martes, 14 de abril de 2009

Cuando el capitalismo de rostro humano es sólo una metáfora exitosa.

Investigación | arq. Gustavo Fernetti. Docente de la escuela Superior de Museología Imágenes | Diego González Halama

Uno. El caballero inglés.
Dicen que el capitalismo tiene rostros, alguno de ellos, dicen que humano. Pero no. Por empezar, ya no tiene rostro, y los viejos empresarios que ponían la carita frente a los obreros (y frente a los gobiernos para pedirles prebendas y favores) hoy y ahora no son más que gerentes, directores, accionistas, gente que puede vivir a dos o tres cuadras de nuestra humilde villa miseria.
Esta realidad hace un siglo era diferente. La presencia de habituales conflictos, de ciudades insalubres y sobre todo de una masa obrera combativa, astuta y activa (por Dios) obligaba a hacer concesiones, de las cuales las ocho horas legales, las vacaciones y el aguinaldo son los magros resultados. Bueno, también están los líderes sindicales con caballos de carreras, rubias dudosas y coches de aspecto non sancto que suelen venir en el combo de protestas y negociaciones.
Más allá de eso, a inicios del siglo XX había algunas personas preocupadas por el bienestar obrero. Bienestar pero bienestar... bienestar, eh. Se suponía que la ciudad era pestilente, malsana, atiborrada de gente. Y esta gente estaba descontenta, sobre todo la que iba a trabajar a las fábricas. Ciudades sobredimensionadas, fétidas y, sobre todo para la clase media propietaria, foco de insurrecciones y esos problemillas que hoy denominamos un poco castizamente, piquetes. Para la clase media el foco insurreccional era urbano; los campesinos ya no se sublevan: además, el problema está en la ciudad, la policía no alcanza, las calles son angostas y un grupo armado puede hacer desastres. En el campo basta con una tropa menor y algunos cañones, y adiós protesta agraria.
Sir Ebenezer Howard, honorable caballero inglés, recorría con disgusto el paredón de la gris fábrica de ollas. Le disgustaba sobremanera esa estructura fea, rígida, pero productiva. Taquígrafo de profesión, romántico victoriano, suponía que la buena intención hacía ganar el paraíso en la tierra. Miraba el paredón y se imaginaba un terreno verde, con arboledas, casas blancas, aireadas, ordenando la fábrica. O mejor, lejos de ella, en un espacio especial, si se me permite el trabalenguas. Sir Ebenezer pensaba que la ciudad atraía, es cierto. Pero también el campo.
La ciudad atraía por sus servicios educativos, lúdicos y sanitarios, por sus salarios un poco más altos, y sobre todo por su abundante oferta laboral. La ciudad no necesita estaciones o un buen clima para generar trabajo. El campo también atraía. Su aire limpio, sus bajos alquileres y la naturaleza al alcance de la mano eran los principales atractivos. Como contrapartida, la ciudad tenía lo suyo: mugre, hacinamiento y la tendencia explosiva del proletariado. El campo era rechazado muchas veces por los bajos salarios, el aburrimiento y su estacionalidad productiva.
Sir Ebenezer pensó ¿no habrá un lugar intermedio, donde se conjuguen todas las ventajas, dejando de lado los inconvenientes?. No por nada era un romántico, un utópico y un caballero.
Howard comenzó a pensar la ciudad de Londres y su campo adyacente como dos imanes poderosos. Cada imán atraía con fuerza, pero a la vez rechazaba. La idea de Ebenezer Howard era construir una ciudad diferente, mezcla de campo y ciudad, que atrajera con tanto poder como ellos.
La pensaba así, dejando volar su imaginación de taquígrafo:
“La ciudad nueva está atravesada del centro a la circunferencia por seis magníficos paseos, de 120 pies de ancho, cada uno de ellos la dividen en seis partes o distritos iguales. En el centro, hay un espacio circular, que cubre unos cinco acres y medio, cubierto por un hermoso y bien regado jardín; rodeando éste, están los edificios públicos –ayuntamiento, museo, sala de arte y hospital- ubicados todos en terrenos espaciosos e independientes. En el Palacio de Cristal se ofrecen a la venta bienes de confección…”
Notemos que para don Ebenezer, la ciudad ya está, es acá y ahora: su verbo es en presente. Su imaginación dibuja la ciudad y hasta parece que está, que siempre fue.
Ebenezer Howard, paradójicamente, dedica poco espacio en su mente a las viviendas. Las supone puestas en círculo, con jardines, y patios interiores entre ellas, de cara a las avenidas. Ebenezer imagina la ciudad tal vez con una sonrisa: no sólo debe ser bella, sino también eficiente. Propone ahorrar en cada cosa que se pueda, la educación, los alimentos, la producción. Incluso los residuos. Calcula que con un chelín y un penique anuales se puede mantener la casa (una bagatela).
Pero Sir Howard deja intacto el capitalismo.
Los empresarios deben crear una atmósfera fraterna, y la ciudad debe distorsionar comparativamente poco los intereses creados (mmmhhhh). El inglés dedica lugar a varias asociaciones filantrópicas, amables, fraternas, dirigidas no por el gobierno –que está para garantizar otras cosas- sino por personas altruistas, generosas, invitadas por el Municipio de la ciudad (mmmmhhhh).
Donde muestra la hilacha el Ebenezer es acá: en el espíritu comercial industrial inglés: “el principio de libertad es extensivo también a los fabricantes y a otros que se han establecido en la ciudad. Estos dirigen sus asuntos a su propia manera, sujetos, como es lógico, a la ley general del suelo” O sea: no restringir la libre empresa.
La ciudad jardín de don Ebenezer (cuyo nombre significa “piedra de ayuda”, o sea “piedra angular”) era utópica, porque jamás el capitalismo iba a dar beneficios a terceros si éstos no reportaban a su vez, beneficios, señor, señora. El trabajo del obrero es una mercadería paga que debe dar una ganancia. Para el capitalismo, todo se reduce a que el dinero aplicado brinde beneficios, ganancia, plusvalía, invertir en una vida mejor para los obreros y empleados era una utopía reservada a un futuro infinitamente lejano.
¿Invertir en casa para trabajadores? ¿Cuál es el beneficio?
Dos. Ramón
Ramón Sosa se despertó con el bum bum bum de la fábrica. Todo saltaba en su casa: las copas en el armario, el jabón en la jabonera, el canario, él en la cama. Bum bum bum. La masa del martillo pilón de dos toneladas era un paisaje acústico en el barrio, mientras daba forma a los tochos de hierro candente. Bum bum bum día y noche, día y noche.
Se levantó con sueño, como siempre, y cansado, como siempre. Prendió la hornalla de la Tamet enlozada, que todavía pagaba en cuotas, arrimó la cafetera también enlozada, fabricada en Buenos Aires; la Rosa estaba dormida todavía, eran las cinco cuando Ramón se asomó a la ventana, abriendo hacia afuera los dos postigos de madera pintada de blanco. El calor sofocante de la noche de enero estaba mitigado por el jardín.
Hacía poco que vivía ahí. La casa la había comprado con las amplias facilidades que daba la empresa, y le permitía dormir hasta bien tarde, porque la fábrica estaba ahí, al toque. Con una horita le bastaba, agarraba la bicicleta y ya estaba. Al toque. Ramón silbaba al ir a trabajar, fumaba un pucho ante el portón, y luego entraba. Era relativamente feliz, y sus aspiraciones eran modestas: un autito que era su sueño, la nena que se recibiera de maestra y el nene a la facultad, tal vez ingeniería. El bum bum bum no paraba en todo el día.
La bicicleta era flamante, roja con filetes blancos, un poco pesada, esos sí, pero buena, robusta. La dejó en la entrada de la fábrica y fue un premio en la fiesta del sindicato. Estaba contento. Atrás había quedado el conflicto de 1954, la Huelga General Metalúrgica que se le hizo a Perón, y que la empresa había contribuido a disolver, mediante la creación de una Cooperativa que donó generosamente los terrenos que Ramón Sosa ahora ocupaba. El salario era siempre bajo, pero se tiraba. La Rosa algo cosía para afuera, ayudada por la mayor que ya daba sus puntadas a los doce añitos. El único lujo de ramón era su pucho, su asadito los domingos y la escuela de los chicos, después, tal vez ir a pescar al Saladillo.
La casa de Ramón era parte una ciudad jardín, tal como la pensó Sir Ebenezer Howard. Tal vez el taquígrafo inglés hubiese sonreído, porque no esperaba más para un obrero metalúrgico: una bici, la casita, los nenes en la escuela, un sindicato benévolo y eficaz, y una producción monstruosa en la fábrica. Ganancias siderales para los dueños, todos contentos ¿qué más se puede pedir, angurrientos?
La “ciudad” donde vive Ramón tiene – vamos a usar el verbo presente, como Howard- patios internos, con árboles, jardines frentistas. Su aspecto es un poco español, un poco californiano, si existe esa imagen, aunque todos podemos imaginar las casas; las calles forman un círculo, más o menos, donde es fácil perderse y en el centro de ese círculo hay un tanque de agua, que abastece al barrio. En los patios comunitarios – que Ramón llama “parques”, hay ligustrinas, juegos para chicos, bancos, asadores, senderos y faroles.
El barrio -la ciudad jardín, diría Howard- se proyectó en 1954, después del conflicto obrero, y se concretó en 1956, un año de echado Perón; su presencia convenía al General y a los generales que lo echaron. Bum bum bum; la fábrica estaba más allá de esas vicisitudes políticas, siempre que no hubiese huelgas. Después de todo, la ciudad jardín de Sir Ebenezer Howard era una buena inversión, garantizaba el acceso rápido de los obreros a la fábrica, y sobre todo tenía a los obreros contentos: impedía las huelgas hasta cierto punto. La continuidad de la producción es fundamental, sobre todo en una industria pesada.
Cincuenta y cinco años más tarde, Ramón ya está muerto, sus hijos son ya abuelos. El mayor es ingeniero, al segundo lo mataron los milicos en el 77, la nena es ama de casa. Nunca ejerció pero tuvo dos hijos. Ramón convirtió a su familia de proletaria en burguesa, en gente clase media, movilidad social impensable en Inglaterra. Los bisnietos de Ramón negarán su antepasado metalúrgico; sus tataranietos lo habrán olvidado.
De la fábrica solamente quedan tres chimeneas, desairadas, sueltas, como gigantes en un desfile que nunca llega. Es lo único que queda de Acevedo Industrias Argentinas Sociedad Anónima.
La ciudad de Ebenezer Howard en Rosario se llama, ahora, Barrio Acindar.
Algunas utopías se cumplen del modo menos pensado.

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