miércoles, 25 de marzo de 2009

Mirador de Libros | SOÑARIO de Mempo Giardinelli

Por María Angélica Scotti

Tal como lo sugiere el título (creación lingüística del autor al modo de “poemario”, “calendario”, etc.), se trata de una recopilación o muestrario de sueños que, igual que un volumen de poemas, puede ser leído en cualquier orden, al azar, como un auténtico libro de cabecera. Aúna un centenar de sueños personales de Giardinelli y unos pocos sueños ajenos (de amigos o figuras del pasado), lo que nos permite asomarnos al mundo interior más recoleto del escritor-soñante: sus miedos o angustias, sus obsesiones, recuerdos o imágenes recurrentes, hasta ciertas debilidades “vergonzantes”, casi como si se desnudara ante el lector. El sueño (una porción importantísima e ineludible de nuestra vida) es un asunto medular y profundamente inquietante. Si bien desde antiguo ha sido abordado y plasmado (además, Freud lo estudió minuciosamente y Borges le concedió un lugar preponderante en sus obras), mantiene intacto su misterio, generando más preguntas que certezas. Incluso consigue hacer tambalear nuestro criterio de realidad: leyendo este “soñario” llegamos a pensar que algunos sueños parecen ficción o invención del autor antes que sueños “verdaderos” o “reales”, como si el sueño fuese la realidad y, en cambio, la imaginación resultara un engaño o fraude. Precisamente Borges -el escritor más citado en el libro- llama a los sueños “dones de la noche” y los contrapone a sus “ficciones deliberadas”. En “Soñario”, los textos más logrados y creíbles como sueños son los que presentan elementos y personajes palpables o concretos, o bien los que apelan a la emoción o crean atmósferas, y no aquellos que configuran construcciones intelectuales o ingeniosas. Se destacan, por ejemplo, los que evocan a los padres (como los bellísimos “Monte sin luz”, “Horas” y “Valentino en el Bar España”) o que involucran a otros seres cercanos (a las hijas, en “Simetrías” y “Para que no te mueras”, o al hijo inexistente en “Chiqui”), o los que giran alrededor de la muerte y de muertos conocidos (“Reflejos dorados en el río”, “Números”), o los conmovedores “Viento y arrullo” y “Última caricia”, o los muy visuales o marcadamente narrativos (“Sueño de un genovés”, “Panteón”, “Sueño con el tigre”, “Betty en mi corazón” y muchos otros). Una característica de los sueños es remontarnos a nuestra condición primera, a una especie de estado virginal o inocente, como un niño. En los sueños no somos héroes ni adultos poderosamente racionales sino más bien criaturas desamparadas, acosadas por miedos y por la incertidumbre del no saber, y a menudo expuestas al ridículo (por hallarnos descalzos o desnudos). Abundan en “Soñario” las referencias autobiográficas: el exilio padecido por el autor durante la dictadura militar, sus múltiples viajes, las asiduas relaciones (amistosas o amorosas) con mujeres y, sobre todo, la omnipresencia de la literatura. La mayoría de los textos están impregnados de ella (lecturas, citas, amigos escritores, congresos …). Sin duda, el escritor neto no puede ni en sueños sustraerse a esa condición o universo. El libro ofrece una amplia variedad de motivos y registros, y puede decirse que crece en interés y hallazgos literarios a medida que avanza, como un adentrarse paso a paso en el penumbroso túnel de los sueños.
FRAGMENTO DE “SOÑARIO” (“Monte sin luz”)
“Anoche tuve una pesadilla espantosa: mi madre viene a despedirse, alterada, llorosa y sangrante. Declara que el sufrimiento es peor que la enfermedad (quizás dice que el dolor es lo peor de la enfermedad) y me anuncia que morirá en las próximas horas. Yo me enojo y le reclamo: que siga luchando, que no se resigne. Ella me mira entre lágrimas y pronuncia estas palabras: “El monte sin luz no se ilumina jamás”. Yo no entiendo y me enfado aún más. Le grito que todo anuncio es innecesario y sádico.
Cuando despierto son las seis de la mañana y todo en Manhattan es blanco. Un frío cruel y despiadado impera en Central Park y desde el décimo piso admiro la belleza de la nieve cubriendo la madrugada oscura. Estoy por cumplir sesenta años y pienso que evoco la muerte de mi madre, décadas atrás en un hospital de provincia, como un conjuro contra mi propia decrepitud. Para Thomas Mann la vejez sólo es el pasado hecho presente. Para mí todavía es miedo en estado puro.
El recuerdo de mi madre no es, por eso, una pesadilla. Sí una incesante oscuridad, un monte sin luz.”

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