
Vio algunas parejas, caminando, tomados de la mano, y más allá las ventanas iluminadas del restobar. Apuró el paso, como si temiera llegar tarde. El calor flotaba sobre la calle y las ramas de los árboles colgaban inmóviles. Al lado de la puerta principal estaba la pizarra que había visto a la mañana. “Sábado 14 de febrero- Día de San Valentín- Reservas al 439-8720”. Y más abajo, tres corazones dibujados con una tiza que alternaba el celeste y el rosa.
Ni bien entró, sintió el fresco del aire y luego la voz de una moza que le preguntó si tenía reserva. El le dio su nombre, la moza se fijó en una lista y lo condujo a una mesa pequeña que tenía mantel blanco de hilo y tres cubiertos.
-¿Son dos, verdad?
-preguntó la chica con soltura, retirando un cubierto.
- Sí, somos dos.
- ¿Va a esperar o prefiere pedir algo de beber?
El le iba a decir que sí, que iba a esperar, pero sintió la boca seca y al fin pidió un Chablis bien helado..
Al fondo vio una escalera de madera que conducía a un entrepiso y colgada de la baranda, una pizarra idéntica a la que estaba en la vereda. Ninguna aludía al día de los enamorados porque todo el mundo estaba al tanto.
Tal vez por la hora no había muchos comensales. En lo que alcanzaba a registrar dominaban las parejas jóvenes, envueltas en ese aire confortable que distingue a la gente de cierta clase. El mismo tenía esa procedencia, más allá de las vueltas de su vida, y por eso había optado por un blazer azul liviano, una camisa celeste con finas rayas blancas y una corbata de seda natural. Se preguntó si el confort y el amor eran afines pero no fue más que una pregunta tonta. Sus expectativas estaban centradas en que ella no llegara demasiado tarde.
Cuando la moza trajo la botella de vino en un balde con hielo, el miró sus manos pequeñas, las uñas pintadas, y le sorprendió la facilidad con que hacía girar el tirabuzón para sacar el corcho de un golpe seco.
Probó el sorbo que ella le sirvió y le dijo que estaba bien.
- Cualquier cosa, me llama -dijo ella.
- Podés tutearme -dijo él.
- En ese caso, cualquier cosa me llamás -replicó la chica y esbozó una sonrisa con sus labios finos, también pintados.
¿Era bonita? Sí, era una chica bonita. ¿Tan bonita como ella? No, tan bonita como ella no. Le resultaba difícil encontrar otra mujer de su belleza. Pensó en su rostro y, curiosamente, apareció una calle a medio iluminar, un coche antiguo del que bajaban cuatro hombres armados. No supo por qué.
Casi enseguida entró al boliche un grupo de cuatro o cinco parejas bastante bulliciosas. Ocuparon una mesa larga mientras las chicas parloteaban entre sí y los hombres se dedicaban a hacer rostro. Se sintió incómodo, a lo mejor porque estaba solo. Miró su reloj, tomó lo que quedaba de la copa y volvió a servirse.
Apoyada en el borde de la barra, una moza de mayor contextura le dijo a la chica de manos pequeñas:
-Se le está haciendo larga la espera al jovie.
-¿Por qué le decís viejo? No es tan grande.
- Cincuenta por lo bajo debe tener.
- No sé, pero las canas en las sienes no le quedan mal.
Como si la hubiera estado escuchando, vio que el hombre del blazer la llamaba con un gesto. Se acercó y escuchó que le pedía un lenguado con guarnición de papas. Al parecer, había decidido empezar solo.
- ¿No deberían ser dos los corazones? -preguntó él, mirando la pizarra.
- ¿Los corazones?
- Los del día de San Valentín.
- Ah, sí, es verdad -dijo ella al darse cuenta-. Pasa que en esto del amor nunca se sabe...
Los dos sonrieron esta vez.
El local estaba casi lleno. Una música ligera sonaba debajo de las voces. El empezó a sentir calor o a no sentir los efectos del aire. Se sacó el blazer y se aflojó la corbata. Tenía ganas de fumar. Salió a la vereda con la cajetilla de Marlboro en la mano.
Afuera no corría ni un asomo de brisa pero al menos podía ver el cielo estrellado. Chupó con avidez el cigarrillo. Ella ya no vendría, estaba seguro. No le importaba el día, uno de los tantos recursos de marketing para seguir vendiendo. Sólo pensó que esta sería la ocasión de un encuentro especial.
Por la calle cruzaba una chica con una canasta de flores. No debía tener más de diez u once años. Presintió que se le iba a acercar.
-¿No me compra, señor?
La chica era menuda, de piel cobriza y unos ojos grandes de inusual brillo.
Le compró una rosa blanca.
Al entrar al local, sintió que todos lo miraban. No se ocupó de constatarlo. Legó a su mesa y vio que el menú estaba servido.
-Me parece que tu cliente está medio chapita -le dijo la moza alta a su compañera.
- ¿Por qué? A lo mejor lo plantaron. No sería la primera vez.
- Para mí es un chapita.
- A mí me da un poco de pena, pobre.
El empezó a comer como si le costara. El lenguado estaba a punto pero no tenía apetito y debía hacer un esfuerzo para tragar. Se propuso acabar con el plato de todos modos. No podía dejar la mesa con la botella vacía y el menú por la mitad. Tuvo un flash del rostro de ella que rápidamente fue tapado por un tiroteo entre pandillas rivales. Otra vez los gángsters.
Tomó la botella por última vez y se sirvió lo que quedaba. Lo hizo con tal brusquedad que el chorro de vino volteó la copa y cayó sobre el mantel. Esta vez había hecho un papelón. Quedó paralizado.
La moza, que estaba observando, se acercó con un trapo rejilla.
-Disculpá -dijo- Soy un torpe.
- Por favor -dijo ella- a cualquiera le puede pasar.
Miró sus manos diligentes mientras se movían sobre la mesa y, a diferencia de la primera vez, las vio distantes. Seguramente ella tendría su vida fuera del trabajo y del restobar.
- Esto es para vos -le dijo, una vez que ella terminó de limpiar, y le alcanzó la rosa.
- ¿Para mí? ¿Por qué?
- Me gustó lo que dijiste del amor.
Ella meneó la cabeza como diciendo “no se hubiera molestado”.
-¿Qué hacés cuando salís de acá?
- Nos encontramos con mi novio. Vamos a celebrar.
-¿Y estás enamorada?
La chica hizo una pausa.
- Creo que sí.
- Entonces a veces se sabe.
Ella no encontró las palabras para responder.
El hombre le pidió la cuenta y una vez que se la trajo, dejó sobre el mantel una propina mayor de la habitual o de la que él podía permitirse. Se puso el saco y saludó a la moza a la distancia.
Ella lo vio caminar a grandes pasos por el ventanal que daba a calle Jujuy.
Necesitaba moverse, aligerar sus músculos y salir del sopor del vino. En sentido contrario avanzaban parejas jóvenes y algunas barras de chicos bullangueros. Todos parecían ir hacia el Oeste. Al acercarse a Alvear vio una foto enorme de Al Capone, en el frente de un bar del mismo nombre. Entonces recordó el título del diario: “Ochenta años de la masacre de San Valentín, que consagró a Capone como el rey del hampa”.
Y mucho más atrás en el tiempo, la película que había visto en un continuado del Gran Urquiza. Tableteos de ametralladoras, cuerpos doblándose al caer.
La visión del Rey del Hampa le infundió nuevos bríos.
Ella podría aparecer en cualquier momento, al bajar de un taxi o doblar una esquina, detrás de un modelo flamante o un Ford A modelo 32. El la reconocería de inmediato aunque, de hecho, nunca la había visto.
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