lunes, 6 de julio de 2009

El final de un guerrero (y la furia de los mansos)

EL FISGON | Por Daniel Briguet
La noticia decía que había muerto David Carradine, lo habían encontrado ahorcado- por lo menos ahorcado- en el placard de su habitación, en un hotel de Bangkok. La primera hipótesis fue suicidio, aunque no se descartaron otras, y el escenario parecía adecuado: Bangkok, ciudad de chicas pródigas y complacientes y de efebos que atraen a los turistas occidentales. Pocos días antes yo había tenido un sueño con Uma Thurman y se me ocurrió que ambos hechos-el sueño con Uma y la muerte de un guerrero que supo ser Kung Fu- bastaban para escribir una nota.
Lo del sueño no fue algo de otro mundo. Uma Thurman venía a Rosario para la avant premiére de una película que no recuerdo, nos cruzábamos en el hall atestado de una sala- la única sala con hall propio que queda debe ser la de El Cairo- y ella me pedía que saliéramos, porque sentía que le faltaba el aire. Luego caminábamos hacia el Bajo, yo le mostraba lo que había sido el Barrio Chino y al volver, entrábamos al Savoy para tomar un par de tequilas. Uma llevaba un peinado bastante horrible, como una señora que acababa de salir de peluquería, sus hombros eran más anchos que los de sus películas y la mini estampada que lucía dejaba ver el largo de sus piernas pero no le hacía honor a su figura. Luego venía un corte- sí, en los sueños también hay cortes-, Uma aparecía en un balcón adosado al frente de El Cairo, tomando el té con su familia, todos rubios y americanos, y me saludaba con una mano.
Al despertar, frente al televisor encendido, me di cuenta de la razón del sueño. Me había dormido mientras miraba Kid Bill 1, a la altura del cuarto o quinto episodio, y cuando abrí los ojos vi que Uma entraba a la casa de Kid Bill 2, su perseguidor perseguido, el objeto de sus desvelos y de la venganza que deberá consumar.
El típico sueño inducido, digamos, arrullado en este caso por la voz de una mujer fantástica. Allí, cuando Uma y Kid se encuentran, entra a tallar la figura de David Carradine, en un papel que le calza al dedillo. Hay actores a los que les basta entrar en cuadro para atrapar la mirada de la cámara y otros que solo consiguen llamar la atención del director de fotografía desplegando sus recursos histriónicos. David Carradine pertenecía a la primera clase, de modo que es inútil preguntarse si además fue un gran intérprete.
Lo interesante es lo que Bill Carradine dice en esa secuencia notable, ante la tribulación o el desconcierto de quién será su victimaria. Habla de su afición por la historieta- algo que el director Tarantino se encargó de subrayar en casi todas las tomas de los dos films- y de su gusto por los superhéroes. ( Es notable cómo suena el término “superhéroe” en la voz de Bill). Cita el ejemplo de Superman , su favorito, y se pregunta por qué el hijo de Jor El tiene un doble tan gris, mediocre, cobarde, como Clark Kent. Su respuesta es simple: lo tiene para decirnos cómo Superman ve a los humanos. Aquí Tarantino termina de dar un salto y ubica a su cine en una dimensión donde es la ficción la que nos observa y nos juzga. Carradine ya lo venía dando a través de su carrera, jalonada por algunos films notables y una sucesión apenas interrumpida de aventuras clase B.
Esta distinción seguramente le importaba más a algunos críticos que al propio protagonista. Miembro de una familia de actores- su padre, John Carradine alcanzó más prestigio en el teatro que en el cine de Hollywood y su hermano se convirtió en un actor de relieve sin abandonar su condición de “outsider”- David Carradine trabajó con Martín Scorcese en “Pasajeros profesionales”; haciendo el papel del juglar Woody Gutrhie, con Hal Ashby, en “Esta tierra es mi tierra”; con Ingmar Bergman en una película inusual del sueco, “El huevo de la serpiente”, y bajo la dirección de Walter Hill en la espléndida “Cabalgata infernal”, que narra la historia o la leyenda de la pandilla de Jesse James.
Pero ninguna de estas películas le reportaría la celebridad mundial que ganó con “Kung Fu”, serie recordable si la hay, por la original mixtura que propuso entre las artes marciales y el género del western y, más aún, por la repercusión que alcanzaría entre sus millones de fans. Durante los años que duró, chicos y adolescentes soñaban con emular las proezas de Kuang Chang Caine y en particular su infalible patada voladora, sin el auxilio de una cámara lenta. Y aún hoy el Kung fu figura en el repertorio de las artes de lucha orientales, de las que fue un seguro disparador.
Ideológicamente y sin violentar las reglas del relato de acción, la serie anticipó rasgos de la onda “new wage” al contraponer el rústico y violento universo de los cowboys con la sabiduría y la tradición milenaria que destilaban las enseñanzas del Maestro. El contrapunto era evidente en la narración misma y ponía al protagonista en la posición de un guerrero amante de la paz, que reaccionaba en las situaciones límites, cuando no quedaba otro remedio. El dejaba que el asedio de los esbirros se mostrara antes de ejecutar su violencia justiciera.
Esta condición conserva su vigencia ya que perfila una figura diferente de los arquetipos heroicos más tradicionales y de la lectura que el propio Bill hace del mito Superman. Lo que Kung Fu encarnaba en su deambular sin fin por un territorio extraño y hostil- “un guerrero no detiene jamás su marcha”- era la furia de los mansos, contenida de modo ejemplar en su silueta despojada pero igualmente aplicable a otros seres en apariencia vulnerables. La furia de los que soportan, se sienten hostigados, aguantan en silencio. Y nuestra fantasía era que siendo mansos, lentos de reflejos o, incluso, cobardes, todos podíamos ser héroes, aunque fuera una vez. Si no en el interior de una taberna del Lejano Oeste, a la salida de una confitería bailable, y si la ocasión no resultaba esa, bien podría ser la siguiente. Un héroe o un valiente latía en cada espectador que sintonizaba los pasos descalzos del monje shaolín.
Ambos rasgos -la del héroe violento y la del héroe manso- coexistieron en la vida de David Carradine, sin que el se ocupara de trazar un límite. El bebedor que vaciaba botellas y el aventurero de rostro achinado se fundían en su cuerpo entrenado y castigado por el desenfreno. Fue beatnik con el aliento de la generación beat y luego hippie o simplemente alucinógeno, embarcado en viajes a bordo del peyote o la mescalina, rompiendo vidrios a puñetazos porque el vidrio era un obstáculo en su marcha. Conocía los secretos del pugilato y del combate estilizado, los había puesto en práctica fuera del set, y al charlar con Tarantino sobre su papel de Bill, dicen que le comentó: “Cuando hacía Kung fu aprendí como matar una persona de nueve maneras sin hacer ruido. Tal vez pueda usarlo durante la filmación”.
Curiosamente, Kid Bill 2 termina con la muerte de Bill a manos de Uma Thurman, quien le aplica un sigiloso y letal golpe al corazón. ¿Su única parte vulnerable? Difícil responder.
En mi caso y el de otros televidentes, por la magia del cable, David Carradine murió días después que Bill cayera desplomado en el césped de su casa, bajo la mirada triste de una mujer que había jurado vengarse. Tal vez Uma bajó de la pantalla para anunciarme eso. Bajó y en el apuro se la olvidó. Las chicas como ella andan siempre apuradas. Lo que debió decirme en el sueño ya lo dije: el hombre apareció ahorcado en un hotel de Bangkok, adonde había ido a rodar otra película clase B, seguramente masticable.
Más vale recordarlo como la estrella que nunca quiso ser.
Con una patada voladora rasgando el aire.