lunes, 6 de julio de 2009

El Barco II

ARQUEOLOGIA URBANA | Investigación: Gustavo Fernetti | Arquitecto y docente de la Escuela Superior de Museología de Rosario | Fotografías: Diego González Halama

Idelfonso Ovalle recorrió las dos cuadras que había desde su casa hasta el almacén. El año 26 había sido un año como otros, o sea: miseria y poca plata. Ahora iba al almacén a gastar los pocos pesos que le darían “el material de la vida”, como él solía decir. La calle Vélez Sársfield estaba desierta a las cinco de la tarde de ese enero desértico, agobiante. Iba con su “piyama de salir”, de color celeste: se dirigía al almacén con su libreta de fiado.
La calle de adoquines era un horno, una gran parrilla de piedra. Las fiestas de fin de año habían dejado su marca de borrachos, trozos de pollo, huesos de lechón, restos de “cuetes” y botellas regadas en la cuneta (sin el contenido) y pasada una semanita, todo largaba su pestilencia. Pasados Los Reyes, la calma se apoderaba del barrio a la hora de la siesta. Pocos árboles, poca gente, hasta los chicos eran obligados a dormir. Con la fresca (digamos las ocho), todos saldrían con la sillita matera, de paja, en piyama como Idelfonso, a saludar, mirar y claro, para tomar mate. Pero a las cuatro de la tarde el clima era para lagartos, no para cristianos.
Idelfonso cruzó sin mucho entusiasmo el umbral de mármol del almacén, donde lo esperaba el viejo Roberto, recién levantado de la siesta. Don Roberto, almacenero, desconfiado y calculador. Idelfonso se aferraba con cierto miedo a la libreta negra de los fiados. Allí se anotaba lo que uno debía. La libreta, así: La Libreta. En su primera hoja decía: IDELFONSO OVALLE, escrito con las letras grandes del almacenero, era de tapa negra de tela, con hojas rayadas. Ovalle hizo el pedido.

- Tres kilos de bacalao, jefe.
- Qué mas.
- Un tarro de café…
- Y.
- Diez litros de vino. Diez, eh.
- Sí.
Don Roberto puso todo en un cajón, el bacalao, envuelto malamente en un papel de diario, el tarro, el litro de kerosén que dejaría un regusto al pescado, el afrechillo para mezclar con la harina y amasar abaratando la cosa. Don Roberto recibió la libreta negra con desgano también. Otro que habrá que esperar a que cobre.

- Esta libreta es un quilombo. La última vez que me pagaste fue hace un mes.
- Y sí, esta mal la cosa, don.
- Mal para todos. Tratá de pagarme mañana, che.
- …
Vio como Roberto le anotaba con letra prolija los consumos. No iba a estampar ningún sello “pagado”, así que el viejo la devolvió como quien devuelve un muerto. Las libretas negras lo ponían de mal humor, pero era parte del oficio.

- Tomá, pibe, la yapa (le entregó unos caramelos), para el purrete.
- Gracias, jefe.

La diferencia en el trato era por la edad y por la desventaja económica y aunque el viejo tenía cincuenta y no más, la autoridad la daba el dinero o la edad. O el rango, si en ese barrio de mala muerte, uno era policía, un chafe, un botón. Eso daba derecho al “voseo”. Idelfonso se fue algo alegre, pero un poco, nada más.
Al otro día volvía. Ahora traía plata.
Algunos le habían pagado y traía unos pesos para cancelar. Aprovechó para hacer otro pedido.
- Dos kilos de bacalao, jefe.
- Y qué más.
- Un kilo de panceta
- Y.
- Diez litros de vino.
- Sí, ya. Diez litros ¿trajiste la damajuana grande?
- Sí. Y acá me cancela doscientos pesos.
- Era hora. A ver. Cien con treinta, más doscientos quince… más…mmmh… son cuatrocientos veinte con veinte. Te quedan doscientos veinte con veinte.

Idelfonso no lo sabía, pero con la larga cuenta de ítems, le habían “refalado” veinte centavos, el precio de una yapa malamente regalada. Idelfonso no sumaba muy bien. ¡Pum!, sonó el sello de PAGADO, con letras grandes, violetas, que Ricardo puso en cuatro de las hojas de la libreta negra. Para idelfonso eso era música.
Dos días después Idelfonso volvió, porque no había más vino.

