lunes, 19 de enero de 2009

Crónicas de Don Pedro

Por Gustavo Fernetti
Don Pedro se levantó como siempre, y se sintió – como siempre- un poco viejo. Antiguo poblador, español viejo de casta rancia, don Pedro maldijo suavemente sus huesos, se persignó, y se levantó al fin de la dura cuja con colchón de lana y paja.

El Español
La depresión que tenía la cama en el centro no favorecía, precisamente, la buena postura. Eran años de dormir en el mismo lugar.
Desnudo debajo del largo camisón de lino, se arrimó al reclinatorio y dio devotamente las gracias al Señor por un día más y así malamente vestido tomó las ropas que estaban sobre el arcón: unas calzas de lana, calurosas y un poco sucias, es verdad; una camisa de holanda, suave y arrugada, sin cuello y sin botones en el pecho; una faja colorada de lana apolillada. No llevaba ropa interior, Don Pedro.
Las medias eran oscuras, peruanas y de lana también, los zapatos ya rotos daban algo de juego todavía, si bien uno había perdido su hebilla de acero. Don Pedro estuvo toda una tarde buscándola por el brillo, bajo el sol que mataba, pero el caballo, piafando entre el pajonal ya alto de la plaza, estaba nervioso y para qué insistir. La dio por perdida, una lástima. Cinco años ya sin la hebilla izquierda.
Don Pedro, así en camisa, salió de la alcoba y se fue a la sala.

- Buenos días te de Dios como me los ha dado a mí, hija-
- Buenos días, amito, y la Virgen esté con usted y le de salud el señor…

La que hablaba era la esclava preferida de Don Pedro, una negra fuerte, curtida y ya canosa, a pesar de lo cual el viejo solía llamar “hijita”.
En el poblado –él mismo había hecho el recuento - había doscientos sesenta y cinco esclavos. Suyos eran tres.
La negra le alcanzó un mate de calabaza, y don Pedro se arrimó al pozo del balde para lavarse la cara y las manos, con esa agua fría de los aljibes de Rosario, pero barrosa y algo salada. Don Pedro se puso la chaqueta, corta y de mangas algo anchas para la moda. Manoteó el sombrero de alas anchas, que puso en una silla.
Dentro de la cocina divisó a Nicolasa, su mujer, dando órdenes, flaca y nervuda, de cierto mal carácter que contrastaba con el natural buen talante de Don Pedro. La mujer solía levantarse antes, a la Hora de Laudes, que hoy serían las cuatro de la mañana. Él se levantaba una hora más tarde, a las cinco y aunque carecían de reloj, eran casi puntuales, porque la campana de la capilla lo era. Los mates los despertaron del todo, cuando se encontraron en la galería, la madrugada aún oscura.

- Buenos días, mujer, el señor te de salud como a mi me la ha dado.
- Buenos los tengas vos también, hermano.

La mujer le decía hermano pues era un título superior al de “marido” para la gente. Dormían juntos, pero no había mucho amor en esa pareja, al menos como lo conocemos hoy. En otra época había más fuego español.

- -Poco se ha vendido ayer, Nicolasa, es que no ha venido nadie al caserío?¿Tan alejados de la mano de Dios estamos?
- Uno ha llegado, y malquisto. Que se ha peleado con el portugués y salió como ha llegado, mira, ese Barreiros nos ha hecho el mal desde que ha venido con su pulpería y sus ínfulas. No se con qué hemos de pagar la olla, señor mío.
- - Anda mujer, que Dios proveerá, como dice en el evangelio nuestro señor. No te andes por ahí llorando lo que no se perdió.
-
Don Pedro se levantó con las migas de la galleta salpicándole aún la camisa. Decidió que iba a ir al río a pescar con la fresca.

El Recaudador y el poeta
Su mujer se quedaría liando cigarros en la puerta, de los que tenía licencia exclusiva para vender, lo mismo que los naipes. La ley los clasificaba en dos calidades: blancos o baratos, y superiores de pinta, o sea, con reverso pintado y por tanto, más caros. Los gauchos se la pasaban jugando, fumando y bebiendo, mate o caña. Astuto, Don Pedro los proveía de todo, cuando había: pan, cigarros, tabaco, cartas, papel, ropa, botas y ponchos. Su trabajo principal, su fuente segura, era recolectar las alcabalas, el impuesto más importante de la Corona. Había tenido problemas por ello, como todo recaudador, y una tal Simona Correa fue a quejarse a Buenos Aires por el mal cobro. Don Pedro se tomaba las cosas con calma, sin embargo, porque cobraba un 20% de lo recaudado.
Así, con cachaza pueblerina, y para recorrer los escasos doscientos metros que había hasta el río, Don Pedro utilizó el caballo. Era haragán, según nuestros actuales conceptos. Era reposado, según los de él.
Se encontró con Don José Morcillo Bailador.

