lunes, 1 de junio de 2009

Invasores de ciudades

Por Bruno Javier Del Barro | 20 años

¿Por qué no los mandan de vuelta a donde pertenecen a esos mugrientos indios y tobas que no quieren laburar?
Su tierra fue, primero apropiada, segundo, insertada abruptamente al mercado perdiendo progresivamente su imagen inmediata de fuente de vida y alimento, adquiriendo central atractivo para el ojo del hombre moderno como generador de ganancias; a partir de entonces, es desbastada por pesticidas, maquinarias y otras calumnias no tan directas, como el desenfreno del clima.
La expropiación obligó al indio a trabajar prácticamente gratis para latifundistas, mientras observaba cómo destruían el suelo con químicos y por no darle el tiempo de descanso para que este se recupere de la cosecha, y por último, la sistematización del trabajo agrícola acabó por devaluar el valor del indio a nada, si es que alguna vez tuvo.
Por esto, tiene que quedar claro desde un principio que mucho antes de que emigren y ensucien, gente como noso-tros convirtió sus hogares -su tierra- en basureros industriales y extensos territorios infecundos.
Luego de ser inútiles en los campos, pasan a ser inútiles en las ciudades, por no dejarse amoldar, por no querer renunciar a su cultura. Y los que pretenden adecuarse, aprenden a mendigar o a cortar calles por ejemplo, acciones desconocidas para ellos hasta arribar a grandes ciudades como esta.
¿Por qué no aprenden a laburar, entonces? La mayoría de nosotros no comprende que nuestras costumbres y organización social, no son las únicas ni las mejores, ni tienen que serlo, pero no están creadas para coexistir con otras y estamos aleccionados para concebirlas como las únicas posibles.
No es que no sepa trabajar esta entrometida población, lo que le es ajeno y desconocido es ser asalariado en un sistema laboral, que es algo muy distinto. Se niegan hasta a aprender nuestro idioma, y no comprenden esa costumbre de que el fruto de un día de trabajo se lo quede otro señor, llamado patrón.
Sí que saben trabajar, trabajan como nadie la tierra, la cual consideran su casa y su vida -esencialmente, lo es para todos-, un concepto que le resultará retrógrado a nuestra comprensión, pero de la misma forma en que hoy, alguien como la gente honra a su auto, glorifica su equipo de fútbol y mira al televisor como esos indios loquitos solían observar el cielo.
Son invasores de ciudades por sentencia de la mayoría, pero el ciudadano promedio que se siente autóctono, no cuenta con las evidencias que demostrarían todo lo contrario. Por las calles, la peatonal y en comercios le hacemos notar de muchas maneras, su calidad de forastero.
Asimismo, le adjudican el hábito de sucios. Probablemente ocurría que los desperdicios de antiguas comunidades no son las inorgánicas, tóxicas y peligrosas escorias derivadas de industrias de la sociedad moderna. Por el contrario, aquellos desechos no sufrían procesos previos y su naturaleza orgánica alimentaría el medio ambiente.
Seguimos profesando que una ciudad linda es una ciudad limpia, arrojando nuestras porquerías al tacho, sin visualizar que esa basura sólo es reubicada, a unos kilómetros de aquí; y allí queda, acumulándose.
Los queremos ver trabajar y a la vez no los queremos aquí, por lo tanto, no hay muchos deseos de contratarlos hasta para el puesto más miserable; no existen oportunidades de integración de alguna de las tantas organizaciones existentes que dependen de ingresos, a nuestro sistema que resulta ser antagónico al suyo.
Toda solidaridad surge voluntariamente de alguna minoría de profesionales y estudiantes que se toman el trabajo de gestionar obstáculos burocráticos –más de lo habitual por el caso en cuestión- para formalizar alguna ayuda, desde jurídica hasta psicológica.
Por otro lado, que no quieran ser parte, es decir, que no quieran adiestrarse a un orden que no acepta críticas ni permite ser cuestionado, es tan respetable como la decisión de un cuadripléjico de continuar viviendo.
Cuestionemos nuestro rol de adaptados sociales, si realmente estamos en la posición de integrar a otro diferente, que no tiene nada en contra de nosotros, ni nos viene a hacer la guerra.
Si a pesar de todo continuamos convencidos de que ellos están fuera de lugar -de que ellos son ellos y nosotros, nosotros, y merecemos no compartir territorio-, miremos nuestro documento y recordemos el origen del nombre y apellido que nos tocó.
Nuestros laboriosos abuelos y bisabuelos inmigraron al país dejando todo lo que conocían atrás, en busca de una nueva vida, se establecieron con mucho esfuerzo para formar aquí una familia, de la que debemos estar orgullosos.
Nunca deberíamos negar nuestros orígenes.
Tampoco la comunidad “invasora” de ciudades olvida la historia de sus antepasados, aunque esta historia es mucho más simple: todos los abuelos tienen la nacionalidad argentina, mucho antes de que la Argentina tenga nombre, y la estructura política y sistema de creencias actual que no los reconoce, en los hechos, como tales.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Detrás de tu tono "conciliador" creo que sos más discriminador que los discriminadores que mencionás. Igualmente está bueno que hagas un esfuerzo por superarte.

Anónimo dijo...

es cierto lo que dice anonimo. la discriminacion es sutil, tan sutil que parece no existir. No hay que ser paternalista, o idelaizar la miseria. Es la peor forma de discriminacion, creer que los tobas son pobres niños...
Me parece que una estadìa entre los indios no le vendría mal, ahì te va a saltar el prejuicio enseguida.
Marce (no Tinelli)

Anónimo dijo...

mmm esta bueno che! me gusta. sigan comentando! bruno