lunes, 1 de junio de 2009

CANALLAS Y LEPROSOS (Violencia tribal)

EL FISGON | Por Daniel Briguet

Un fantasma recorre el historial moderno del clásico rosarino. Es el fantasma de la violencia. Esta vez la chispa fue la entrega de un cupo reducido de entradas al club visitante. La decisión la tomó el presidente de Central, Horacio Usandizaga y puede considerarse legal y bordeando lo legítimo. La historia de los cupos en realidad es ajena al ámbito de la ciudad y comienza cuando la AFA decide que el club local debe entregar un piso de 2000 entradas para la venta a su ocasional adversario.
Pero ocurre que Ñuls no es un adversario ocasional. Es la otra parte de un duelo que convoca las mayores expectativas de los aficionados rosarinos y el único motivo de interés, debate y polémica, que atraviesa los más diversos ambientes. De allí el virulento ataque “leproso” a la sede “canalla” de calle Mitre.
La ubicación de este ataque no debe subestimarse. No sólo por el acto de violencia en sí sino por haberse consumado lejos de una cancha de fútbol. Este es otro dato de interés: el fútbol tribal, el que consumimos hoy, no parece tener fronteras. El estadio sigue siendo el epicentro de la tensión pero el escenario del duelo incluye a la ciudad toda.
Expansión y vandalismo son rasgos de una puja que ya dejó atrás la fase de la pasión popular para convertirse en una religión o un culto profano (Este deslizamiento tiene su lógica si se observa la pasión cristiana, donde goce y sufrimiento se confunden. El hincha promedio da la impresión de sufrir más de lo que celebra y de allí extrae el valor de culto que lo sostiene).
El tema no radica entonces en estimar cuál es el porcentaje adecuado de entradas que se entregan sino cómo se construyen los escenarios de violencia.
Sin perjuicio del desatino de muchos dirigentes, debe admitirse que los medios y en particular la televisión tienen un papel de peso en esta puesta en escena. La televisación generalizada de los partidos ha dotado a los hinchas de un protagonismo nuevo, al ubicarlos en el doble papel de jueces y simpatizantes. La transmisión en directo, además, crea las condiciones para que todos puedan participar de un ritual que antes correspondía a una franja determinada. Y lo hace ampliando la percepción de cada televidente, a través de sus múltiples recursos tecnológicos. Mientras transcurre el “vivo y directo”, desde la mesa de café, cada uno puede apreciar detalles o incidencias que el árbitro no ve.
Crece a la vez el papel de las “barras bravas”, cuyas tropelías alcanzan la categoría de espectáculo. No por efecto de una acción conspirativa sino porque se trata de algo inscripto en la dinámica del registro televisual. En las voces beligerantes de los hinchas antes de entrar a la cancha, en la exhibición de sus máscaras y estandartes, ya se perfila el preludio de un combate, no importa que después ocurra o no.
El combate, se supone, deberían librarlo los equipos en la forma sublimada del juego. Pero este supuesto del fútbol clásico ha perdido vigencia, desde el momento en que la chispa de la discordia puede saltar en cualquier lugar.
Igualmente, el despliegue informativo tiene un efecto de fogoneo en los días o semanas previas al clásico. Cuando se especula sobre las medidas de seguridad, cuando se formulan preguntas sobre cómo prevenir estallidos de violencia, se construye un escenario propicio al desborde y los enfrentamientos. La información no es inocua, se trate de antes o después del encuentro. Si a esta dinámica se le suma la subjetividad de algunos periodistas, capaces de sugerir que los hinchas de Ñuls que no pudieron entrar aguardaran en las inmediaciones del Gigante, el cuadro se parece bastante a un disloque que crece en espiral.
En el centro de este disloque, el cupo de entradas pasa a ser un detalle. Extremando su lógica, podría pensarse que el partido se juegue solo frente al público local. O, mejor aún, a puertas cerradas, con cámaras y tribunas vacías. Pero entonces desaparecería el único fuego que aún alimenta un resto de pasión popular. Desaparecería el acontecimiento.
