Por Daniel Briguet
Estuvo en el boliche desde que lo abrieron. Un local reciclado en el piso de abajo de una vieja casona, con mesas de madera lustrada, banquetas alrededor de una barra rectangular, paredes cubiertas con estantes de botellas de licores alternando con fotos de actores y afiches de películas. Ella entró como moza-ocasionalmente lo era-pero su lugar terminó siendo la barra.
En los años transcurridos, sus rasgos apenas cambiaron. Como si el tiempo que preserva la nobleza de la madera, también se hubiera ocupado de resguardar su piel tersa veteada de ligerísimas pecas, sus ojos oscuros y brillantes, el pelo negro recogido cada vez de un modo diferente.
Tenía o tiene un nombre pero todos la conocían como Liz.
Eso fue la ocurrencia de alguien en la primera época, cuando el boliche estaba de onda y a la noche caían barras de chicos conchetos que hacían sonar los escapes de sus grandes motos o los pasacassetes de sus modelos nuevos al estacionar en la calle o la vereda. El aire interior se llenaba de humo- todavía no existía la prohibición de fumar-y ella debía lidiar con los pedidos que se multiplicaban y las voces altisonantes de sus juveniles clientes . Lo hacía con aplomo, sin perder la calma. Preparaba buenos tragos, conocía las proporciones justas que debía contener un Branca-Cola o un Vodka con Speed y ese era uno de los motivos de su convocatoria. El otro se desprendía de su mirada esquiva, que casi nunca se posaba en un punto pero, cuando lo hacía, lograba seducir a sus destinatarios. Una sonrisa tenue y los labios entreabiertos que mostraban dientes blancos y parejos.
Esta seducción se desparramaba sin mayores consecuencias por el aire viciado del boliche y calzaba con sus gestos firmes y delicados. De cuerpo menudo, debía estirarse para alcanzar la canilla de la chopera y hacer correr la espuma que debería cubrir varios balones. Algunos chicos aprovechaban este momento para contemplar la franja descubierta de su espalda, que se desplegaba como una promesa distante. Los que la conocieron entonces cuentan que hubo más de un roce para ganar sus favores.
Las noches del fin de semana, viernes y sábados, ella esperaba terminar su turno, al promediar la madrugada, y caminaba hacia la puerta del desván donde solían cambiarse. Salía diez minutos después, a menudo vestida de negro, con jeans de cuero que remataban en unos borcegos y un top que sugería el nacimiento de sus pechos debajo de una campera de un negro brillante. Los aros eran negros o plateados y el cabello suelto destacaba su cuello largo y delgado.
Todos esperaban su saludo, que ella reducía a un beso en la mejilla para un puñado de conocidos y un movimiento de la mano sosteniendo un cigarrillo para el resto de los presentes. Un vacío perceptible se instalaba entonces en medio del pub superpoblado. Los parroquianos sentados en la mesa de afuera podían ver deslizarse su figura pequeña y notable bajo las copas de los árboles hasta diluirse en la oscuridad.
Las versiones indicaban que le gustaba amanecer en algún after y que sus preferencias se inclinaban por un boliche pero nadie sabía cuál. También, que le gustaba beber si bien nadie la había visto perder la línea.
La parte disipada de Liz, si la tenía, parecía guardada en un cofre sellado.
Esta situación cambió un tanto cuando los dueños del pub, al ver que la onda fashion se apagaba, decidieron venderlo. La compradora fue una mujer de aire distinguido que no tardó en vislumbrar otra veta para el negocio. Solo con algunos retoques en la ambientación- fotos y afiches fueron reemplazados por reproducciones de Toulouse Lautrec – y una serie de instrucciones al plantel de mozas, logró que la edad promedio de la clientela subiera y estuviera dominada por parejas y familias de clase media acomodada. El bullicio disminuyó pero el nivel de ventas se mantuvo y poder adquisitivo mediante, logró subir. De los parlantes ya no salía el ruido del pop y la música dance sino temas lentos, baladas de Serrat y Nat King Cole.
