sábado, 11 de octubre de 2008

Diversas formas de la venganza

Por Ivana Romero

I)
En ese despacho entran, cómodamente, de derecha a izquierda: cuatro vitrinas llenas de trofeos de Chacarita, media docena de sillones, cincuenta fotos (con el presidente M., con los nietos, con la señora de pelo largo que luce sin disimulo los milagros del botox en su rostro; con “los muchachos peronistas”), dos banderas
argentinas, un gran escritorio con una gigantografía sepia detrás donde se ve al General en traje militar junto a Eva vestida de noche, y un televisor de pantalla plana de 25 pulgadas. Pero antes que nada o nadie, en ese despacho entra él, Luis Barrionuevo.
“Este negro es un nabo”, dice mientras señala la tele donde aparece Hugo Moyano entregándole una distinción a Leonardo Favio. Histórico sindicalista de la derecha peronista más conservadora, Barrionuevo es el líder del gremio gastronómico. Y allí, sobre avenida de Mayo, en Buenos Aires, él manda.
Cada tanto aparece un tipo trajeado para supervisar que la conversación sea fluida. También entra otro y ofrece café. Más atrás, en las oficinas, dos secretarias rubias y tetonas celebran su día rodeadas de ramos de flores. Muchos ramos. El aire huele a velorio.
Barrionuevo habla cada tanto con quien lo entrevista. Y atiende su celular que tiene como ring tone una cumbia de Damas Gratis. Y vuelve a hablar. Dice que a los Kirchner les queda poco tiempo. Que a él, cuando entra en el Congreso (es diputado por Catamarca), algunos se le corren como si fuera la luz mala. Pero a él no le importa. Él es un buen tipo. Él le bancó la campaña presidencial a Menem en 2003 y ahora dialoga con Duhalde para ver qué se puede armar hacia 2009, hacia 2011. O antes, quien sabe.
“A todos los Ibarra, a todos los Kirchner, a todos los que me ninguneaban, yo los dejaba hacer. Y ahora los veo pasar. Salgo al balcón y veo pasar los cajones”, dice.

II)
Un tipo que se llama Guido no puede ser mala persona. Es un nombre de letras curvas, suaves; él mismo es pequeño, con hombros combados y una cara de rasgos exagerados pero dulces, como de niño de historietas. Cosas que Ana sabía de Guido: que se llamaba así, que era dibujante, que había vivido varios años en París y que de allí le venía la pasión por vestirse con overoles de jean como los que usan los obreros parisinos, según le hizo saber la ex de Guido en una muestra de arte un día que, prácticamente, se lo entregó en bandeja. “Él es elegante a su modo. Fijate que a los, cuarenta, parece de treinta. Eso es por la ropa que usa, muy casual, pero finísima”, opinó la ex novia de Guido que, según Ana, tenía algo que ver con su propio flamante ex marido; algo, tampoco es que él había cambiado figuritas con tanta rapidez.
La ex de Guido y el ex de Ana trabajaban en un estudio de diseño gráfico que se llamaba “Happy together”. Los cuatro se habían conocido en cenas que organizaban los dueños del estudio para que sus empleados se relajasen después del trabajo. En esas cenas, que se hacían más o menos hacía un año, todavía no entraba el prefijo “ex”.
No importa quién dejó a quién, cuándo, ni de qué modo. Ahora Ana estaba separada, su ex le había dejado las llaves del departamento a través de la encargada, la ex de Guido estaba hablando con un curador de arte famosísimo y Guido miraba a Ana con ojos claros de niño abismado por la cantidad de gente, que enseguida se iluminaban con algún comentario chispeante sobre la fiesta porque Guido se encargaba, con tacto, de dejar en claro que podía pasar por “freak” o raro, pero que no era ningún tonto.
Entonces, contaba, por ejemplo, de cómo había ido a comprarse un Volvo junto a una amiga productora de la tele que llegó a la concesionaria con Graciela Alfano, que se llevó en canje otro Volvo por una semana, para curar sus penas por la separación de Matías Alé. Guido explicaba que adoraba los pares: Alfano y Alé, Ginger y Fred, cóncavo y convexo, Sandra Mihanovich y Celeste Carballo, cara o ceca. Luego se acercó sutilmente sobre el hombro de Ana y le confesó que, en su casa, cada obra de arte de la colección tenía un doble escondido en un armario. Guido, además, le miraba el escote.
Ana no tenía un escote gigante, sino dos tetas pequeñas, que se podían cubrir por completo con una mano más o menos grande apoyada sobre ellas como un cuenco al revés. Por eso sus tetas eran deseadas: porque cabían en una mano. A los hombres les gusta sentir que aquello que quieren tiene un tamaño adecuado. Ni muy grande, para no hacerlos sentir indefensos, ni muy pequeño, para que esté claro que no se conforman con poco.
El ex de Ana no estaba en el vernisagge así que ella olvidó la culpa, la ex de Guido les entregó otra copa de champagne y los despidió en la puerta del museo preguntándoles si les pedía un taxi, y Guido y Ana se encontraron de repente a las puertas de la casa de él, un jueves a las diez de la noche. El ex de Ana había tenido celos desde siempre de Guido, porque decía que era un perfecto burguesito con plata que ganaba la atención de las chicas con su cara de desprotegido. Al ex le llegaría la noticia de que Ana se había ido con el otro. Como venganza, era de cuarta. Pero a ella no le salió una mejor. Además, bueno, el tipo estaba bien.
La casa de Guido era un enorme departamento antiguo lleno de libros y obras de arte. Lo primero que a ella le llamó la atención fue una foto de Eva cuando era artista, tomada por Annemarie Heinrich, colgada del vestíbulo. Eva tenía el pelo suelto, algo erizado, como si se hubiese pasado horas cepillándolo, y un bustier. No miraba a la cámara, sino a algún punto difuso al costado y arriba. Al lado de esa foto había otra, de una mujer crucificada, con el pelo negro cayéndole sobre los hombros, desnuda casi, con un trapito de algodón entre las piernas, y dos tetas pequeñas, morenas.
Al lado de la puerta había, además, un perro hindú tallado en madera. Estaba pintado de colores vivos, y unas cuantas líneas negras y precisas le daban una expresión de intimidante vivacidad al bicho. El perro parecía tener los ojos huecos clavados en Ana mientras le mostraba los dientes pintados.
Guido la llamó desde la cocina y le preguntó si quería tomar algo. Tenía una vitrina iluminada donde se acomodaban botellas de bebida de todo tipo con prolijidad de piezas de ajedrez. Se sirvieron dos vasos pequeños de whisky. Ella se fue hasta el vestíbulo a mirar otras obras de arte colgadas de las paredes. Él se quitó los zapatos y se deslizó a su lado. Ana le preguntó si tenía dos retratos de Eva, uno en el vestíbulo y otro escondido. Él, un poco sorprendido, dijo que sí. Luego comenzó a morderle el cuello y ella creyó ver que los ojos de Guido brillaban de un modo acuoso y extraño. Se acordó de una historieta donde se reproducía el cuento “La gallina degollada” de Horacio Quiroga, y cuatro los niños idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz miraban con fruición feroz a la hermanita bella que jugaba en el jardín. Guido le estrujó con fuerza un seno, como si estuviera a punto de arrancarlo para devorárselo.

