Por Carlos del Frade, especial para El Vecino
“Ahora es cuando” fue la consigna con la que se inauguró la llamada Constituyente Social en San Salvador de Jujuy a un cuarto de siglo de la recuperación de la democracia. La idea es construir una herramienta política de millones capaz de transformar la realidad argentina a favor de los que son más. En el germen de esta nueva experiencia estuvo presente la Central de Trabajadores Argentinos, una de las más claras evidencias de lo nuevo que apareció en los últimos veinticinco años de la historia nacional.
Algo que comenzó en pleno auge del neoliberalismo y que todavía tiene mucho para aportar al conjunto de la sociedad. Aquellos principios de la CTA forman parte del futuro próximo del país. He aquí un repaso de esas horas fundacionales.
1991 fue el año de la convertibilidad.
La inflación era del 1.300 por ciento anual.
“El compromiso es con los argentinos a través de la ley de convertibilidad...va a estar en vigencia por muchas décadas en la Argentina, estamos inaugurando un período que tendrá como mínimo seis décadas de estabilidad y progreso. Equivalentes a las que se vivieron a fines del siglo pasado y que duró hasta la recesión de los años treinta y que yo espero que no termine en una recesión como en aquella época”, dijo Domingo Cavallo que había dejado la Cancillería para ser el Ministro de Economía en reemplazo de Antonio Erman González.
Apareció el primer caso de corrupción, el Swifgate.
“Es que aquí estamos destapando todas las ollas que haya que destapar, porque nadie tiene coronita en la Argentina”, dijo Carlos Menem. Tuvieron que renunciar Roberto Dromi y el principal asesor del presidente, Emir Yoma.
Después surgió el “Yomagate”, en el cual Amira Yoma apareció involucrada en una operación de narcotráfico. Tuvo que renunciar. La jueza a cargo de la investigación, María Romilda Servini de Cubría, apañó a las mujeres y hombres del poder. Pero la magistrada llegó a la tapa de los diarios cuando dispuso la censura previa contra el programa de Tato Bores. Decenas de periodistas y actores se solidarizaron con el actor cómico de la nación componiéndole una canción: “La jueza Barubudubudía es lo más grande que hay”.
A pesar de estos hechos, las elecciones parciales que se concretaron aquel año respaldaron al menemismo.
Surgían Carlos Reutemann y Palito Ortega como los inventos políticos de Menem para ganar las provincias de Santa Fe y Tucumán.
Mientras tanto, los trabajadores no se convertían en propietarios y dejaban de ser proletarios.
La desocupación se multiplicaba y la CGT se mostraba dócil ante el ejecutivo nacional.
La revolución productiva y el salariazo formaban parte de una cínica manera de hacer del doble discurso una moral eficiente.
Fue cuando “Divididos”, desde el rock, atronaba con: “¿Qué ves?, cuando la mentira es la verdad”.
En el desierto, 120 dirigentes empezaron su marcha...
Postal I
El billete de cien pesos
La historia argentina se vive en clave de novela.
Avanza y rebobina en el presente.
El pasado está abierto como consecuencia de sucesivas construcciones de impunidad y los sueños colectivos inconclusos pugnan por enamorar a las nuevas generaciones.
Demasiado pegados andan los tiempos cronológicos para creer que sólo basta con el orden de los factores para entender la realidad argentina.
Por eso dicen los grandes escritores que la novela es el único género capaz de contener semejantes virajes temporales aún cuando se hable de un año, un mes y hasta de un solo día del almanaque en concreto.
Quizás una de las pruebas más reconocibles del pasado inmerso en la vida cotidiana sean los billetes y sus dibujos.
La convertibilidad de abril de 1991 tuvo una marca registrada en el bolsillo de los argentinos. Ya sea por presencia o por desesperante ausencia.
El billete de cien pesos.
La máxima expresión del poder económico sintetizado en un papel que a veces ingresaba en el bolsillo de algún trabajador.
En su cara, la imagen de Julio Argentino Roca.
En el anverso, las tropas de Roca cruzando el Río Limay y el título de la pintura, “La conquista del desierto”.
Clara postal de los tiempos históricos argentinos.
