martes, 18 de agosto de 2009

Por Bruno Javier Del Barro | 20 años

Las caras de los compañeros de trabajo, amigos, familiares y desconocidos demostró la misma sensación de pesadez y ofuscación ante la mención de elecciones que cuando recuerdan que olvidaron pagar un impuesto. Ese instante en que inmediatamente nos viene a la cabeza imágenes del embotellamiento del microcentro, ningún espacio para estacionar y una larga cola en las puertas del banco.
Se hizo notorio en los últimos tiempos el interés paupérrimo de los jóvenes por el ámbito político, declarando abiertamente que este es “poco” o “ninguno”. Así dicen las encuestas, que un 75% de nosotros no tienen idea de nada y alrededor de un 95% no adhiere a ningún partido político. Una muchacha, incluso, declaró que votaría al “más lindo” o al que tenga “menos cara de forro”.
Entre conversaciones más profundas, una opinión compartida me pareció, por lo menos, valedera: la indiferencia de los jóvenes por la política continuará, mientras se perciba ese mismo sentimiento de la otra parte.
Varias deberían ser las cuestiones a analizar pues, paradójicamente, más de la mitad de los jóvenes también asegura que si ellos participaran, las cosas andarían mejor.
¿Qué entendemos entonces por política? ¿Gestión? ¿Democracia? ¿Participación? ¿Conciencia cívica? Mmm, términos muy familiares. Todos aseguraron que los escucharon en la tele y en la radio millones de veces, y no tantos, en la escuela departe de un profesor, pero también unos pocos dicen que tuvieron que estudiar esas palabras para algún examen, pero luego nunca más las utilizaron. Ya de por sí, el inconsciente nos dice que la política es cosa de adultos.
Un estudio más hondo parece decirnos que la palabra política es un concepto primitivo que produce rechazo. Este, como otros términos, suena repetitivo y desprovisto de contenido. Cuando en la secundaria nos hablaban de significado y significante, es este un caso en que la palabra, ese conjunto de letras, al igual que otras propias de la jerga, como “política de estado”, “acción gubernamental”, “desarrollo económico”, “mecanismos constitucionales” etc., nada significan y absolutamente nada es lo que percibe un joven.
Y el adulto promedio, ¿sí sabe?
Todos los electores obligados por mayoría de edad, ¿tienen a su disposición los medios necesarios para conocer objetivamente a los políticos y sus propuestas? En las elecciones, ¿sabíamos absolutamente todo lo que teníamos que saber de un candidato antes de votarlo?
¿Hay razones para creer en la política? Sí, dirán. Ahora, ¿hay iniciativas que crean medios que despierten el interés masivo necesario para una nueva generación que participe y posea consciencia cívica?
¿Pero en qué se diferencia al adulto? ¿En qué está más interesado? ¿Eso quiere decir más instruido? Yo creo que no.
Alguna vez los adultos estuvieron en la misma posición de ignorantes y muchos continúan hoy en ese mismo lugar pero con pequeñas diferencias. Es una cuestión vivencial, de crecer y madurar, convivir, aprender a hablar o hablar y aparentar saber de qué se habla.
Con el tiempo, de tanto escuchar a nuestros mayores, las ansias de buscar a un responsable invisible para nuestras penurias, la falta de tema de conversación, la cantidad y la poca calidad de nuestros medios de información, conllevará rápidamente a las futuras generaciones a aprender que la plática política no tiene nada que envidiarle a las charlas de fútbol. Basta con saber un hecho aislado, como errarse un penal, para condenar a alguien para todo el campeonato.
El hombre común, que manifestaba estar interesado o que decía ser estudioso del terreno previo a las elecciones, no logró darme una visión menos superficial que la joven anterior que resumiría su voto en la apariencia, con argumentos basados en la intuición. Hombres de bar y café, que rutinariamente leen el periódico no pudieron describirme a cada candidato en más de una oración extremadamente subjetiva.
A los mayores de edad, que descargan su ira contra el televisor o que se alteran al leer la sección política del diario y farfullan para sus adentros, no se les puede llamar precisamente “apasionados” por la política.
La población juvenil puede tardar en tener noción de que es afectada por decisiones gubernamentales. Pero la población activa y los ancianos, desde su lugar, sea hombre de campo, jubilado, quiosquero, empresario o travesti, se aferrará a aquel suceso aislado que desde la administración del estado lo haya favorecido o no. De este vulgar acontecimiento, se puede decir que se disparará una “mentalidad” o “razonamiento” político.
El joven que no sabe, simplemente dirá que no sabe, ya de adulto, notará que no es necesario -a menos que sea la tesis del último año de Licenciatura en Ciencias Políticas- tener los datos suficientes y comprobados sobre la mesa, para levantar el pulgar o descargar la ira acumulada hacia donde parezca oportuno.
Otro cuestión, son esos intentos forzados de que el joven se interese porque así tiene que ser, que no es ningún feraz incentivo, precisamente. De hecho, es todo lo contrario. Si la política fuera una auténtica alternativa más allá del discurso que diga que lo es, y se demuestre simplemente, en la vida cotidiana, creo que los jóvenes preguntaran y demandarán información, a fin de ser ilustrados. Porque nadie más que el adolescente, busca un lugar donde ser escuchado.
La apatía no sólo está justificada, sino que también demuestra la urgencia por algo nuevo, que también puede significar desconocido, que quizá no sea lo que hoy se entiende por política. Detrás de esas encuestas podríamos observar con lupa que, el joven, idealista y con toda una vida por delante, es quien tiene fe en un futuro mejor, por el contrario, el adulto tiene saturación y acostumbramiento, la visión de un futuro cada vez menos lejano, donde las paredes se achican, lo que deriva en aferrarse a vacilaciones y a lo menos peor. A divagar en ese discurso ambiguo que aparenta decir algo, pero que en los hechos es más de lo mismo.
Una juventud capaz existe, pero se irá tergiversando y adulterando cuando este potencial sea ajustado para acabar encasillado al oficio correspondido en nuestro orden social, una labor remunerada predispuesta para cada uno, con sus parámetros establecidos previamente.
Porque algunos, tal vez sí se encuentren interesados en un futuro mejor, jóvenes lúcidos y apasionados, y por ello precisamente, no ven en la acción de inmiscuirse en la política y partir de allí para realizar cambios, una perspectiva viable. Tal vez posean visiones más panorámicos, tales como que desarrollar nuevas políticas, soluciones, etcétera, no estén en absoluta relación con el concepto, los medios y las acciones necesarias que requieren actualmente el “hacer política”. Se duda de su eficiencia práctica y se cuestiona la existencia.
No creer en la manera contemporánea de hacer política, no es no creer en un futuro mejor.

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