Investigación | arq. Gustavo Fernetti - Docente de la Escuela Superior de Museología
Fotografías | Diego González Halama.
Los objetos guardan historias extrañas. No más extrañas que nosotros, sin embargo.
La máquina era eléctrica, simple y a la vez, eficiente.
Unos cilindros negros, partidos al medio, giraban en un marco también de fierro, un poco fúnebres, recalentados por el tiempo de uso. Unos zunchos aseguraban que las mitades de cada cilindro no se dispararan al trabajar la máquina y desde arriba, un caño grueso, volcó un líquido hirviente y plateado, metal fundido que fue a parar al interior de los cilindros negros.
La máquina los hizo girar. Onomatopeya: Trac- chuf-trac-chuf. Spahhhh.
Desde su oficina, Carlos apenas miraba su incipiente industria, favorecida por los vientos de popa del INADI peronista. Estaba más ocupado por los precios del plomo y el estaño -escasos desde la pasada guerra- que por la producción de su industria. Sus escasos cuarenta años parecían sesenta, por el bigotito.
Al pie de la máquina, Alberto gritó ¡ojo!, retiró los cilindros, que eran pesados, y los metió en agua helada, los cilindros crujieron y el vapor llenó el aire que respiraba Alberto, agudizando su mortal saturnismo. Alberto no viviría mucho más así, y de hecho murió dos años más tarde.
- A ver si apurás la cosa, pibe - grita Carlos sin mirar.
Al aflojar los zunchos, del interior de los cilindros salieron seis piezas rústicas, de una aleación de plomo y estaño, imperfectas y llenas de rebabas, que el viejo Don Rolón se encargaría de recortar, limar y pulir. Las piezas eran difíciles, duras, y Don Rolón pulía una por hora, más o menos. No quedaban muy bien, y por ello el hombre -un viejo herrero casi jubilado- se quejaba de las herramientas inadecuadas.
Con las piezas ya listas, Marcela mientras las limpiaba con bicarbonato y las pintaba con esmalte al aceite. Cantaba, para no aburrirse:
- Donde estás corazón, no oigo tu palpitar, es tan grande el dolor…
Las piezas tardarían dos semanas en secar.
Una de ellas era demasiado imperfecta, aunque no se veía diferente. Alberto la había aprobado, Don Rolón la había retocado y Marcela la había pintado. Tocada por la lenta muerte que da el plomo, como ellos, la pieza continuó su camino, programado indolentemente por Carlos, su fabricante.
Fecha de nacimiento: marzo de 1950; la pieza: un soldado de plomo.
El soldado
El soldadito era poco agraciado, es verdad. Era muy grande para ser “soldadito”, casi un muñeco.
Un poco retacón, el rifle muy corto, la cara rubicunda, más parecía un enanito de jardín que un guerrero. Las botas eran borceguíes, terminados en anticuadas vendas que subían por las pantorrillas de la figurita. Un casco en forma de plato protegía la cabeza, por lo que el soldado copiaba un uniforme inglés o yanqui, muy viejo. Unas pinceladas de esmalte marrón fingían ser los correajes y las cartucheras eran simples protuberancias del plomo.
Para 1950, los uniformes eran funcionales en todo el mundo.
Luego de seis años de guerra, se había aprendido que las vendas en las pantorrillas eran incómodas, favorecían el congelamiento y los calambres, eran de dificultoso reemplazo y ya todos los ejércitos las habían abandonado.
El plato en la cabeza era un casco que sólo los ingleses aún usaban, tan conservadores ellos, pero los cambiarían por potros más adecuados.
La mayoría usaba el casco tipo NATO, incluso la Argentina.
La cara del soldadito denotaba poca marcialidad. De un color entre rosada y naranja, la cara denotaba la mano femenina de Marcela, que le había pintado infantiles cachetes de color rosa fuerte.
Pero lo que más llamaba la atención era lo imperfecto del soldado.
Un hueco enorme marcaba su espalda, allí donde el metal, mal colado, se había enfriado antes de soldarse con el resto de la pieza. Era la marca de la incipiente industria argentina. Muchos productos argentinos tenían esas falencias y la gente, para mencionar un producto malo, le solía llamar “Flor de Ceibo”, marca de unos trapos de piso de muy mala fama.
Mal pegado, el soldado con trozo de metal ahora faltante había partido en las cajas distribuidas, y así fue a parar a Pinocho, una juguetería del centro.
La pieza fue relegada a un cajón en el depósito, junto con otras desgracias comerciales ya imposibles de vender.
Titín
Titín (nombre de batalla de Edgardo) jugaba mucho con soldaditos, y su padre era empleado en la juguetería Pinocho. Tal vez algunos recuerden ese negocio de calle Córdoba.
Pero eso, trabajar en Pinocho, en vez de ser una ventaja, era una rémora en la historia lúdica de Titín. El padre guardaba con mucho celo su trabajo (encargado de depósito), y se preocupaba que los juguetes que Titín usara fueran de marcas no comercializadas por Pinocho.
