Por_María Angélica Scotti
Con esta novela (que ganó en España el Premio Rejadorada de Valladolid 2005), Beatriz Actis se perfila como una notable novelista, de sólido oficio literario. Narra (a través de 5 personajes, 5 puntos de vista diferentes) la historia de una familia santafesina (de un círculo semibohemio de la segunda mitad del siglo XX) acosada y destruida por un cúmulo de calamidades: la hija mayor, Elvirita, desfigurada por un episodio cruento (escamoteado casi hasta el final de la novela) ocurrido en su niñez; la huida intempestiva de Elvira, la madre, que abandona al marido y sus 3 hijos;
la desaparición de un tío muy cercano en un naufragio en el río; la muerte de la madre, poco tiempo después, en un accidente automovilístico; el suicidio de Elvirita (“el cuerpo desnudo de mi hermana temblando en el fondo del pozo en el centro mismo del patio de la casa”, tal como lo presenta el hermano menor al comenzar la novela). Son ingredientes netamente melodramáticos –aunque no ajenos a la vida humana cotidiana como cualquiera puede apreciar en la simple lectura de un diario- y que, como tales, entrañan un gran riesgo o desafío al ser abordados literariamente. La autora lo sabe (la palabra “melodrama” se desliza sin estridencia al menos 3 veces en el relato) y sortea con destreza esta deliberada dificultad narrativa desplegando” la tragedia familiar” dosificadamente, sesgadamente, con acertada sobriedad. Otro desafío o audacia que ofrece la novela (desafío para el lector y desafío para el quehacer narrativo) es su estructura, su ordenamiento temporal: la historia no está contada cronológicamente, mediante el procedimiento habitual o clásico, sino al revés, a la inversa, como en una cuenta regresiva. Comienza (y es una de las tantas sorpresas que acechan al lector) con el capítulo “Seis” y luego “avanza” (es decir, retrocede) al “Cinco”, “Cuatro”, etc., hasta llegar a “Uno”, al que se añade un “Epílogo” ubicado en el presente. El lector tiene así la sensación de asistir a un gradual despojamiento de sucesivas capas (como las capas de una cebolla) para alcanzar el meollo, o como ir adentrándose en un túnel que no sabemos con certeza hacia dónde conduce. Este artificio narrativo elegido por la autora es también un riesgo -se puede caer fácilmente en algo confuso o caótico y extenuante- , pero ella lo encara con pericia. Todas estas sorpresas no son meros juegos literarios sino genuinos recursos que enriquecen la trama y contribuyen a crear una atmósfera densa y melancólica enmarcada por el asiduo paisaje ribereño. El texto abunda en intrigas o tensiones que mantienen vivo el interés, así como en mudanzas de estilo (acordes con las diferentes voces narradoras) y en múltiples hallazgos, entre los cuales cabe señalar el excelente manejo de los diálogos, las ramificaciones de la trama central con nuevos personajes o historias circunstanciales, el efecto fragmentario o de rompecabezas que busca ser armado, el fluir sinuoso del tiempo, el tono sugerente en los cierres de los distintos episodios, etc.. “Cruces cierran los campos” es, en síntesis, una novela espléndida, original, compleja aunque de lectura accesible, que no decae en ningún momento sino que seduce, envuelve y, a la vez, perturba con los avatares y claroscuros de los personajes, sus nostalgias y su hastío, sus secretos y confesiones y, sobre todo, con esa presencia o asedio de la muerte (las “cruces” de los caminos) que sobrevuela la narración desde el principio.
Fragmento de CRUCES CIERRAN LOS CAMPOS:
“Una de las actividades que más entusiasmaba a Marcos de nuestra nueva vida tan cerca del río era ir a pescar; se había hecho amigo del dueño de una de las quintas vecinas, que también era pescador. La relación de Marcos con la naturaleza era intensa y a veces implicaba desafíos: le gustaba viajar a las sierras, por ejemplo, para poder escalar. No lo complacía la llanura, que era, en cambio, el lugar del que yo no podía partir. En aquella temporada la crecida del Coronda era un hecho; Marcos igual quiso salir a pescar. Los dos se fueron a la mañana temprano; me levanté a cebarle unos mates, lo vi partir a través de la ventana; ya las cotorras alborotaban el aire. Después me volví a dormir, pero no pude porque rondaba en mi cabeza una duda que ya no vale la pena intentar dilucidar: muchas veces en ese tiempo pensé que en la vida de Marcos había otra mujer. Hacía largos meses que notaba extraño su comportamiento, alejado cada vez más de mí; meses en los que mi obsesión recolectaba indicios que sellaba en mi memoria, sumados a sus excusas cada vez más frecuentes para quedarse más tiempo en Santa Fe, contrariando el deseo que nos había llevado en un pasado reciente a decidir mudarnos a Sauce para hacer, juntos, una vida más ligada a la naturaleza, una vida con calma. Pero no dije nada, absolutamente nada, no me atreví a preguntar (quizás, por miedo a que él asintiera, por el temor de tener la razón y confirmar aquella presunción transformada en verdad).”
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