Por Bruno Javier Del Barro | 19 años
De Venado Tuerto volvía de un viaje sin sentido. Llegué a la estación Mariano Moreno la madrugada del sábado; Jesica y Cecilia se fueron por su lado, el “Palomo” y yo, por otro. Debía estar por ahí cerca Maxi que saldría de la escuela nocturna e iría a recibirme para continuar la velada o escapar del sueño.
Efectivamente me esperaba en un banco enfrente de la estación. Fuimos hacia él y al primer intercambio de palabras hizo notar que ya había empezado la noche sin mí, llegué un poco más tarde de lo esperado y durante ese tiempo pasaron algunas cervezas por sus manos y las de amigos de la escuela.
Charlamos un rato de lo pasado con el Palomo mientras esperábamos su bondi en Cafferatta y Santa Fe, Maxi escuchaba y abrazaba a un chiquito que vendía tarjetas sentados en una entrada y por las calles predominaba la juventud trasnochadora sedienta de consumo. La noche era muy fría. Al cabo de un rato estabamos todos acurrucados en la entrada y antes de que venga su colectivo, el Palomo enrolló su bufanda en el cuello del pequeño, sin habla por la baja temperatura. El Palomo se fue, quedamos tres.
Maxi trataba de charlar con el niño más bien triste, un poco ido; yo caminaba en círculos escapando del frío cada tanto prendiendo un cigarrillo. Gente subía y bajaba del tardío transporte público, la atmósfera era festiva, los fines de semana la muchachada habla mucho más alto que lo normal. Justo cuando mi caminata llegó al cordón, un viejo descendía del 133 y atinó a mi brazo, pues bajaba de una manera extremadamente irregular. Lo primero que noté fue la impaciencia del conductor y pasajeros desde sus asientos.
Mi “odisea” fue luego ayudarlo al viejo, entenderlo y saber lo que quería. Pasamos un rato largo en esa esquina, cara a cara; emitía palabras mudas, el andrajoso señor, cargado de un bolso y una mochila. De paso lento y robótico, parecía querer dirigirse a la estación.
El mundo no ayudaba. Cruzar la calle era imposible, hablar era imposible, por lo tanto, toda su vida lo era. Trabajar, comer, comunicarse. Por su propio bien, los automovilistas de la calle Santa Fe no lo atropellaban y salieron disparados a medida que podían hacerlo, pero por lo menos la gente nos esquivaba. La idea tan simple de cruzar de una vereda a la otra, tardó varios minutos, tomados mutuamente del hombro con el anciano. No olía bien, le debía costar una eternidad bañarse, pero sólo por eso la solidaridad hacia él se debía haber reducido de manera considerable, ni hablar tampoco que ayudarlo, a simple vista, tomaría un tiempo largo, ahí se reducía aún más.
Con mucha paciencia, llegamos a la entrada principal, esa de la esquina, de las puertas de vidrio. Deseoso de ayuda profesional, los policías de la puerta se limitaron a cerrarla e irse para dentro. La abrí nuevamente, volví con el viejo, entramos.
Debe ser difícil para los encargados de la seguridad distinguir a los humildes que se van de viaje o están para molestar. Llegué a entender que se quería ir a Santa Fe. Me informaron y pedí una silla de ruedas.
Noté que a cada instante hurgaba en su bolsillo. ¿Con qué tanto renegaba? Guardaba un sanguche viejo. Y ese fue un símbolo tremendo. ¿De qué o por qué iba a morir este hombre? Porque estaba solo. Porque no tenía recursos. Porque sus manos apenas alcanzaban su boca para llevar un alimento. Su movilidad se debía reducir cada vez más y algún día ni a su boca llegaría. Y ese sería su fin. Sólo pedir algo en un kiosco le costaría un Perú. Y tal vez un día se canse. ¿Por qué seguía luchando? Yo de su vida nada sabía. Conocidos o familiares podría tener en Santa Fe. Quién sabe. Pero eso no era vida. En este mundo menos.
Fui delante de la comitiva que atravesó el interior de la estación de ómnibus, con la información de qué empresa de transporte iba a Santa Fe a esas horas de la madrugada. Detrás estaban tres o cuatro empleados, uno de ellos dirigiendo la silla de ruedas del anciano, aclarado ya que no éramos familiares.
Llegamos a la boletería indicada, pregunté los horarios y a esa altura la comunicación era más fluida, todavía estaba yo allí porque era el único que lo entendía mínimamente y se resolvieron las cuestiones de qué pasaje pedir. Ahora llegó el momento cúlmine. Lo único que le hubiera dado derecho a esa ayuda o al simple hecho de ingresar. Comprobar que hablaba en serio y no era un borracho o un loco. Efectivamente, sacó varios billetes de un bolsillo.
Acompañado en el andén indicado por un empleado, esperaría la hora. Me tomó de las manos con fuerza, me agaché un poco. Intentaba agradecer. A ambos se nos mojaron los ojos.
Salí por donde entré y el aire era aún más frío que antes. En la misma dirección a la que iba, venía hacia mí, Maxi, con el mismo chico de la esquina a su lado y su hermanito, del otro. Salían los tres del bar, luego de un desayuno grande y caliente. Se juntaron todos los hermanos para acompañarnos a tomar nuestro colectivo, mientras, jugamos y gritamos todos sin desdibujar en ningún momento la sonrisa de la cara. El pequeño ya no estaba callado por la helada.
De hecho, creo que ya nadie tenía frío.
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