sábado, 16 de mayo de 2009

La gran illusion

El Fisgón | Por Daniel Briguet

Por azar o por la acción de fuerzas ocultas que algunos llaman destino, la muerte de Raúl Alfonsín quedó encerrada entre dos fechas trágicas de la historia reciente: el aniversario del golpe militar que instaló la sangrienta dictadura del Proceso y el día que recuerda el comienzo de la guerra de Malvinas. Pocos observadores repararon en esta confluencia. Estaban demasiado ocupados en rescatar la figura del líder fallecido, sus virtudes de conductor y, al fin, en canonizarlo como el padre fundador de la democracia argentina.
Repetían así, en otra escala, una estrategia que el propio Alfonsín se ocupó de desplegar en su primera etapa de ascenso al gobierno. El país entraba en una nueva era, alejada por igual del terror militar y del oprobio populista, y lo hacía de la mano de un político intachable, fogueado en años de militancia y representante del ala progresista del radicalismo.
Más que el fundador de la democracia, como señalaron no pocos periodistas y dirigentes, Alfonsín fue en realidad el puntal de una gran ilusión, una utopía que duraría menos de lo que hacían prever sus discursos de campaña. (Una campaña rotunda y de impecable diseño, dicho sea de paso). En esta visión la refundación del régimen republicano impulsaba un nuevo régimen, que no sólo restauraría las instituciones y las libertades públicas sino que cubriría las necesidades de una sociedad sumida en el desamparo. “Con la democracia se come, se educa y se cura” fue el slogan que sintetizó esa idea. Como todo slogan, se trataba de una exageración pero los gestos iniciales de la figura presidencial permitían desestimar la magnitud de cualquier obstáculo.
El pico y a la vez el principio del fin de la ilusión democrática fue el juicio a las juntas militares. Por primera vez un gobierno surgido de elecciones juzgaba a los responsables de la dictadura que lo precedió, acusados de crímenes de lesa humanidad. El juicio, como otros actos de superficie, tuvo una trascendencia inestimable y sería necio juzgarlo a la luz de lo que pasó después.
Pero, vista a la distancia, lo más llamativo de la fiesta republicana inaugurada en octubre de 1983, es su carácter inédito y desarraigado, como si hubiera surgido de la Providencia. O de una épica difusa de concentraciones masivas, cánticos de victoria e imágenes concebidas por un artífice de la persuasión. Se juzgaba a los jefes militares, pero, en el mismo movimiento, tendía a ocultarse que el llamado a elecciones fue resultado de la declinación irreversible del Proceso y no de una gesta popular. A la defensa de la justicia no la acompañaba el correspondiente ejercicio de la memoria. También quedaba relegado el dato de que el golpe final a las ambiciones de la dictadura fue la derrota en la guerra de Malvinas.
En su momento esta omisión recibió el nombre de desmalvinización. Y en la práctica supuso arrojar al baúl de los recuerdos ingratos el 2 de abril y la existencia de los ex-combatientes, genuinos padres de la democracia incipiente si de buscar paternidades se trataba.
La usina ideológica del alfonsinismo quería dejar atrás estos escollos. Muchos ciudadanos también. Si la ilusión consistía en construir una democracia sin fisuras, su objetivo político era crear un tercer movimiento histórico a través de la desperonización de la clase trabajadora, siempre sujeta al aire autoritario que emanaba de la figura del General. Para ello no alcanzaba la adhesión de intelectuales prominentes ni la “democratización” de la cultura a través de sus respectivas secretarías. El proyecto de ley gremial, tendiente a asegurar la libre organización de los trabajadores y, con ello, el fin de la homogeneidad sindical en torno a una central única, tropezó con la resistencia del menos burócrata de los burócratas que lideraron la CGT. Saúl Ubaldini, es verdad, impulsó catorce paros contra el gobierno radical. Una seguidilla próxima a los récords de Riplay. Pero no fue esta reacción enconada lo que más debilitó a un gobierno llamado a cumplir una misión histórica.
En Semana Santa de 1987 Alfonsín debió enfrentar el primer levantamiento carapintada. Los fantasmas del proceso seguían vivos y disponían de un considerable poder de fuego. La frase que el presidente lanzó a la multitud reunida en Plaza de Mayo, luego de pactar con los insurrectos, es el anuncio de un repliegue que no tendrá corte. “Felices Pascuas, la casa está en orden” hoy puede leerse como el comienzo del fin. Luego vendrán las leyes de Punto final y Obediencia Debida, que borrarán buena parte del valor de los juicios. La ilusión de trazar una separación tajante se desvanece. Las marcas del Proceso estaban calientes y todavía podían imponer condiciones.
Frente a este cuadro el argumento de que se quiso evitar un derramamiento de sangre suena débil aunque sea razonable. Alfonsín ya tenía el perfil de un estadista y los estadistas suelen tomar decisiones más allá de la cautela o la previsión. Sobre todo si está en juego la cuestión de quién manda aquí. La del poder fue una manija que el alfonsinismo nunca terminó de aferrar. Tal vez por eso, pese a reivindicar el tema de los derechos humanos, no dejó de adherir a la teoría de los dos demonios, lo que suponía pensar que el país había sufrido una guerra y que, en algún punto, el terror de Estado y la acción de la guerrilla resultaban equiparables.
Por la misma razón el nuevo líder ya no veía con simpatía la presencia de las Madres de Plaza de Mayo, a las que se había acercado en días más duros.
La fábula que se fue tejiendo quiso que el hombre que había militado por los derechos humanos terminara negociándolos. La opción contraria no era fácil pero nadie como él había luchado por ocupar el lugar que le permitiera resolverla.
Porque Alfonsín fue un político de tiempo completo. Dedicado a una causa, embebido en sus convicciones, cuando soltaba su clásico “estoy persuadido” era difícil dudar que no estaba usando nada más que una muletilla.
Fue, si la síntesis cabe, mejor político que gobernante.
Aislado y en declive, no pudo superar los golpes de mercado, el desabastecimiento, la inflación galopante. Y llegó a sentir que la democracia solamente no bastaba para dar de comer, ni curar, ni educar. En el mejor de los casos, era -es- el sistema más apto para encarar transformaciones que recorten los márgenes de pobreza, de ignorancia y de injusticia.
Tampoco se podía borrar lo peor del pasado por decreto, desde arriba y a través de una superestructura impalpable, si no se avanzaba sobre los intereses que lo generaron. El modelo de exclusión implantado por Martínez de Hoz, lo sobrevivió largamente, encontró nuevos cauces en la época menemista y, con ligeras variantes, se prolonga hasta el presente. Cualquier intento de modificarlo corre el riesgo de salir eyectado o, peor aún, volando en helicóptero.
Alfonsín tuvo que irse antes, jaqueado por el desborde social y una economía desbocada, y con su retiro precipitado, comenzó la declinación de la clase política. El último de los buenos había perdido. ¿Qué chance quedaba sino recurrir a la venalidad y las fórmulas mágicas?
Al frente de un partido en vías de extinguirse, vivió durante años un exilio interior que convertía la mención de su nombre en mala palabra. Recién en el último tramo de su vida asoma un tímido reconocimiento, como el que se prodiga a los púgiles que ya no ocupan el centro del ring.
En el reino de la necrofilia, solo la muerte podía redimirlo íntegramente.
Entonces, sí, apareció el aluvión de cámaras y el desfile de figuras y figurones en torno a su cuerpo en el féretro. El sepelio se convirtió en un escenario donde cada uno expresaba su pesar y, de paso, llevaba agua para su molino. El candidato que accedió al gobierno reivindicando el valor de la vida era ungido como prenda de unidad después de muerto, según se desprendió del homenaje tributado por el Tony Cafiero. Y cada tanto se lo veía al Cleto Cobos, presidente interino y portador imaginario de un bastón de mando, exhibiendo su aire de Don Nadie. Entre bambalinas, los radicales sobrevivientes se frotaban las manos calculando tener dos cartas de triunfo, o , al menos, de resurrección. La mano de Cleto y el legado de Don Alfonso.
Pero este legado, sujeto a múltiples usos y distorsiones, debería ser enfocado en su justo alcance. Más que al demócrata ejemplar, se trata de rescatar al hombre militante y al fundador de una gran ilusión. Es lo que queda soplando en el viento cuando lo demás se diluye.
Aquello que le da una curiosa actualidad a la consigna más característica de su campaña.
Ahora, Alfonsín. Ahora que no está.

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