sábado, 19 de septiembre de 2009

ARQUEOLOGIA URBANA | Elogio de la traición

Investigación: arq. Gustavo Fernetti - Docente de la Escuela de Museología de Rosario
Imágenes: Diego González Halama

Una de las virtudes menos apreciadas de los políticos es su capacidad para traicionar. La traición tiene mala prensa.
Dicen que los romanos querían desembarazarse de un tal general Viriato, y por eso, en el año 139 a. C., sobornaron tres funcionarios amigos del tipo para que lo asesinaran. Al volver a su campamento, le mataron mientras dormía. Luego los tres fueron al campamento romano a cobrar la recompensa, pero el cónsul Servilio Cepión, ordenó su ejecución, con la famosa frase: “Roma no paga traidores”. Qué mal. Después de todo, habían prestado un servicio, como un plomero, o un albañil.

Por casa las cosas fueron distintas. Los traidores la pasaron, realmente, muy bien. Si miramos al comienzo de nuestra honorable historia, exceptuando el extremo caso de Liniers, muy leal a la corona española y por ello fusilado, los próceres de Mayo traicionaron de lo lindo. Hasta se dieron el lujo de seguir gobernando en nombre del traicionado, Fernando VII.
Otras traiciones han engalanado nuestro muestrario de dobleces.
Finalizada la batalla de Ituzaingo, con una rotunda victoria argentina sobre los brasileros, el ministro del exterior de Rivadavia, Manuel García se ocupó muy bien de dar vuelta la aplastante victoria. Don Manuel no cejó hasta vernos de rodillas. Por culpa de García, Uruguay pasaba a ser parte del Imperio Brasileño, para después arreglarse a instancias de Inglaterra la independencia oriental. Mirá vos. Rivadavia tuvo que renunciar por ello, lo que es una injusticia flagrante de la Historia.
Memorables son también las traiciones supuestas, como la de Rosas con Quiroga, o las más concretas, como la de Lavalle con Dorrego, al que fusiló gracias a la benigna traición de los oficiales del muerto. Lavalle incluso, a su vez fue traicionado, porque nadie sacó la cara por él: Salvador María del Carril, en una carta, aconsejaba el fusilamiento; y astutamente decía en ella: “cartas como estas se rompen”. Ese es un hombre. Dorrego fue depuesto por un artero golpe de estado unitario, solución argentina a todas las cosas.
Otro traidor de prestigio es Bartolomé “Bartolo” Mitre. No hay ciudad o pueblo que no tenga una calle con su nombre.
En la Guerra del Paraguay se comportó de manera poco ilustre. Dicen que los brasileros pedían directamente su relevo, por su ineficacia. Tal vez sea una traición oral de los brasucas. Lo cierto es que Mitre ya había traicionado antes. Derrotado en Cepeda, volvió a Buenos Aires y en vez de esconderse en el cuartito del fondo, dijo bravamente:
“Buenos Aires, me entregaste tus tropas, ¡aquí te las devuelvo, intactas!” Eran ocho tipos. Pero los porteños querían creer. En Pavón se comportó de forma similar: derrotado inicialmente por Urquiza, vio con rapidez de buitre la astuta retirada del entrerriano, más interesado en sus negocios que en caer en una batalla que sabía ganada de antemano, la económica. Derrotado, Mitre volvió como ganador y como se comprenderá, no hay mejor abono para que crezca la traición que una falsa victoria.
Porteño hasta los calzones, Mitre se resistía a federalizar Buenos Aires, y sublevado contra el presidente Avellaneda en 1874, presenta batalla en La Verde, y es derrotado. Criticado por su escaso brío, pudo decir las palabras clásicas: “entré a la revolución para desarmarla”. Un pacifista.
Cuando se sublevan los radicales en la Revolución de 1890, al mando de Leandro Alem, Mitre se pliega al movimiento. Pero sabedor de lo que se venía, y en connivencia con Julio Roca -otro viejo zorro-, sabiamente se fue de viaje de descanso a Europa, aún cuando era originalmente fundador de la Unión Cívica. Bien por Bartolo: cuando regresó, una vez caído el movimiento y el gobierno -ambos adversarios de don Bartolomé- pudo recoger los frutos políticos: en dos años, era presidenciable de nuevo, y Alem se había suicidado.
Otro que se las trae es Sarmiento, el idolatrado maestro de las ídem, sobre todo en lo referido a Rosario.
Cuando vino a esta ciudad de boletinero del Ejército Grande al mando de Urquiza, (compuesto por argentinos y brasileros, para derrocar a Rosas) se deshizo en elogios a Rosario, tantos elogios que fue reprendido por creer que la prensa, bien manejada, sustituiría a la espada del entrerriano.
