sábado, 11 de octubre de 2008

Hachas de piedra

Investigación arq. Gustavo Fernetti - Docente de la Escuela Superior de Museología

Las comparaciones son odiosas. Otras, tal vez como estas, ociosas. Al que esto escribe le basta con su lectura, también ociosa.

Hachas de piedra
El caso de los yir yoront fue narrado por el antropólogo norteamericano Lauriston Sharp en 1959, cuando ya era tarde.
Viviendo en la edad de piedra, los aborígenes yir yoront tenían su sistema cultural casi intacto desde hacía más de mil años.
Los yir yoront vivían un poco aislados. Exceptuando esporádicos contactos con gente blanca, nada perturbaba la vida de estos australianos originarios. Además, solían recurrir al rápido expediente de matar a todo el que se le cruzara. Esta forma de vida naturalmente irritaba a sus vecinos blancos más cercanos (digamos, a unos 500 kilómetros) los que solían arrebatarles las mujeres y los niños con el sano propósito de reducirlos a la servidumbre.
Este maltrato no podía agradar a la iglesia y a inicios del siglo XX, los misioneros convencieron al gobierno de iniciar contactos por su intermedio. Los yir yoront no venían a las iglesias, pero descubrieron en los sacerdotes blancos una herramienta: el hacha de acero.
Los yir yoront comenzaron a usar las hachas de metal reemplazando a sus habituales hachas de piedra. Éstas eran especiales: debían ser confeccionadas ritualmente. Ninguna mujer o niño podía poseer una, pero podía pedirla prestada a cualquier hermano o a su marido. Quedaba muy mal visto negar un hacha de piedra. La piedra en sí se adquiría por una esposa, o viajando lejos, en una auténtica iniciación masculina.
Además, en el origen mitológico de los yir yoront, las hachas habían pertenecido al clan mítico Perro que persiguió a la Iguana. Esta familia original introdujo, hace miles de años, el hacha de piedra en la sociedad yir yoront, por lo que sus descendientes eran muy respetados. Hasta se vinculaba el hacha de piedra con la vida, y con la procreación. Tomá.
Con las hachas de metal las cosas cambiaron. Cualquiera que fuera a misa era merecedor de un hacha, cuando antes para obtenerla debía, al menos, cazar un canguro. Las mujeres que limpiaban la casa del ministro se llevaban una. Los niños codiciaban el hacha de metal con desesperación.
Las cosas se derrumbaron. Los hombres eran cada vez menos viriles y las mujeres, menos femeninas. Los viejos se dedicaron al alcohol, y se los veía morir ante la indiferencia de los que antes los cuidaban. Las hachas comenzaron a alquilarse por dinero occidental, que permitía comprar hachas nuevas. Los jóvenes deambulaban en grupos dedicados a robar hachas que cambiaban por drogas. Al final, las hachas de acero se adjudicaron al Clan Mítico de los Fantasmas, que era el del hombre blanco y también el de la Muerte.
Con el tiempo, los sacerdotes cristianos vieron que las cosas estaban mal, y les hablaron a los yor yiront de Dios y Cristo y de la esperanza de un más allá. Una cultura había desaparecido: de indígenas pasaron a ser indigentes, parias sociales; al año 2000, no hay ya yir yoront en el mundo: sólo australianos borrachos, miserables, falsos creyentes de su religión abandonada y que miraban con escepticismo su propio futuro, si es que hay uno.

Dejar el hacha
A mediados del siglo XIX, Paraguay estaba aislado del mundo.
Vivían en una especie de planeta aparte.
Su economía se basaba en el autoabastecimiento y eran pocos los datos que se recibían en el mundo, del interior paraguayo. Su dictador, Gaspar Rodríguez de Francia, no permitía intromisiones, pero tampoco le dejaban hacer nada. Argentina y Brasil querían quedarse con el Paraguay. Habían rechazado a Belgrano en 1811, que tuvo que conformarse con irse rápidamente después de una amarga derrota. Artigas, también derrotado, fue a solicitarle asilo y fue encarcelado por el ya anciano “doctor Francia”, desconfiado y sagaz. Siempre vigilado, el héroe uruguayo murió en la soledad de su exilio.
Con la muerte de Francia, otro dictador asomó en la escena paraguaya. Carlos Solano López, pensando en un Paraguay fuerte, manejaba la política con mano de hierro. Gran parte de la población era aborígen y hablaba paraguayo, y paraguayos comenzaron a ser, lentamente, las fundiciones de hierro, las telas, la comida y los productos del hogar. Sin embargo, no era tonto: envió a su hijo al exterior para que observara y aprendiera. El párvulo, Francisco Solano López, miraba atentamente los ejércitos y la industria inglesa y francesa, a la vez que aprendía esos idiomas, economía y filosofía. Ya embajador, se casó con una irlandesa, compró barcos y cañones, además de convertirse en el hombre más ilustrado del Paraguay.
Muerto el padre, el hijo desarrolló aún más el país, ya como presidente elegido democráticamente. Francisco tenía la idea de un estado pujante y moderno, pero “a la paraguaya”.
El analfabetismo fue casi totalmente reemplazado por un bilingüismo guaraní - castellano. Las escuelas se abrían con la misma naturalidad que las fábricas. Más de un millón de paraguayos comenzaron a prosperar. Desarrolló una industria particularmente paraguaya, basándose en aprovechar al máximo los recursos naturales, impulsando la inventiva manufacturera y la creatividad comercial. Si bien era un déspota ilustrado que vivía bastante alejado del pueblo, éste había soportado tantas privaciones que comenzaba a considerarlo “su“ presidente. No iba a solicitar créditos, ni permitir un comercio exterior desfavorable. Pagaría las compras “tiqui - tiqui”. Los bienes de capital (máquinas) debían ser paraguayos y toda importación se gravaría fuertemente. Paraguay se convertía inevitablemente en una potencia latinoamericana por decisión propia.
Era más de lo que los ingleses podían soportar.
Impulsores de un capitalismo en expansión, los ingleses estaban ansiosos por colocar las mercaderías que fabricaban, sea tela, locomotoras o dinero. La plata les entraba con más rapidez de lo que podía ser gastada, lo que provocaba su depreciación.
La idea inglesa era convertir toda Latinoamérica en un inmenso productor de bienes primarios (o sea, del campo) y consumidor de secundarios y terciarios (dígase manufacturas y servicios financieros).
Paraguay, es claro, no encajaba allí. Ese país había dejado, solito, las hachas de piedra.
Por eso, en Inglaterra el Foreign Office declaraba al Paraguay un pueblo “ignorante”, "que se siente feliz con su tiranía y se cree igual que los más poderosos". Sólo esperaba que “una invasión extranjera llevase al Paraguay a la libertad comercial”.
Argentina cumplió ese feliz cometido, junto a Uruguay y Brasil.
Después de varias felpeadas en su contra, los Aliados pudieron con el Paraguay. Solano López murió por el lanzazo de un sargento brasileño, peleando; Mitre, en su cómoda tienda, no hizo más que perder batallas luego de que brasileños y uruguayos pidieran desesperados su retiro de la guerra. Hoy ambos son un nombre, un recuerdo y una calle.
Hablemos de la gente: miles de argentinos murieron, y otros miles más no se presentaron a combatir, pues era una guerra muy impopular; de los 1.500.000 paraguayos quedaron, finalizada la guerra, 230.000. El 80%, mujeres.
Lo primero que se hizo en la posguerra guaraní fue llamar a un gobierno “liberal” que destrozó la barbarie de la industria nacional paraguaya. Miles murieron de hambre o se fueron a la selva. Para solventar el cambio, se solicitaron préstamos (a Inglaterra, obvio) con el fin de fomentar la industria y el comercio. Comenzó a gobernar -como en Argentina, como en Bolivia y como en Uruguay- la clase alta, olvidándose de los soldados y los pobres. Paraguay no se repuso aún, recién en 1916 un atento presidente Yrigoyen “perdonó” la deuda bélica que Paraguay mantenía con Argentina como reparación de guerra. Fuimos los únicos que no se beneficiaron con la contienda, demás está decir. Pero fue tal el “éxito” que Domingo Faustino Sarmiento, el Maestro de América, y que había perdido a su hijo adoptivo en batalla, se fue a vivir en tierra paraguaya. Había probado las ametralladoras Gatling -norteamericanas-, didácticamente, en las paredes del antiguo Colegio Nacional de Rosario, con rumbo a tierra guaraní. Sarmiento llegó a un Paraguay ya depurado de esa “excrecencia” (o sea, los paraguayos). ¡Qué amable con sus anfitriones! Allí murió y se conserva su casa tal cual. En Cerro Corá, donde murió Solano López, sólo se alza un modesto monumento que rememora una gesta solitaria y romántica, despótica y aventurera tal vez, pero ejemplo único en América.
La criolla lanza que lo mató se fabricó, según se dice, en Inglaterra.

Comparación odiosa
¿Se acuerda, lector/a cuando en la secundaria nos enseñaban “La Segunda revolución Industrial” y se decía que era la aplicación de las máquinas para fabricar otras máquinas? No era sólo eso. Los docentes nos ocultaban (¿por complejo?) el tema económico. La Segunda Revolución significaba la extensión global de un sistema económico nuevo: el capitalismo.
La introducción de cualquier economía nueva resulta en estas catástrofes. Culturas enteras se vieron afectadas. En Argentina, el exterminio de los indígenas significó, por un lado, el control territorial en manos “amigas”, por el otro, un sustento a la economía de exportación de productos primarios (carne y cereal). A partir de mediados del siglo XIX, nadie podía tener ya hachas de piedra. O fabricarlas, porque eso, de por sí, significaba que alguien perdía plata. El sistema amplió aún más sus injerencias.
Usted lleva el apellido Tangaretti o Flikman, gracias a ese cambio. Le revienta que le pregunten cuánto gana, o gasta de más en lujos y perendengues, debe explicar su conducta, cosa que jamás haría un yir yoront.
Hoy día, la ciencia “Economía” es parte del manejo de la economía misma, ha dejado “sólo” de estudiarla: la dirige. Con sólo decir que cayó el Riesgo País (una descripción, en suma) todo se derrumba: la señora se asusta en la verdulería y corre a comprar dólares; se sacan los ahorros del banco y pasan abajo del Belmo. O sea.
Las hachas de piedra son cosa de otro sistema. Este que tenemos no las tolera, por la simple razón que alguien fabrica algo igual, que debe vendernos y nosotros comprar.
Nuestra cultura ha asimilado esto ¿para qué te vas a hacer una parrilla, un sillón, una escalera, si la podés comprar? Es una pérdida de tiempo. Vemos con desconfianza o con curiosidad al que se “fabrica todo en casa”. Un loco.
Se suele denostar al general Roca basándose en el argumento de que cometió un genocidio. Igual que Hitler, vea. Pero tiene un agravante: lo hizo por plata. Todas estas bancarrotas culturales –si se me permite el término- fueron hechas con el objetivo purísimo de los negocios. Eso no se suele decir.
La suplantación del sistema tradicional (de los yir yoront o de los paraguayos) nos incluye. Hoy día somos los yir yoront.
Así que señora, señor: Si usted tiene un hacha de piedra en su casa, escóndala, tírela, mándela al museo, no se inadaptado. No tardará en convocar, usted mismo, al proveedor de Sprayette. Llame ya.

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