De esa pertinaz presencia del pasado abierto en el presente, ya sea para justificar o para imponer los privilegios de pocos por encima de las necesidades de los que son más.
Roca fue el presidente que nos puso en el planisferio dentro de la entonces llamada división internacional del trabajo hecha a imagen y semejanza del imperio de aquel siglo XIX, Gran Bretaña. Con quien el roquismo supo practicar sus buenas dosis de relaciones carnales.
Y Roca hizo aquella incorporación de la Argentina al mundo manejado por el imperialismo inglés luego de haber sido el jefe del primer gran terrorismo de estado que se inició en 1879 con la llamada Conquista del Desierto.
No había desierto.
Dice el imprescindible antropólogo e historiador Carlos Martínez Sarasola en su libro “Nuestros paisanos los indios” que aquella “conquista” terminó con la vida de más de 12 mil personas que vivían, amaban, sufrían, soñaban y construían su economía, religión y cultura en la Patagonia.
Aquellos originarios habitantes de la Patagonia fueron desaparecidos, convertidos en desierto por obra y gracia de una decisión política tomada desde el estado argentino decidido a terminar con las molestas presencias que imposibilitaban varios negocios con las tierras del sur, entre otros, hipotecarlas a cambio de contraer créditos externos.
Fue desierto después del terrorismo de estado y de la subordinación de la nación a los intereses del imperialismo de turno.
Cien años después, el gobierno argentino de la mano de Menem y Cavallo, prometían el primer mundo como único horizonte posible luego del genocidio de 1976 cuyos principales responsables eran indultados por el riojano.
No era una simple curiosidad, entonces, que el máximo símbolo del poder económico que a veces ingresaba en el bolsillo de los trabajadores fuera la imagen de Roca y su obra cumbre.
Porque el poder económico concentrado en pocas empresas de los años noventa del siglo XX también estuvo prologado del terrorismo de estado que terminó con los otros indeseables que molestaban a ese proyecto.
El billete de cien pesos es la perfecta síntesis de la lógica del sistema en la Argentina.
Terrorismo de estado, incorporación a la política internacional según el dictado de la potencia hegemónica del momento y mayor concentración de riquezas en pocas manos.
Hasta el propio Menem, alguna vez, se comparó con Julio Argentino Roca.
Aunque una socia menor del gobierno, Adelina Dalesio de Viola, dijo que si debía emparentar al riojano con algún prócer lo haría con Justo Urquiza.
Correcta visión la de la señora conservadora.
Urquiza terminaría asesinado por haber traicionado el proyecto de integración de las economías regionales que fue el sueño de la Confederación.
El desierto era para los conquistadores o para aquellos que se animaban a encontrarse para marchar en contra de la corriente.
Empezar
El sindicalismo argentino había protagonizado catorce paros contra la administración de Raúl Ricardo Alfonsín, hombre de la Unión Cívica Radical que fue votado como presidente luego del cierre del terrorismo de estado, el 10 de diciembre de 1983.
Seis años después, las persianas de las fábricas no se volvieron a levantar ni tampoco se pudo demostrar que con la democracia se comía, se trabajaba y se curaba, como le gustaba repetir a Alfonsín en sus discursos preelectorales.
En forma paralela a la asunción de la llamada economía de guerra que se descargaba sobre las mayorías argentinas, el gobierno radical había abandonado el pedido popular de juicio y castigo a los culpables del genocidio y promulgó las leyes de punto final y obediencia debida que obturaron la posibilidad de una real y efectiva justicia.
A pesar de los primeros intentos de lograr un club de deudores para generar un mayor de poder de discusión ante los acreedores externos e internos, el alfonsinismo se entregó a las imposiciones de los organismos internacionales.
No importaba la deuda interna, si la deuda externa.
Desde el Ministerio de Trabajo de la Nación se quiso domesticar a las organizaciones gremiales con nuevas leyes que reglamentaban las obras sociales y hasta la práctica sindical.
A fines de 1988 y principios de 1989, había hambre en el país productor de carne, leche y pan.
A la embestida de los exportadores que multiplicó el precio del dólar, le correspondió una feroz inflación que desató los saqueos de 1989.
