
Anoche soñé que mi padre volaba. Sacaba de un galpón un avión fumigador, de una plaza, remontaba una pista de tierra abierta en medio del campo y una vez en el aire, dejaba caer un chorro de fuguicida sobre los sembradíos. El chorro se parecía a un humo denso y dejaba una estela que tardaba en evaporarse. Lo curioso fue que yo podía ver a la vez la trayectoria del avión y el rostro de mi padre, que emergía de una cabina sin vidrio protector.
El dato del sueño no es demasiado curioso salvo por el hecho de que no recuerdo otro similar. De joven, mi padre tenía un avión Piper que usaba como taxi aéreo para transportar pasajeros de una provincia a otra (entonces no había como hoy, vuelos de cabotaje). Dejó de volar y vendió el Piper cuando se casó con mi madre.
Siempre que digo esta frase entre amigos o conocidos, veo que alguien sonríe o esboza un gesto sugerente. Yo prefiero atenerme a los hechos.
Mi padre dejó de volar y se dedicó a la administración de campos. Estancias de mil o dos mil hectáreas cuyos dueños vivían en Rosario o Buenos aires y aparecían un par de veces por año. El sentido común del pueblo adonde vivíamos indicaba que, al cabo de varios años de gestión, el administrador que trabajaba en esas condiciones terminaba con tantas cabezas de ganado como el dueño. Pero mi padre era de una honestidad rasante y nunca tocó una moneda o un par de cuernos que no le pertenecieran. Tal vez por eso era demócrata latorrista y seguía con unción la figura o la memoria de don Lisandro.
En cuanto a mí, siempre tuve pánico de viajar en avión. Camilo, un primo de la rama paterna, sostiene que mi padre me llevó a dar unas vueltas cuando era bebé. Pero se trata de una versión propia de la mitología familiar. Si miro hacia atrás y sigo una cronología elemntal, debo admitir que nunca volé con él. (Además, en caso de disponer de un avión prestado, las aprensiones de mi madre no se lo hubieran permitido). Solo conservo una foto gastada donde aparece junto a su Piper, más flaco y con la gorra y las antiparras de un aviador.
De chico, el miedo de volar no impedía que los aviones me fascinaran. Junto a unos amigos teníamos la manía de juntar direcciones de fábricas norteamericanas- la Douglas o la Lockeed, entre otras- y mandar a pedir folletos de promoción. Los folletos venían en sobres grandes junto a impecables fotos a color de cazas y bombarderos, cargados a menudo de cohetes y bombas o a punto de despegar de un portaviones. Para ellos debía ser parte de su propaganda bélica. Para mí- que no tenía idea del expansionismo yanki y desconocía la palabra “imperialismo”- representaba una atención inusual hacía un chico perdido en el sur del continente, a través de la cual podía imaginar juegos de guerra con íconos palpables. Muy parecidos, por otra parte, a los que libraban combates o bombardeaban posiciones enemigas en todo un género de películas.
Pero la historia no se agotaba en la atracción del combate, que a cierta edad resulta inevitable. Incluía la estética del vuelo como tal, el asombro primitivo de ver un jet trazando un surco invisible en el cielo o, mucho más abajo, una avioneta arrojando papelitos. Recuerdo que en un envío de la marca Piper apareció, junto a otros modelos más confortables, un fumigador pintado de rojo y blanco, los mismos colores que el avión del sueño . Y vuelvo al sueño para decir que me desperté con una imagen vívida de mi padre, que murió hace casi veinte años, acompañada de una sensación más ligera, difícil de definir. Era de madrugada, durante la noche la temperatura había bajado y lo primero que hice fue levantarme y apagar el ventilador de pie. En el momento de apretar el stop descubrí una obviedad que solo un espíritu distraído como el mío pudo haber ignorado.
Además de ser un ex aviador, mi padre era un fanático de los ventiladores. Los usaba más allá del verano, en cualquier época del año y bajo temperaturas que no parecían ser las más indicadas para ventilarse. ¿Acaso tenía un metabolismo más intenso o activo de lo habitual?. Solo un médico podría decir algo al respecto. A mí me intrigaba esa adicción, que lo llevó a conservar los aparatos incluso después que hizo instalar un equipo de aire acondicionado. Estaban en la cocina, en su escritorio y también el garage, cuando tres paletas de bronce giraban formando un círculo dorado mientras el hundía su cabeza debajo del capot del Chevrolet.
Nunca le pregunté nada porque no teníamos un diálogo muy fluido . Mi padre, de por sí, era un hombre de pocas palabras.
Ya instalado en la ciudad, en una pensión de calle Paraguay y durante una época sombría, empecé a tener dificultades en dormirme. Daba vueltas en la cama, apagaba y encendía la luz del velador, me prendía a un libro que soltaría dos minutos después. Una noche de calor húmedo- era abril o mayo, no puedo precisarlo- me levanté y prendí el pequeño Yelmo ubicado en diagonal a la cama. Con el altillo a oscuras, sentí que el aire fresco me acariciaba la cara al tiempo que me hundía lentamente en el sueño. ¿Era en realidad un efecto del aire o del zumbido de las paletas?
No lo sabía ni me importaba. Sé que hubo noches en que no podía dormirme sin escuchar el zumbido del turbo. Todavía me pasa. Escuchar con atención ese sonido me hace olvidar de otros ruidos. Y reproduce, sin quererlo, un gesto de mi padre.
Sin perjuicio del metabolismo, su adicción a los ventiladores se debía a que en el giro de las paletas encontraba una versión reducida de la hélice de su Piper. Solo había dejado de volar. Pero no había perdido su atracción por el cielo.
Por eso, durante mis visitas al pueblo en cada verano, solía encontrarlo a la noche en el patio, con un largavistas, buscando la trayectoria de un satélite, un avión de línea e, incluso, un pato volador. En su biblioteca había, además de novelas policiales, libros sobre Ovnis, revistas y manuales de aviación y “Correo del Sur”, un relato de Saint Exupery, quien no solo fue el autor de “El Principito” sino un piloto experimentado que desapareció en el último vuelo.
Por eso, también, en un viaje a Córdoba me llevó a visitar el faro de Miryam Stefford, a kilómetros de Alta Gracia. El faro es una torre, casi tan alta como nuestro Monumento pero más afilada, una construcción insólita en medio del llano, debida a la pasión y el delirio de Barón Biza, un terrateniente casado con la aviadora (más de un lector debe conocer la historia de Barón Biza, no tiene sentido que me explaye aquí). Myriam Stafford, notoria por haber unido en avión las entonces 14 provincias, murió en un accidente aéreo y el faro hace las veces de mausoleo.
Al acercarnos al pedestal donde yacían los restos de su avión destrozado, mi padre me dijo:
-Yo nunca me tiraría en un paracaídas
-¿Y entonces?- pregunté.
-No sé...Trataría de hacerlo planear.
El broche de esta historia pequeña y deshilvanada fue un día en que, al entrar a la pieza de mi hija Lucía, que debía tener 11 o 12 años, la vi durmiendo debajo de una manta, con un turbo encendido a pocos metros. Lucía apenas conoció a su abuelo pero sabe de él tanto como yo, quizás más.
Hay cosas que se transmiten o se reciben sin que uno se lo proponga.
O se descubren de modo tardío, como los trazos nuevos en una foto antigua. Un retrato de Lucía a los 3 años se parece mucho a un retrato de su abuelo Francisco a la misma edad.
Ahora estoy tecleando estas líneas con alivio. Aquella sensación indefinible se convirtió en alivio cuando supe, a poco de despertar, que mi padre había vuelto a volar.
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