- Buenas, jefe. Agua de Jane. Un litro. Y porotos, un kilo.
- Bueno. Che, mira que ya no tengo botellas. ¿Trajiste una?
- Sí. Acá. Hasta el pico, ¿eh? Y diez de vino.

Roberto ni contestó. Le vendió el vino con la misma naturalidad que los porotos. En el barrio, eso no se pregunta, se chismorrea; si uno es borracho, jamás lo será en el almacén. Ahí uno es merchante, o sea, un cliente. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa, diría doña Luz Divina Zalazar, o sea Doña Ludy, la de la esquina, para diferenciar las madres solteras de “las de verdad”, o borrachos de parroquianos.
El almacén de don Roberto vendía muchas cosas y era casi una tentación comprar. Los del barrio se surtían desde varias cuadras, y ahí terminaba el alcance comercial. Como el barrio tenia varios de estos negocios, cada quien elegía el suyo: algunos por el precio o la distancia, otros por el trato, los más por la libreta de fiado. Algunos almaceneros eran desprolijos, o no sabían sumar bien. Pero sisaban de otros lados, sumando – robando- centavitos. Otros daban una yapa más generosa para cautivar. Había quienes compraban sólo en el negocio de su paisano, el almacén del gringo, o del tano, o del ruso, todos ya argentinos. La libreta implicaba una confianza, también.
El almacén del viejo Ricardo era un curtido local de seis por cinco, de piso ajedrezado, con una puerta y una ventana. La ventana tenía gruesos barrotes de hierro, y la puerta poseía dos postigos, tablas que se atornillaban con mariposas desde dentro cuando estaba cerrado, pero que se sacaban y dejaban en la vereda cuando el almacén atendía.
Un mostrador de maderas del ferrocarril, y una tapa de mostrador de idéntica procedencia habían sido pintados de gris perla, tapando el verde original. Daban un aire de pueblo. Atrás, un mueble de ventanitas guardaba fideos, harina, polenta, lentejas. El bacalao iba colgado de clavos, en la pared pintada de rosa. Una palita de chapa galvanizada estaba al servicio del patròn. Tras una puerta, el barril de vino.
Roberto colocaba con ella el montón de mercadería “suelta” (supongamos azúcar) en el centro de un trozo de papel gris. Luego, levantaba papel y contenido, doblando el papel al medio, como una bolsa descosida a los costados. Con movimientos diestros, hacia un repulgue en dos lados del “envase” y terminaba la maniobra dando vueltas el paquete, haciendo como dos moñitos en las esquinas. Rápido y hermético. Eficaz.
Idelfonso entró, apartando a su paso las cortinitas de hule en tiritas, por las moscas. Varios papeles engomados estaban repartidos cerca del dulce de membrillo, también por las moscas ¿vio?

- Diez litros de vino, déme.
- Diez. Dame la damajuana.
- Y un kilo de porotos. ¿y como anda la patrona?
- Mal, medio cansada, con eso del crío, sabés que parir no es juguete y si se le va, sería el cuarto angelito de la casa… y… a los cuarenta se dificulta…
- Ni lo diga. Que se mejore.
- Pero son cosas de mujeres. ¿fuistes al clù este sábado?

Mientras el comerciante completaba la libreta negra, se enfrascaron los dos en un revuelto de chismes masculinos sobre el cinchón, ciertos porotos mal ganados, cuchillos prometidos pero que no llegaron, sopapos (llamados de manera más bien culinaria como “bifes”) e insultos a la madre de cada uno de los participantes.
En el almacén había dos mujeres, tuvieron que esperar el final de la conversación. No les molestó, a las señoras: los datos eran material valioso para la verdulería o la vereda.
Ya al otro día, y con la boca pastosa por el calor, Idelfonso Ovalle necesitaba más vino. No quedaba nada en casa. Buscó la damajuana: no la encontró. Maldiciendo y mareado por el calor, rebuscó por el patio lleno de gallinas, debajo de la cama, en el salón, abajo de las sillas, hasta en el excusado. Le preguntó al pequeño Juanchito, que lo miró diciendo
-¿Y quién es la mamá de Juana?
Ovalle no rió de la ocurrencia, como haríamos hoy. No entendía a los chicos, que eran a su saber más de la madre que de él. Fue casi corriendo al almacén que le fiaba.

- Diez litros de vino. Diez. Y présteme otra damajuana.
- Te la voy a tener que cobrar ¿rompiste la otra?
- Creo que sí, no la encuentro y pucha que…
- Son cuarenta con veinte ¿y la libreta?
- Acá, acá està… Eh… ¿aumentó, el vino?
- Si. Eh, no. Por la damajuana.
- Ah. Y déme dos kilos de harina. Y uno de afrechillo. ¿queda bacalao?
- Si, algo.
- Dos kilos, déme.
- Si llego te doy….

Idelfonso Ovalle preguntó a su mujer por la damajuana. Se enteró que Juanchito la había roto dejando caer una maceta de culantrillo, el piel de judas. ¡veinte centavos, porcamiseria, al pedo, en la libreta! Asimilado a la Argentina, se le mezclaba el italiano a este español venido a los diez años al país. Acarreando la damajuana nueva con sus diez kilos, rezongando su enojo terrible, la dejó quietita en el salón, y le propinó a su mujer una pesada trompada que la hizo sentar en la silla petisa de tomar mate en la vereda.
- Ahí tenès, para que se te bajen los humos y atiendas la cosa.
- Ayyyy… ay... ahhhh... virgencita, ay con este hombre que me has dado…

Idelfonso Ovalle vació la damajuana con celeridad en veinte botellas, ignorando los sollozos ahogados de su mujer, fue a la cocina apremiando a su llorosa “patrona” con un palo, para que lo usara (a ese mismo palo) para amasar el pan, y pusiera en la olla los fideos, y saltara la panceta, y colocara a hervir el bacalao, y que porqué las lentejas no estaban remojadas, que el guiso hoy estaría duro. De reojo miraba las botellas cargadas. Ese piel de judas… Juanchito revolvió inocente la harina, dejó caer la mitad, y la señora de Ovalle (alias “la Obaye”) recibió otra rotunda piña por “su” descuido. La cara se le hinchaba aceleradamente. A las vecinas les diría que se había caído. Como hacían todas, claro…
Ovalle seguía mirando el vino negro y caliente. ¡A cuatro pesos el litro, una fortuna! ¡Y lo rápido que se le terminaba! A Idelfonso le parecía que el vino nunca le alcanzaba, se iba más rápido que le dinero, que el afrechillo, que la harina y el bacalao, que los porotos y los dientes de su mujer. Era su pesadilla quedarse sin vino; miraba el vino como un cruel surtidor de la vida. Ya varios le habían reprochado esta debilidad.
Pero la damajuana estaba vacía, y las botellas llenas. Suspiró un:
- Bueno, señor, otro día mas.

Idelfonso Ovalle entonces se calzó a las apuradas su delantal, que en un tiempo fue blanco, pasó rápido al salón, acomodó las sillas y las mesas, y abrió la puerta de postigos abulonados, como la de Roberto. Luego de renegar bastante, apoyó los postigos de madera en la fachada (infalible señal de apertura) y las dieciséis mariposas de bronce en el suelo. La libreta negra, amada y temida, estaba aún en su pantalón, esperando, como un vampiro negro de barrio.
Nueve de la mañana en punto.
Afuera, varios obreros desocupados esperaban que en el “Bar y Comedor Ovalle” se los atendiera. Charlando entre ellos, entraron. Pidieron un vaso de vino, el primer vino del día y por supuesto vendrían muchos más. Pero Ovalle no fiaba. Si paga, toma.
Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa, diría doña Ludy, refiriéndose a los parroquianos desde la vereda de enfrente. Mirándola, Idelfonso se sirvió un mate, con ese verano terrible. Llevaba un repasador sobre el hombro vigoroso de levantar damajuanas. Ya era un argentino.
Afuera, un enero bien rosarino empezaba a mostrar su calor. Despacito, en silencio.

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