Las elecciones de mayo de aquel año dieron como ganador la fórmula del Partido Justicialista, integrada por Carlos Menem y Eduardo Duhalde.
Menem y la inversión de Cooke
El nuevo presidente llegó a la Casa Rosada prometiendo salariazo, revolución productiva, defensa del patrimonio nacional, integración latinoamericana y justicia social.
A poco de andar, el propio Menem dijo que esas palabras eran solamente para la campaña y que si decía lo que efectivamente iba a realizar no lo votaba nadie.
La conclusión fue una política de ajuste permanente, de subordinación a los Estados Unidos y los organismos internacionales, concentración de riquezas en pocas manos, privatización de las empresas del estado y de la previsión social y, como consecuencia, multiplicación de la pobreza y la desocupación.
En ese punto de inflexión, el sindicalismo, mayoritariamente de raíz peronista, se encontraba ante el dilema de apoyar o enfrentar al gobierno.
Menem había concretado en la práctica la inversión política de una vieja frase del primer delegado de Perón cuando estaba en el exilio, John William Cooke, que había dicho que “el peronismo era el hecho maldito del país burgués”.
Ahora, a través de las políticas aplicadas, el peronismo se había convertido en el hecho burgués que maldecía al país.
En agosto de 1990, Claudio Lozano y Artemio López, publicaron “Estado y peronismo. Una relación difícil”.
El trabajo -que formaba parte de los cuadernos del Instituto de Estudios sobre estado y participación- decía que “normalmente suelen señalarse las profundas transformaciones económicas que gestaron el proceso abierto en 1976. Aquí se intenta destacar el modo en que la dictadura militar resituó el lugar de la política y el estado alterando drásticamente las representatividades sociales y políticas en la Argentina”.
Agregaba que “sus efectos no concluyeron junto al proceso militar. Se mantienen y definen límites concretos a la práctica política propia del actual proceso democrático. Más aún, tienen directa relación con las profundas modificaciones sufridas por el peronismo”.
Lozano y López terminaban diciendo que “es hora de plantearlo claramente: toda agrupación peronista debe definir su práctica política no para incorporar algún referente al estado. Por el contrario, se trata de desvincularse del aparato estatal para vincularse con las demandas sociales e intentar una vez más, desde cero, la construcción de otro poder. Por incipiente y débiles que parezcan estas nuevas formas organizativas, su producción, reproducción y ampliación es quizá la única y última chance que se tenga desde el peronismo, para resistir este colosal ofensiva de entrega económica y fundamentalmente despojo político ideológico que llevan adelante las facciones dominantes y el Estado”, remarcaban.
En un estudio posterior, “La etapa Menem. Cambio estructural, crisis recurrentes y destino político”, Lozano esta vez con Roberto Feletti, describían los principales ejes de la política impuesta desde 1989.
“A diferencia de lo que la oligarquía terrateniente de finales del siglo XIX pudo establecer con Gran Bretaña (complementariedad de intereses), el actual modelo propone una inserción esquizofrénica en la cual la Argentina resulta exigida al pago por una banca acreedora con problemas de liquidez, y al mismo tiempo se le cierran los mercados para afirmar el modelo exportador que sistemáticamente se declama. Contexto que, más allá del negocio que puedan hacer un conjunto reducido de grupos locales, difícilmente pueda otorgar respuesta a una franja más relevante de la población. Panorama donde además resulta difícil suponer que aquellas facciones empresariales, que durante más de una década desvincularon sus excedentes del circuito económico local, modifiquen en algo su comportamiento inversor”, apuntaban.
Y concluían en que “la experiencia abierta en julio de 1989 es elocuente respecto a las siguientes cuestiones:
a) Que los sectores populares nada tienen que esperar de las dos facciones (banca y grupos) que priman en el capitalismo local.
b) Que las burguesías no se autodisciplinan y que por ende apostar a una de las facciones para subordinar a la otra, tarde o temprano supone una nueva crisis política que degrada el proceso democrático. El mantenimiento de este tipo de escenario no hace otra cosa que reproducir el caos en la economía y en la sociedad argentina. La hiperinflación como una amenaza siempre futura es la evidencia de que el caos sigue presente.
c) Que la constitución de un estado que se precie de tal implica desvincularlo de la subordinación en que lo han sumido las facciones dominantes, afirmarlo en la representación de aquellos intereses que durante años han sido excluidos del proceso económico y político argentino, y que constituyen la única base social sobre la cual es factible democratizar el aparato estatal y fortalecer su capacidad regulatoria. Regulación imprescindible para arbitrar entre y limitar a las facciones dominantes. Condición sine qua non para una inserción internacional de nuestro país fundada en cuotas crecientes de autonomía y justicia social”.
Cuenta María Seoane que “Menem realizó el proceso de privatizaciones más extremo de toda Latinoamérica. No sólo porque el remate a precio vil del patrimonio económico acumulado por varias generaciones se realzó en tiempo record, sino también por el nivel de ganancias que obtuvieron quienes se apropiaron de las empresas del Estado. En apenas seis años, un conjunto reducido y sumamente privilegiado de empresas ganó 2 mil millones de dólares por año; casi 6 millones de dólares por día; 227 mil dólares por hora y cerca de 3.800 dólares por minuto. En otras palabras, durante la era menemista, este núcleo selecto ganó por minuto el equivalente a casi diez salarios medios de la economía argentina. El menemismo se atrevió incluso a enajenar el patrimonio energético estratégico del país, entregando las reservas y la explotación del petróleo a compañías extranjeras. El total de empresas privatizadas superó las 65”, narró la periodista en su libro “Argentina. El siglo del progreso y la oscuridad”.
Y apuntaba la presencia de Domingo Cavallo diciendo que “Cavallo fue para Menem y la Argentina, lo que Martínez de Hoz fue para Videla y la dictadura: el hombre clave que resumía en su historia y en su nombre la alianza de intereses del establishment con los grandes financistas mundiales. Cavallo, el único miembro latinoamericano de la Trilateral Comisión y el único no banquero del Grupo de los Treinta financistas más importantes del mundo, fue el ministro de Economía que más tiempo estuvo en su cargo en toda la historia argentina, con la curiosidad de que pudo vender sus servicios y ser funcional a los militares, a Menem y a su sucesor, el patético Fernando De La Rúa”, sostuvo.
En aquellos días del menemismo rubicundo, el riojano dijo: “...el rumbo del Gobierno, lo marca Dios”.
¿Cómo, entonces, enfrentar a Dios?.
Eran tiempos de barajar y dar de nuevo en el sindicalismo argentino.
Sin embargo, esas políticas económicas encontraban respaldos en las elecciones parciales, como sucedió en los años 1991 y 1993. Incluso, más adelante, Menem sería reelecto.
¿Qué hacer, entonces, desde el gremialismo peronista?.
¿Cómo sobrevivir a la desaparición de la clase trabajadora que estaba llevando adelante el riojano y sus funcionarios?.
¿Qué hizo entonces el sindicalismo?.
Hubo un sector de gremios que decidió apostar al proyecto y se convirtió, en la práctica, en empresas al servicio de la riqueza concentrada a partir de una herramienta fenomenal: la metodología de la traición a sus representados, los trabajadores.
Con la asunción de Menem, en el teatro San Martín se había fracturado la CGT. Se votó la comisión de poderes. Allí los gremios estatales y los reconocidos como ubaldinistas pierden la votación a manos de Triaca, Barrionuevo, y otras expresiones que había en ese momento. Fue cuando la comisión de poderes reconoce a los interventores nombrados por el Ministerio de Trabajo durante la dictadura. La historia se repetía porque en el ’76 también se había dividido entre comisión de gestión y trabajo, donde estaban Triaca y Baldasini. Reconocían a los interventores nombrados por la dictadura y los gremios opositores a los trabajadores votados antes del ’76.
El documento de la CGT San Martín decía: “Habiendo ahora un gobierno justicialista los sindicalistas tenemos que ser la garantía de la concreción de sus políticas”. Esas palabras cambiaban la esencia del sindicato. Se podría haber admitido que el documento diga, por ejemplo: “Ahora que hay un gobierno justicialista, este debe ser el garante de las necesidades de los trabajadores...” pero nunca al revés. Estaba empezando a quedar claro lo que venía produciéndose después del ’76. Habían entrado y lo decían sin ningún tapujo.