Con Liz no supo bien que hacer. Al principio pensó en cambiarla, sobre todo al advertir que el filo de su carácter era inversamente proporcional a su estatura. Pero tuvo otra idea cuando vio que cada noche acudían al rectángulo de la barra hombres de cierta edad, vestidos con trajes de impecable corte o ropa informal de marca, que pedían un menú del día o se entretenían con una copa de scotch. Como antes, las miradas se dirigían a la chica de la barra, solo que en un ambiente más tranquilo.
Para ella esto supuso cierto alivio. Ya no debía lidiar con chicos zarpados sino con caballeros capaces de mantener la compostura hasta la tercera o cuarta copa, algo así como el límite del consumo habitual. Tampoco estaba rodeada de un coro de voces que se disparaban en distintas direcciones sino de cuitas personales que hablaban de malos negocios o de un amor frustrado. A veces resultaba cansador pero ella sabía que la mejor propina venía del hombre que se sentía atendido. No faltaron los lances de ocasión, formulados en otro tono, con una perspectiva que podía encandilar a más de una muchacha. Ella mantenía la regla de la mirada esquiva, la sonrisa leve que mostraba a una mujer amable y difícil de escrutar.
Todo hasta que, en el grupo de noctámbulos, conoció al Pintor.
Un cincuentón que no se dedicaba a la pintura pero hacía de ella su vocación más obstinada. Congeniaron rápido. Tal vez porque tenían gustos parecidos o porque cada uno, a su manera, conocía el arte de seducir. El Pintor además solía ser caústico en sus observaciones y ella festejaba esas salidas, que pasaban inadvertidas para el común. Cualquiera se daba cuenta que su trato con él era preferencial y eso sembraba el recelo en el resto de los parroquianos. Una noche alguien aseguró haber oído esta frase:
-Me gustaría pintarte.
Nadie supo si hubo una respuesta.
Tampoco la suerte que corrió la espontánea proposición.
Un sector de la barra sostenía que ella había accedido a posar y que el cuadro colgaba de una pared de su pequeño departamento. Más todavía: alguien que había logrado verlo comentó que el lienzo desprovisto de marco lograba capturar sus formas breves y sensuales, con un detalle adicional. A diferencia de la chica que veían todos los días, la figura desplegada en la tela exhibía, en pequeños detalles, las huellas del paso del tiempo. Como si, aún siendo bella, la mujer del cuadro no hubiera sido estrictamente la chica de la barra. Es verdad que la versión pudo originarse en algún lector de Oscar Wilde. El otro atenuante es que a cierta hora de la noche y frente a un vaso de whisky o de bourbon, la imaginación se dispara con facilidad.
No hay más datos relevantes de esa época salvo que pertenece al pasado. Luego la ciudad entró en un torbellino que dejó poco de lo que había en pie. Torres con cúpulas giratorias, helipuertos, trenes tubulares, ferrobuses y sigilosas naves de ultramar, coches que se desplazaban por el aire y solo debían esquivar los carros de los cirujas. El sueño de la metrópolis moderna se materializó de modo veloz y algo caótico. En las inmediaciones del nuevo casino merodeaban los pasadores de juegos clandestinos y a través de los ventanales de lujosos restaurants asomaban los chinos que vendían fritangas exóticas, como cola de serpiente y lomo de lagartija. El turismo creció y convocó gente de países remotos. El confort y la intemperie, los prodigios tecnológicos y los vestigios primitivos, se mezclaban en un paisaje que recordaba algún film de ciencia ficción.