-Buenos días le de Dios, Don Pedro, y la Virgen le colme de felicidades
-Y ruegue por nosotros en la hora última, Don Joseph.
-Que llegue como la saeta, callada, sea voluntad del señor..

Esas letanías eran comunes, y cada vez que un niño le cortaba el paso, se adelantaba a su papá o a su mamá, y le recitaba una sarta de jesuses, marías, josés, jorges y varios santos más. El viejo rebuscaba y le daba un cuartillo de plata, que alcanzaba para casi un kilo de pan, no había moneda más chica y el papá solía guardarla al crío. Luego se iniciaba la charla con abundantes chismes: pueblo chico, infierno grande.
Don Pedro era muy devoto. Iba a misa cada mañana y cada tarde, y cada domingo también a la misa mayor. Se persignaba doce o quince veces antes de llegar a la pila de agua bendita, y de rodillas rezaba lo que el cura le indicaba. En la capilla no había bancos, y una alfombrita o chuze evitaba hasta cierto punto el calambre.

Ese trabajo de estanquero era para Don Pedro la fuente de recursos normal. Además, le dejaba tiempo –en realidad, el tiempo sobraba en ese lugar- para la escritura.
Había un poema que el consideraba “útil” a la sociedad, “necesario para la gente”, y en él maldecía a una arañita que, tejiendo... tejiendo, secaba los frutales.
El poema, algo ridículo, empezaba así:

“¡Pobre de mí que un naranjo hermoso / me ha perdido la araña de la seda! / ¡Bien empleado que esto me suceda / pues fui de sus capullos codicioso!

Y terminaba con el verso belicoso: ¡San Jorge te aniquile puerca araña!
Don Pedro estaba muy enojado con Hipólito Vieytes, del Semanario de Agricultura de Buenos Aires, porque ese semanario “no aceptaba versos”, según una nota engreída y sarcástica. Don Pedro no se lo perdonó y parece que entablaron una riña epistolar.
Sin embargo, otro diario, El Telégrafo Mercantil, Rural, Político e Historiográfico le aceptó un trabajo y le publicó la Relación, donde narra la historia de su caserío, los hechos de la región y las cualidades aún inexploradas del pago.

El político
Con el tiempo, Don Pedro se fue volviendo más astuto y servil con el poder. Español hasta las orejas, veía al poder como una autoridad, independientemente de qué poder fuese y qué ideas tuviese. Autoritario, para Pedro el poder fáctico era la esencia de la política y el era orden necesario para vivir. Cuando asomó la Revolución de Mayo, la pensó una revuelta, y no un cambio. Escribió a su amigo Gervasio Algarate, un poeta amateur como él:

“viva España y su gobierno, que en esto encontrará América su felicidad… lo demás, sería cavilaciones peligrosas: ya sabes que mi anteojo político es de algún alcance”.

La llegada de la Revolución significó el cambio de manos del poder, y Algarate, que había escrito un poema monárquico acabó preso y luego desterrado.
El poema del amigo de Don Pedro decía, festejando una victoria naval española:

“la Republica Argentina / no puede tener marina…”

Con estos antecedentes, mínimos, pero muy poco favorables, Don Pedro no podía adaptarse a la nueva situación.
Por su actuación monárquica (había publicado versos en contra de Francia y a favor de España) fue despojado de sus empleos públicos y por ello debió sustentarse de otra forma. El que lo despojó fue nada más y nada menos que Hipólito Vieytes, y su ingreso se limitó a la pulpería que regenteaba. Excepto los naipes y el tabaco, claro.
Por suerte, don Pedro tenía ciertos conocidos.
Su abogado testador, o sea su albacea según se decía en la época, Vicente Anastasio de Echevarría, estaba en el corazón mismo de la Revolución. Su hermana, Catalina Echevarría de Vidal, era la única heredera de Don Pedro y señora, porque los viejos no habían tenido hijos.
Éste ya había olvidado su carácter monárquico –al menos no los demostraba- porque las iras de Mariano Moreno eran de temer, y las represalias contra los españoles poco demostrativos con al revolución lo acobardaban un poco al viejo, que sabía que debía ser astuto y sutil.
Con la llegada del general Belgrano quiso demostrar que él estaba con el poder, cualquiera fuese, sin importar la ideología. Por eso, decidió donar algunos tablones, que constituirán un piso donde asentar los cañones que defenderán al poblado de los españoles, de sus compatriotas.
Si don Vicente Anastasio era casi un hijo, y su hermana otra hija, ya casada cosería la bandera de Belgrano con telas de la pulpería de Don Pedro. La madera fue lo más valioso que se donó, porque era cara y escasa en ese lugar, y debía traerse de las islas con graves riesgos.
Belgrano luego partió con el “hijo político “de Don Pedro, hacia el Paraguay, lo que demuestra lo incorporado que estaba a la revolución don Vicente Anastasio.

El fin
Un 28 de febrero de 1814, dos años de lo de la bandera y con un calor rajante, Don Pedro se sintió mal.
Con 76 años cumplidos en las fatigas de la tierra, sabía que ésta era la fatiga de la muerte, y se fue, tomándose el pecho, de la plazuela sobre la barranca, hasta su casa. Dos cuadras justas.

-Que me voy, mujer, por Dios que me voy… alcanzó a gritar sofocadamente, ahogándose en un rezo final.

No llegó a acostarse en su cama de paja y lana, ahuecada por el tiempo. Cayó muerto en el hirviente patio de ladrillos: la saliva se le secó en la boca por el calor, las gallinas semi asfixiadas por el sol no alteraron su ciclo de vida, y el caballo, ya inútil, ni piafó.
La mujer apenas alcanzó a llamar al cura, que vivía enfrente. No había doctor.
Según el ritual católico, no pudo dársele confesión –ya que se había muerto – sino que se lo absolvió sub conditione: Dios vería que hacía con él. Luego lo trasladaron a la capilla, enfrente, y así quedó por dos días sobre un tablón que sería su ataúd. Cubierto con un ropón eclesiástico y con treinta y cinco grados a la sombra, Don Pedro se iría de este mundo tan religiosamente como había vivido, parecía que le había tocado el infierno, y no el anhelado paraíso de sus letanías.

El destino de Don Pedro
Con todo el tiempo del mundo, y con el fragante Don Pedro ya en malas condiciones, el cura pactó con la novel viuda los costos del entierro, que sería con Cruz Alta y seis posas, o sea, se le daría vuelta a la despojada Plaza y se detendría la vuelta seis veces para rezar. Ya en el cementerio, se le colocaría una cruz bien visible en la tumba. Costo total: unos cien pesos, el costo de medio esclavo adulto o el de treinta caballos de tiro. Y todo por unas vueltas a la plaza. Pasaron doscientos años.
La tumba de Don Pedro Huella y Mompasar, nacido en 1738 en Naval, Provincia de Huesca, España, docente y primer historiador de la ciudad, vecino del pueblo de Rosario de los Arroyos, se ha perdido. Su casa, ubicada en Córdoba y Juan Manuel de Rosas, despareció también bajo un edificio.
Encima de sus huesos – de su polvo de dos siglos- se yergue hoy el Distrito Municipal Centro Antonio Berni, antes, una vieja estación ferroviaria.
A caballo entre dos épocas, Don Pedro Tuella no supo acomodarse del todo a las dos, aunque no tuvo demasiado tiempo, en verdad: ni las luces de Buenos Aires lo encandilaron (candiles grasientos a peso la gruesa) ni las mulas de Rosario lo hicieron rico. Monárquico y republicano, vecino y recaudador, político y provinciano, antes conocido, hoy ignorado…
Destino extraño el de don Pedro. Tal vez el nuestro no sea diferente, dentro de doscientos años.

Investigación. Arq. Gustavo Fernetti
Docente de la Escuela Superior de Museología
Fotografías: Diego González Halama


Foto 1
La cara del rey estaba en la moneda. Cientos de ellas debió ver Don Pedro, y de ellas, un 20% eran para él. Se puede estimar, según el historiador Juan Alvarez, que Don Pedro conseguía dos reales (un cuarto de esta moneda) por cada once kilos de tabaco, y unas cincuenta de estas monedas, por año, quedaban para él de los impuestos, lo que le daba, tal vez, un buen pasar. Moneda de 8 reales (un peso) de plata de 1780.

Foto 2
El plano de Rosario en 1830, según Timoteo Guillén. Es lo más parecido a lo que debió haber visto Huella, aunque Don Pedro ya llevaba 16 años de muerto. No se indica el cementerio, cerca de la ex estación Rosario Central (Distrito Centro) porque ya no se consideraba como “pueblo”.

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