El toque impensado, la gambeta que desborda, el remate espectacular clavado en un ángulo. Unico e irrepetible en el arco donde se ejecuta. Y los aullidos de la tribuna de este o aquel lado. Los cánticos que sólo se perciben con nitidez entre la multitud apretujada.
La escenografía no ha variado mucho en relación a décadas atrás pero el andamiaje mitológico que lo sostiene marca la transición entre aquella “pasión de multitudes” y el culto actual, guerrero y excluyente. Entenderlo implica despejar algunos equívocos.
Ni los “barras” son un grupo de cien o doscientos inadaptados, coaligados a intereses de directivos y políticos (aunque este factor no esté excluido), ni el resto de los simpatizantes son víctimas pasivas de su prepotencia. Todo hincha que se precie de tal comparte la creencia de que no existe nada por encima de su divisa favorita y, con ella, la convicción de que el rival debe ser vencido o vilipendiado. La palabra “fanático” ha caído en desuso porque éste es un rasgo que envuelve al conjunto de la grey futbolera.
“Los barras” son la vanguardia de este impulso colectivo a partir del monopolio de la fuerza. Su liturgia es “el aguante”, expresión ambigua que remite tanto al temple en la adversidad y la adhesión al equipo en cualquier circunstancia como a la perspectiva de romper los huesos de un hincha rival en la próxima reyerta. ¿Y no es el aguante un credo que profesan todos los grupos tribales, incluyendo las pandillas urbanas y los fans roqueros?
El monopolio de la fuerza, diría el Gran Bonete, debe estar en manos de la policía, siempre y cuando se perciba hasta dónde llega al control policial. A veces da la impresión de que los mil efectivos destinados a la seguridad en el estadio no están ahí para impedir desórdenes sino para sugerir, por su sola presencia, la enorme carga de violencia alojada en un clásico. Violencia virtual, debo agregar, porque si por un lado carece de límites, por el otro son más las veces que acecha sin llegar a realizarse. No es que no haya incidentes duros sino que esos incidentes son nada más que un indicio de lo que podría ocurrir. El duelo entre “canallas” y “leprosos” es la antesala de una batalla final que nunca llega, que solo puede gotear un resultado al cabo de cada partido. Por eso la fiebre guerrera se expande y termina siendo un lenguaje o una forma de comunicarse.
¿No es acaso el Banderazo, más allá de su carácter de cábala o conjuro, una convocatoria que agrupa a miles de aficionados? ¿No es común escuchar a la salida de los boliches, de madrugada, cantos alusivos a la Academia y la gloria centralista? ¿No se exhiben los colores y los nombres de los dos clubes en infinidad de atuendos que circulan por las calles?
Este es el punto donde se aprecia la presión social ejercida sobre la suerte de once jugadores.
Y la oportunidad de que los partidarios del circo sustituto, como fuente de evasión o vía de escape, destilen sus argumentos. Una retórica inconducente ya que el fútbol no sustrae, sólo desplaza escenarios de conflicto. Por lo demás, es tan real como la realidad que a diario nos envuelve. De allí las contradicciones que se acumulan en su seno.
Con un atenuante poderoso: también es el sitio elegido para dirimir broncas, ilusiones y antagonismos. Hay otros pero ninguno con ese halo casi intocable, ungido como el territorio de la emoción o de la fe.
Y avalado por un historial que vuelve de modo recurrente, como vuelven los mitos, para reactualizar un pasado que brilla en la palomita de Poy, en las fintas del Mono Oberti o Mario Sanabria, en las arremetidas del Matador... Aquí el mito cumple su función genuina, que es la de recuperar lo perdido sin las asperezas de lo actual y el tiempo cronológico.
El clásico se inscribe en un tiempo que apenas necesita del almanaque y en un espacio que termina por distinguirlo. Es el espacio de una gran aldea, con aspecto metropolitano, dividida en dos tribus que disputan su hegemonía. En la primera década del tercer milenio, la ciudad puede ser considerada sede internacional de eventos, centro de la producción sojera o capital de la Luna Llena. En términos de identidad -y no es un dato menor- el rosarino sigue definiéndose por la condición de leproso o de canalla.

No hay comentarios: