócteles, hosteles y palieres

Por Bruno Javier Del Barro | 21 años
Sábado a la noche. Cumpleaños de rejunte. Esos que hacen una ensalada de conocidos de por lo menos hace cinco años atrás a la fecha: amigos, ex novias, enemigos, desconocidos y posibles pretendientes. Personajes insoportables o que no te soportan, pero al fin y al cabo un suceso en el año del que no hay escapatoria. Todos vamos por el cumpleañero, por más que deseemos asesinar al resto.
Me aparecí por el boliche lo más tarde posible, claro.
Todo tranquilo al principio, hasta que en un punto glorioso de la noche alguien sugirió tequila. Les dije sinceramente que no sobreviviría: mi estómago era una caldera de gaseosa, vino, energizante y cerveza, así que decidí no ser partícipe del crimen contra mí mismo. Ya tenía una mala experiencia con tequila y desde entonces no puedo ni olerlo.
En seguida los muchachos estaban metidos en el cachengue general; echando el ojo a las parroquianas de turno, pero aún sin el valor de plantearse un objetivo y encarar a una de ellas. Los invitados se encontraban distribuidos por todo el local en varios círculos cerrados, machos en su totalidad, con al menos un porrón circulando en cada grupo.
Precisamente cuando me aparté para buscar una silla, sentarme y fumar, una chica irrumpió en el circuito que acababa de abandonar para pedir cigarrillos, y pareció que los muchachos le sacaron tema, porque se quedaron hablando un buen rato. Sus receptores ocasionales - yo los conocía- no estarían dispuestos a ser sinceros ni a dejar de lado el carisma.
Era la única mujer en varios kilómetros a la redonda o al menos cerca de nosotros, y todos los otros, que miraban de lejos con recelo esperaban tener la oportunidad de meter su bocadillo, ya que era ella quien se metió en nuestro territorio, es decir que los del cumpleaños tendrían el derecho de acercarse, pensaban, y jugar de local, con el apoyo de su equipo, aunque sólo habría un vencedor, excepto, claro, que aquella tenga amigas…
Si las cosas se ponen densas, nos mantendremos cerca, si el caso es todo lo contrario y la hembra elige a su hombre, el resto de la manada se ve obligada a retirarse.
Decidí arriesgarme. Me acerqué. Se callaron, y los miré: a mis dos amigos y a la joven, y me miraron… ¿Tenía que decir algo? Me quedé ahí parado como un pelotudo varios segundos.
Perdí mi oportunidad de una buena entrada. La muchacha continuó hablando.
-¿Saben la canción que falta pasar? “¡Brindo por las mujeres…!”
- No -interrumpí- por las mujeres no.
- Aaaah jaja, a vos te pasó algo, ¿eh? -dijo ella- Una mala experiencia ¿O no?
- ¿A mí? -sonreí- Sí.
Luego se le ocurrió compartir a viva voz su visión respecto a la eterna discusión sobre qué hace a los hombres diferentes de las mujeres. Traté de seguirle el juego por un momento, contradiciendo, aceptando, como si me importara algo de lo que decía.
A las mujeres nadie las puede engañar: cuando notan que quien tienen en frente es un paparulo que encima no está en su mejor noche, este tipo se torna invisible para sus ojos, un objeto inerte, no más útil que una pared, y así me encontraba yo en ese momento. Muerto. Pero no era una experiencia novedosa para mí, de hecho era un inconveniente que cumplía ya más de cien fines de semana y su frecuencia iba aumentando.
“Brindemos por eso”, me dije. Y terminé el contenido del vaso de un sorbo.
Miraba para un lado, para el otro, al parecer la charla entre los tres parecía interesante, y yo seguía ahí parado, insultándome para mis adentros, sin hablar ni escuchar más que un zumbido en la cabeza, pero se reían y movían mucho los labios, así que podía apreciar que se divertían. Si aún conservaba rastros de sentido común, me retiraría lo antes posible con algo de dignidad.
Y nada, podríamos decir que hubo un vencedor más tarde, que acabó bailando sólo con ella y sus amigas la danza triunfal del reggaeton, mientras el resto de nosotros observaba.
Para ir al baño debía atravesar el bailongo. No me acuerdo que fue lo que le dije a la joven, pero ella, sin escucharme, me preguntó:
- ¿Te puedo decir una cosa?
- Sí.
- ¿Sin que te ofendas?
- Eh, sí.
- No es por nada, ¿no?, pero… me caes rrrrrrrrrrrrrrrrrrrre mal.
- Ah.
Y me fui al baño.
“¿La puta madre, tan pelotudo soy que no se aguantan ni las ganas de decirlo?”
La chica parecía honesta, por lo menos. Luego pensé cómo podría utilizar eso a mi favor. No podría irme, sin hacerle unas preguntas antes. Era la chica perfecta: objetiva y completamente desconocida. Tal vez era mi oportunidad de averiguar qué es lo que los demás notaban extraño en mí.
Le preguntaría de la forma más precisa posible, con el objetivo de inquirir en la razón de tan desagradable sentimiento hacia mi persona, en una oración perfectamente elaborada.
- ¡¿Por qué?! -le dije cuando me la crucé nuevamente.
- ¿Eh?
- ¿Que por qué?
- Eh... ah... jajaja. Nada. Jodía. ¿Todo bien, vos?
- ¿Vamos a tomar un porrón? Vos también -me dirigía a la amiga que estaba con ella.
Fuimos, pero vino sola. Eugenia se llamaba.
Se hizo tarde. Los patovicas nos invitaban a irnos y nosotros dos con un porrón sin terminar. Su poder femenino frente a los hombres de la seguridad logró darnos unos minutos más. Al final nos permitieron retirarnos con dos vasos bien cargados.
Poco y nada hablamos dentro del local, pero lo importante estaba claro: éramos sólo un par de adolescentes curiosos e intuitivos que querían conocerse, y escapar del papel que nos habían impuesto antes de entrar. Porque eso sentíamos, que habíamos subido a un escenario, cada uno con su personaje, cual obra teatral.
Salimos. La calle era nuestra. Fría, silenciosa, sin los pesados amigos que nos conocen y condicionan.
Éramos libres. Ella no era ninguna chica de esas modernas que no tienen preocupaciones -tan de moda hoy en día- y yo no era ningún pobrecito. Había que volar aunque sea por un rato. Supuestamente, la acompañaría hasta la casa (vivía a dos cuadras, me dijo), pero nos desviamos para otro lado. Resulta que no teníamos la intención de ir a ninguna parte.
Aseguraba que conocía un hostel, con “toda la buena onda”, en que sus habitantes siempre ocasionales vivían trasnochando. Su idea era fija, así que pasamos un buen tiempo recorriendo las calles vacías, en busca de un lugar que a mi parecer era imaginario; no se lo discutí, porque de todas formas la caminata nos permitió conocernos mejor y encontrar uno en el otro, un lugar donde volcar nuestros ideales, prejuicios y escurridizos sentimientos.
En el paso encontramos varios hosteles, y Eugenia tenía la impertinencia de entrar directamente o golpear muy fuerte la puerta, cegada en su esperanza de dar con ese mismo hostel al que alguna vez concurrió pero nunca supo exactamente la dirección. Como era de esperarse, sacábamos a la pobre gente de sus camas, que nos decían educadamente que allí no había nada, excepto personas decentes tratando de dormir, ante la insistencia de esta desvergonzada muchacha de que nos dejaran entrar sin ningún motivo y que si de casualidad no “había una fiesta” allí.
Nos retirábamos, pero la situación era tan inusual que al instante nos revolcábamos de la risa por la estupidez que acabábamos de hacer.
-¿Te puedo dar un beso en la mejilla? -me preguntó.
- Claro.
Antes de pasar por el último hostel, en una plaza, la besé en los labios brevemente. Le agradecí, como si me hiciera una especie de favor.
Finalmente, llegamos a su casa, mejor dicho, a su departamento. Dijo que entráramos al palier, que estaba calentito, y allí nos tiramos, en el palier de su edificio, enfrente de uno de esos espejos típicos del ambiente.
Charlamos por horas, entrado el amanecer, hasta terminar todos los cigarrillos que teníamos. Nos dimos cuenta de que no éramos muy diferentes, pero podría decir que llegué a conocer todos sus secretos…
No voy a decirlos. Prometí guardar silencio.

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