“Nosotros resistimos en la CGT de Ubaldini. Seguimos durante todo el ’90. Hicimos movilizaciones desde el ’89. Repudiamos las privatizaciones. El 20 de marzo del ’90 hicimos la gran movilización contra las privatizaciones porque la CGT dio mandato para un paro pero no le puso fecha y entonces la Comisión Nacional de Gremios Estatales (CONAGRES) que fue base para esta CTA resolvió convocar a la marcha. No lo hizo toda la CGT, lo hicimos nosotros. Llegó después ese 17 de octubre, en el estadio de Boca, cuando se ratifica a Ubaldini y se divide definitivamente la CGT. Ese día se convoca a un paro general para el 15 de noviembre del ’90. Esto trae aparejado una crisis interna porque a medida que nos acercábamos a ese 15 de noviembre, algunos sectores como la UOM, encabezada por Lorenzo Miguel, se decide retirar de la CGT, y ese paro terminó siendo débil comparado con lo que estábamos acostumbrados y fue el último acto en el que Ubaldini habla como Secretario General”, apuntó De Gennaro.
El 27 de abril del 1991, conmemorando un aniversario de la huelga en la dictadura, se realizó un encuentro en la Federación de Box, donde se discutió qué hacer frente a la crisis.
“Días previos a este encuentro sucedía el conflicto de Acindar donde López Aufranc se negaba a reconocerles entidad a los compañeros de Villa Constitución encabezados por Piccinini y Victorio Paulón, y entonces había una confrontación muy grande. Fuimos con Mary Sánchez a expresar nuestra solidaridad y en esa marcha que fue espectacular de la puerta de fábrica a la plaza invitamos a Piccinini a que participe del encuentro y ese fue el preludio de lo que iba a ser lo nuevo. Piccinini vino al Encuentro de la Federación de Box, pero solo a saludar sin formar parte”, recordó el dirigente estatal.
-Vengo de familia Peronista. Mi viejo era suboficial del ejército, rajado en el ’55. Mi vieja era maestra. Soy el del medio de 3 hermanos varones. Crecimos mamando las historias de felicidad de nuestro pueblo contados por mi viejo y las injusticias de la proscripción y discriminación. Encima en el secundario fui al Moreno donde empecé en el ’67 y había un cuerpo de profesores gorilisimos. Especialmente los de Educación Democrática o Instrucción Cívica, con los cuales peleaba una “guerra” despareja -cuenta Ricardo Peidro, dirigente de la estratégica Asociación de Propaganda Médica.
Se incorporó a la Juventud Universitaria Peronista cuando ingresó a Medicina “en ese momento era el GUP. Junto a mi compañera Gabriela somos prácticamente los últimos que permanecemos militando en la facultad hasta Mayo de 1977 cuando nos secuestraron y envían al Campo de Concentración “El Atlético”. Al tiempo nos largan. Laburamos de varias cosas, en el año ’79 ingreso a un laboratorio como Agente de Propaganda Médica y como no podía ser de otra manera, me conecto con algunos militantes y empiezo mi actividad gremial”, recordó uno de los pioneros de caminar en el desierto menemista.
-Nunca me gustó definirme como ex detenido desaparecido. Ese hecho fue consecuencia de ser un militante popular. Así me gusta identificarme. No somos una foto detenida en el tiempo. Por eso la Construcción de la Central, es parte de esta historia, es la verdadera reivindicación de tantos compañeros desaparecidos. Porque luchar para que hasta el último genocida vaya preso es solo una parte de la lucha. Los compañeros serán reivindicados definitivamente cuando seamos capaces de construir un país donde no haya pibes con hambre -dice y sostiene con su ética.
Para Peidro aquellos primeros tiempos estaban cargados de incertidumbres.