A Titín, de 10 años, lo deslumbraba la columna central de la juguetería, que era a la vez una vitrina, donde se disponían los caballitos, los cow boys (los “combóis”), los indios y los soldados, todos de tóxico plomo con tóxicas pinturas al aceite.
Uno de los jefes del padre de Titín le ofreció el soldado imperfecto.
Eso garantizaba dos cosas: que no robaría el soldado, porque se había autorizado su retiro, y que Titín tendría un juguete nuevo, aunque feo y roto. Todo esto era casi alarmante: que una empresa regalara algo a sus empleados era algo poco común.
Titín no jugó mucho con el soldado, en verdad.
Y no sólo por su imperfección innata; era pesado y rústico, anticuado, y demasiado grande para combinarlo con los que ya tenía. El pibe optaba, a veces, por disfrazarlo de robot o de astronauta (personaje inexistente aún) o de monstruo, por su tamaño; cascoteado permanentemente, pero poco usado, el soldado se fue rayando, arruinando, e incluso obtuvo una cicatriz en la cara. El metal de abajo ya estaba oscuro, al combinarse con el aire y la cara sumó otra imperfección. El cusifai no daba para mucho jugo. El pibe solía hacerlo pasear imitando las marchas militares:
- Farán fafán farán fafaaaaan.. farán fán fán.
Al comenzar a trabajar con quince años, Titín olvidó al monstruo en otro cajón.
El fin
La muerte del padre de Titín era esperada, y los hijos repartieron las pocas propiedades del abuelo paterno. Titín recibió una casa, y se mudó a un barrio lejano, más cerca del PAMI. Los hijos de Titín se fueron a vivir a la casa del padre, remodelada en departamentos individuales.
Allí, antes de las obras, hallaron el cajón, y sin consultar, revisaron todo; habían cartas y libros y el soldado también, todos fueron a parar al anticuario, que les ofreció un precio general, muy por debajo de lo esperado, pero era algo en ese 2002 desolador. Titín, ya sesentón, estaba en otra cosa -su jubilación y sus ahorros “acorralados”- y jamás sabría nada. El soldado estrenó su vitrina en el anticuario de la calle Mitre. Pinocho ya no existía y era la primera vez que ese deformado trozo de plomo merecía un reconocimiento.
Fue allí donde lo compré.
Hoy la imperfección está allí, como una joroba hacia adentro.
La cara está muy deteriorada, y restaurarlo significaría perder su pátina de tiempo, la historia de Titín, de Marcela, de Don Rolón y de su fabricante, que se arruinó con Frondizi y la importación de soldaditos.
Queda claro para el/la lector/a que esta es una historia conjetural, improbable, aunque no imposible. O sea, que son todas mentiras.
Queda algo más, eso sí. Más que nada, preguntas.
¿Qué llevó a Carlos, de cuarenta años, a diseñar un producto tan malo, pesado, y caro? Tal vez su inexperiencia, o su deseo de producir algo voluminoso significaba producir algo importante.
Tal vez el uniforme sea un recuerdo de sus soldaditos, o mejor, de “sus soldados” de la Gran Guerra del 14: ingleses y yanquis usaban polainas y cascos de plato, y en esa época Carlos tenía 8 años.
Tal vez eran máquinas semi caseras, y los artesanos confeccionaban tanto el soldadito, como el modelo y la máquina.
Esa producción industrial incipiente, liviana, imperfecta, se llamó Industria Argentina, con algo de orgullo y algo de inocencia; esa inocencia se transformó en audacia, luego en soberbia y después (ay) en mendicidad crediticia. Los gobiernos peronistas y no peronistas ampararon esas demasías, las adularon y luego las dejaron caer bajo el librecambio salvaje.
Pinocho cerró, acosado por los juguetes importados demasiado caros, la debacle de los 90, los herederos quizás demasiados, y la juguetería tal vez no pudo afrontar los altos alquileres de calle Córdoba, ahora peatonal.
La marca del negocio, un Pinocho art - decó, desapareció bajo las baldosas de la anteúltima remodelación. Allí hay un banco, justo destino.
Conclusión
Los objetos guardan una carga, un proceso, sea el objeto que sea.
Un proceso que abarca no sólo los materiales, sino las personas. No es una cuestión de información, sino que cada objeto está formado por subjetividades, intenciones, incluso delirios. Cada cosa que nos rodea, fabricada por el hombre, ha sido fabricada por los hombres, las mujeres, los niños, ha sido realizada y consumida, ha atravesado un camino muy difícil de descifrar.
El coleccionista (de soldaditos o de estampillas) trata de hallar un solo camino, tal vez el más fácil. Por eso clasifica, compara materiales y formas, pero es refractario a las historias de los objetos, o mejor dicho, a las historias de las personas. Los objetos no son, en el fondo, importantes: nosotros sí lo somos.
Y esas historias invisibles y ya perdidas tal vez para siempre, son nuestras historias.
Quién sabe qué otros destinos tendrá el soldado. Me sobrevivirá, como tantas otras cosas.
Después de todo, no es tan imperfecto.
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