Pero hete aquí que la espada no lo es todo: para las grandes movidas está la transitada traición. Candidata a Capital de la Nación, Rosario veía un futuro importante, nacional. Sarmiento no podía con su porteñismo, y el Maestro de América llamó a Rosario “hija espúrea” (es decir, bastarda) y, tal vez acordándose de haber probado las ametralladoras Gatling en las paredes del Colegio Nacional, vetó dos veces la ley que se había votado favorablemente a nuestra ciudad. Por supuesto murió, como otros traidores satisfechos, en el dorado extranjero, el Paraguay, ya depurado de “esa excrecencia” que eran los paraguayos. En Rosario posee un monumento que incluso desvía una calle.
Pero hay más. En Argentina hay traidores para todos los gustos
Hay traidores amigotes, como José Félix Uriburu, que después de haber peleado en la revolución radical de 1890, derrocó a un compañero de luchas, Hipólito Yrigoyen, siendo amigo de su sucesor, otro radical, Marcelo de Alvear.
Modernamente la traición no ha disminuido, no, por supuesto que no.
Ante los graves problemas del país, la traición ha aumentado, porque la puñalada trapera es el recurso heroico de los que no pueden ser héroes ¿vamos a culparlos por ser así? No se trata de acostarse con la esposa de un amigo, o de quedarse con la plata de jubilación de la nona. No. Se trata de militares y civiles que, olvidándose de quién les da de comer, picotean la mano que les dio el alpiste, incluso tratando de amputarla, para vender en su beneficio ese exquisito cereal.
Frondizi fue otro oblicuo: ganador, por la orden de Perón de votarlo (el general estaba proscripto), apenas subió a la presidencia se olvidó de las condiciones que lo hicieron subir, por lo que duró bastante poco en la consideración peronista, que no movió un dedo por salvarlo. Onganía fue otro traidor famoso, luego de estar del bando de los legalistas (militares azules, partidarios de la Constitución, enfrentados a los colorados, partidarios del gobierno militar), derrocó a Arturo IIlia, supuestamente para mejorar el país, y dejándolo peor, claro. Por supuesto, fue traicionado por sus camaradas, que lo echaron.
Cuentan que Perón se movía como pez en el agua entre traidores.
Incluso decía que los malos eran más que los buenos, y que si solamente gobernaba para los buenos, éstos serían muy poquitos. Los dichos del General son un muestrario de astucia. Famosamente, luego de que colaboraron con su retorno, traicionó a los Montoneros, esa “juventud maravillosa” que se fue de la plaza en 1974. Por supuesto, López Rega no veía en el General a un traidor.
No hablaremos demasiado de los militares: aprendieron a traicionar en las academias. Manejan el doblez, la agachada, como el sable: por el mango.
Sus ministros son otra cosa. Sus traiciones tienen objetivos claros: beneficiar al extranjero, por lo que no suelen ser comprendidos lo suficiente. Baste como ejemplo, un solo acto fallido de traición de Lorenzo Sigaut: “el que apuesta al dólar pierde”. El pueblo, siempre con su mala onda, y que conoce a sus más amados traidores, caza al vuelo la trampa del ministro y corre a las casas de cambio. ¡Que gente mala y traicionera!
Ya en estos tiempos las traiciones se vuelven más queribles, al punto de considerar al traidor como un líder, un estadista, o un Pater Patriae.
Hay traiciones entrañables, como la de Alfonsín, juzgando a los militares para luego perdonarlos después de la derrota política del movimiento carapintada. O la encantadora traición simbólica de un puñado de sindicalistas dueños de caballos de carreras, cuando los obreros lo único que podían comer era pasto. Celebre frase de sindicalista: “a nosotros no nos van a meter el dedo en…” para que después el trabajador tenga que pasar obligadamente por el proctólogo, mientras el otro cena en el Hilton con embajadores y empresarios.
Con Menem, sin embargo, la traición asume un carácter casi festivo.
Es lindo traicionar.
Traicionar es transgresor, es un deporte, es reloco, es lo más.
Luego de prometer con el lema “Síganme, no los voy a defraudar”, la “Revolución productiva” y el famoso “Salariazo”, un día da un aumento irrisorio y casi burlándose, dice “ese, ese era el salariazo”. Su receta era la misma que la de su adversario, Angeloz: devaluar, privatizar, des-estatizar. Todavía no se sabe porqué ganó cuatro veces seguidas, es posible que por costumbre. Su gobierno se llena de traidores: oligarcas que se vuelven peronistas, gorilas que se saludan con militantes de unidad básica, peronistas que viven en Cancún, sindicalistas que jamás beneficiaron a un obrero. Gente que tragaría kerosén antes que escuchar la marchita, la canta a voz en cuello apagando los hornos de SOMISA. El almirante Rojas es recibido por un presidente peronista, mientras viejos militantes liberales – como el Chancho Alsogaray y su hija hoy convicta- ocupan cargos en el gobierno.
Traicionando el credo peronista –que ya nadie lee- Menem privatiza lo nacionalizado, nacionaliza lo que es privado y que pierde plata, se entrevista con enemigos, se mofa de los intelectuales siendo un abogado, expulsa por medio de un brigadier a su mujer e hijos de Olivos, sale con minitas, comulga en misa los domingos. La lealtad antes que nada.
Viejas caras vuelven de la noche, perdonadas por la traición. Los militares son indultados, en una traición a las banderas que impusieron la democracia: “Juicio y castigo”. Minga. Alfonsín vuelve a traicionar, luego de haber despotricado contra Menem. El Pacto de Olivos permitió la reelección, a cambio de establecer la figura de primer ministro ¿usted alguna vez vio uno? Menem fue reelecto, por lo que traicionó al difunto don Ricardo Raúl, que se quedó con las ganas de ser un nuevo Churchill.
Domingo Cavallo es también un traidor, pero recurrente, amigable, preocupado por el país. Necesitados de más traición, lo volvimos a llamar (estaba en E.E.U.U.) y, como era previsible, nos traicionó nuevamente, impidiéndonos el libre manejo de nuestros dineros, excepto, claro, que fuésemos sus amigos. Ah, aún está disponible, a nuestro servicio, por si algo pasa. Llore, ministro, llore, que lo comprendemos.
Modernamente la traición se ha vuelto casi cotidiana, corriente, vulgar. Decirle garca a alguien es casi un elogio a su viveza, deplorando que nuestra capacidad traicionatoria no llegue a tan excelsa altura de inteligencia humana.
La clase media apuesta por la traición, la desea, la solicita; espera la traición como se espera que el viejo abuelo se queje del reuma. Un intendente renuncia, traicionando el mandato; años después es casi linchado en una estación de servicio por traidor; luego es dirigente de un equipo de fútbol; tildado de traidor vuelve a irse, y es aclamado por su retorno. Un gobernador hace todo lo que no debe hacer, en su gobierno se mata gente, a palos o ahogada, se pierden bancos públicos, y sin embargo gana las elecciones. Grotescos panqueques permanecen en sus bancas legislativas hasta volver a ganar; los que formaban un bloque partidario, lo abandonarán como quien larga un pucho en la calle ante el menor tropezón electoral. La natural virtud de la “lealtad” tapiza las paredes en afiches partidarios, cuando nadie debiera mencionarla: debiera ser condición indispensable para el cargo público.

Ante esta habitual forma de comportarnos, voy a enunciar dos hipótesis:
O la traición es inocua, lo que significa que nadie ha hecho demasiado daño en el país; o la traición es beneficiosa, lo que implica que, de no haber sido constantemente traicionados, el país estaría mucho, mucho peor de lo que está.
¿Por qué digo esto? Digo esto porque no se explica que nosotros, habiendo sido traicionados constantemente, viejos y nuevos traidores sigan siendo votados, premiados y galardonados con cargos, despachos, estatuas y calles, viajando por Miami, triunfando en sus profesiones, pagando matones, traficando efedrina, viviendo con un lujo que pagaría la comida de miles, cuidados por una policía pagada por todos, y cobrando un sueldo de astronauta suizo. Digo esto porque no se explica de otra manera que los panqueques de corazón vayan delante de los que tiene el alma de acero. Digo esto porque no se entiende de otra forma que la patria jamás demande, y que el juez nunca encarcele, el embajador jamás extradite y los traicionados nunca se rebelen.
La traición debe ser reivindicada, o al menos entendida. No por perdonar a los traidores, que ojala se pudran en el más hondo de los quintos infiernos.
Es para, al menos, saber por qué diablos hacemos lo que hacemos.

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