Ese maremagnun no tardó en franquear las puertas del boliche. Ya no podía hablarse de un público definido. Junto a la barra y entre las mesas, relucían los peinados rastas de mulatas del Caribe y el rubio casi blanco de altísimas walkyrias; apostadores de Las Vegas con sus habanos cubanos, rappers del Bronk, marineros filipinos y jeques provenientes de Ibiza o de una isla griega. Algunos perfiles, incluso, sugerían una procedencia desconocida. Solo un detalle permanecía inalterable: el negro brillante de la mirada de Liz resistiendo el asedio de la nueva fauna.
Hasta esa noche- siempre hay una noche- en que sus ojos tropezaron con una figura apolínea que se acercaba lentamente. El pelo totalmente rubio contrastaba con la pechera de cuero negro que ceñía sus pectorales. Lucía cansado, como si acabara de hacer un largo viaje. Todos se abrieron a su paso. Ella pensó en su parecido con un actor cuyo nombre no lograba recordar (Tal vez una de las fotos que cubrían las paredes en el comienzo). Al llegar a la barra el visitante pidió algo en inglés. Liz, que a esa altura manejaba todas las lenguas, entendió que se trataba de agua. Se limitó a sonreír y llenar un vaso.
-Soy un replicante- dijo él, con cierto desgano.
-Si es por eso, no te preocupes. Por acá se ven muchos -dijo ella, cuya réplica era tan rápida como su mano para tirar un café.
- He visitado las galaxias más lejanas -insistió el hombre rubio, mirándola fijamente.
Entonces ella sintió que, a diferencia de lo habitual, no podía despegar sus ojos de esa mirada transparente, que la envolvía como un aura.
Las visitas se repitieron otras noches. La chica de la barra dejó de esperar el final de su turno para largarse a algún after. Se quedaban hablando cuando las persianas ya estaban bajas. O simplemente se miraban. Ellas le enseño a beber y un repertorio de palabras en la versión local del castellano. El le contó de sus aventuras por el espacio y sus incursiones por mundos remotos.
-Me gustaría quedarme pero no tengo mucho tiempo-dijo él y tomó entre sus dedos el único pendiente que llevaba Liz, un aro plateado con una gema negra.
- Ya lo sé -dijo ella y por primera vez su rostro se inundó de melancolía.
- Soy un replicante que quiso ser libre: Una causa perdida.
- Si podés recordar, también sos humano -dijo ella-. Y todavía estás vivo.
Pero enseguida se arrepintió de estas últimas palabras. Liz sabía que el Imperio había ordenado aniquilar a los replicantes rebeldes.
El sonrió con un dejo de ironía, el mismo que había hecho estremecer a tantas mujeres.
- Alguien me dijo que hay un cuadro que reproduce tus rasgos -dijo él- pero no como yo puedo verlos.
Ella encendió un cigarrillo y largó el humo despacio.
- No hay ningún cuadro-replicó natural-. Soy como me ves.
- Me alegra escuchar eso.
Era una noche destemplada de día de semana y el pub estaba despoblado. Algunos relámpagos iluminaban la calle. El tomó la botella de Jack Daniels, sirvió whisky en los dos vasos y propuso un brindis. Ella presintió algo. Vio caer una llovizna fina contra la luz de la esquina y luego la silueta de un hombre con sombrero, envuelto en un impermeable, que abría la puerta de adelante. Vio asomar entre los pliegues del impermeable el caño de una pistola.
Por las causas perdidas -dijo él, antes de chocar su vaso contra el vaso de ella. No dijo más porque enseguida sonaron dos disparos, apagados por un silenciador, y su cuerpo se desplomó sin un grito o una queja, como si lo hubiera estado esperando.
De esta versión no hay testigos directos ya que el Encargado, el último en irse, estaba haciendo las cuentas del día en la oficina del fondo. No obstante, el relato aún se escucha entre los parroquianos de trasnoche.
Lo cierto es que a la mañana siguiente el chico de la limpieza encontró una botella rota de Jack Daniels sobre el piso.
En cuanto a la chica de la barra, no se la vio más por el boliche.
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