Rememoró que “cuando la CGT convocaba a la “Unidad de Parque Norte”, las reuniones en las que se discutía la decisión de ir o no se hacían en la sede del sindicato, la Asociación de Agentes de Propaganda Médica de la República Argentina. Algunos gremios y compañeros decidieron ir, Incluso en el sindicato se produce la fractura entre los “concurrencistas” bajo el lema de la unidad del movimiento obrero” y los que sosteníamos que debíamos transitar otro camino, otra construcción”, apuntó.
“El otro sector nos decía que no entráramos en una pelea que era de los estatales. Habían comprado el discurso del enemigo, por supuesto nosotros planteábamos que era una cuestión de la clase trabajadora. Mas tarde en el sindicato estas posiciones se expresaron en las urnas donde mantuvimos algunas seccionales pero perdimos la conducción nacional y costó el despido de decenas de compañeros que quedaron en el camino. Desde los lugares que conservamos seguimos firmes en el Congreso de Trabajadores argentinos y en la Central. Diez años mas tarde una lista de la CTA ganaba las elecciones en la AAPM de la RA a nivel nacional. Pero esta es otra historia. También en nuestro gremio habíamos atravesado el desierto”, subrayó Peidro.
Para Juan González, uno de los impulsores del sapucay del trabajo en Corrientes y dirigente de ATE, sostuvo en relación a aquel sueño inaugural del CTA: “La organización de los trabajadores tiene que ver con la organización del trabajo. La Argentina al igual que América Latina sufrió la transformación del sistema capitalista de los 70 en forma violenta. Hubo una agresión política social y cultural. Lo que hay que tener en cuenta es que la transformación económica financiera generada es la transnacionalización empresarial y la fragmentación de la clase trabajadora”, dijo el sindicalista.
González participó en la recuperación del sindicato provincial de los estatales de Corrientes (AEP). Y luego desde Córdoba “un diregentazo” Raúl Ferreyra (fallecido en 1985) convocó a recuperar la Federación de los estatales provinciales (FATEP).
Ahí estuvo el correntino y fue elegido Secretario de Asuntos Laborales. Ferreyra era amigo de Víctor De Gennaro que había ganado ATE y a fines de 1984 se hizo una reunión FATEP-ATE. Fue cuando Juan conoció al Tano y los muchachos de ATE.
Después del fallecimiento de Raúl, la FATEP se desdibuja. En Corrientes se tomó la decisión de salir de la Federación.
En 1990 los estatales correntinos se integraron a ATE y González fue electo secretario general del gremio en su provincia.
“Recuperada la Democracia restringida, producto también de la resistencia, donde los trabajadores que resistieron buscando recomponer organización lo hicieron en la clandestinidad en su mayoría. La vuelta a la posibilidad de la recuperación de las organizaciones representativas se dio en no muchos casos. El desarrollo de la actividad política sé hacia sobre las practica anteriores al 76, y así llegamos al 89 asociando el movimiento sindical al movimiento nacional popular viejo, la realidad de la organización socioeconómica no era el mismo. La traición política del menemismo puso en cuestión todas las estructuras políticas y sociales”, agregó el correntino.
Para González, “la mejor síntesis política de la discusión del 90-91 lo concluyó un día Germán Abdala, diciendo “Hay que comenzar mucho más que de atrás”. Es decir que la dictadura no destruyó los sindicatos sino que fragmento la clase trabajadora, había que reconstruirnos como clase. El sindicalismo legalizado por el sistema permite organizar solo a los trabajadores registrados en blanco, es decir que ilegaliza, deja afuera a millones de trabajadores. Recuperar la fuerza de los trabajadores es construir la unidad política como clase, es decir ser capaces de construir un nuevo sindicalismo que contenga a toda la clase. ¿Y quien lo va a hacer? Deben hacerlo los propios trabajadores, es lo que decidimos en Burzaco (17 de diciembre de 1991, diez años después concluíamos en una consulta popular el punto más alto de este caminar). Y nos declaramos en estado parlamentario, nos constituimos en Congreso de Trabajadores Argentinos. Y la primera tarea es unificar la resistencia, pues donde hay resistencia hay identidad de clase. Así transitamos hacia la Marcha Federal. Y la resistencia se mostraba claramente en interior, el primer mundo ponía en cuestión una vez más el proyecto histórico el País Federal”, remarcó.
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