III)
Elisa Carrió está sentada en el jardín de un club exclusivo de Buenos Aires. Está bronceadísima, con las uñas de los dedos de los pies pintadas con mucho cuidado. Sus pies pequeños metidos en unas sandalias negras charoladas sostienen una humanidad que aumenta. Pide café a su asistente. Espera. Fuma Marlboro (fumará cuatro cigarrillos en una hora). Pliega sus anteojos de marco colorado, comprados en Grecia. Confiesa que, cuando los vio, supo que eran para ellas porque eran “divinos”. Dice que ya no habla abiertamente de su fe, pero que sabe lo que vendrá. Vuelve a pedir café. “Ya nos vamos”, avisa el asistente. Pero ella dice que quiere el café, de todos modos.
Dice que a Cristina Kirchner hay que sostenerla en el mandato para luego enjuiciarla “para que se haga cargo de su responsabilidad histórica al haber saqueado al país”. Ella, y Néstor, todo el kirchnerismo, aclara Elisa. ¿Qué vendrá después? “Yo, que voy a ser presidenta de una Argentina distinta, de una República moral”, responde. “Yo camino el país y la calle, yo vivo mi pueblo, lo amo, lo conozco y lo espero. Sé que se me va con famosos a cada rato, pero después vuelve”, asegura Elisa.

IV)
No puedo entender cómo hizo Luciana para transformar a Francisco en un hijo con cuatro patas, rabo y pelela en el balcón. Era un perro grande, bobo y espantosamente negro, a quien trataba con condescendencia de madre que adopta a un niño criado en la selva. Bueno, al perro lo había encontrado en la calle, sangrante por unas escaras sobre el lomo. Lo metió en su monoambiente y lo curó durante semanas con una crema que le dio el veterinario y con Pancután.
El perro sanó. Los dos se sentaban a mirar “El resumen de los medios” cuando ella llegaba del trabajo. A ella no le gustaba comer sola, así que traía la cena también para Francisco, que devoraba trocitos para perro primero y una manzana verde, después. Dormían en un colchón de dos plazas que ella tenía en el piso. Cada mañana, salían a dar vueltas por la cuadra, a hacer los mandados.
Su estilo de vida era frugal, porque ella estaba ahorrando para conocer Londres. Finalmente, sacó pasaje y Francisco quedó a mi cargo. Nos aburrimos unos días con el perro de mi amiga. Pero hicimos un pacto de caballeros: yo lo trato como perro y él se deja filmar.
No sé qué pensará ella del video que subí a YouTube para que lo vea en medio de la bucólica Londres. Parece que estoy asesinando a Francisco pero sólo es un golpe de efecto. Los cuchillos están todos mochos, de veras, y la sangre es ketchup del barato que compré en el supermercado de los chinos de al lado. Francisco mira la cámara con ojos suplicantes. Quizás en otra vida se haya llamado Alfredo Alcón. El único Francisco en la vida de Luciana quiero ser yo.

V)
Pobrecita, lloraba mucho de noche la gata. De madrugada, yo le tiraba restos de galletitas dulces desde el balcón de arriba, y ella se acercaba a la baranda a buscarlos. Hasta que un día se resbaló.

VI)
Un rollito de papel pegado en el espejo del baño del shopping con cinta scotch. Ahí dejo el nombre y el teléfono de mi hijo. Ahora a las cuatro de la tarde hay poca gente, pero por las dudas, cierro la puerta con pasador. Ojalá que nadie entre antes que la policía. La gente detesta la sangre. Pero bueno, no voy a ser un problema. Alguien escuchará pum y elegirá no acercarse. Alguien va a ver el rollito y sabrá a quién llamar. Que se haga cargo él alguna vez de mí.

No hay comentarios: