Por Daniel Briguet
La noticia impresiona por la precocidad de su protagonista. Pero también por el marco que rodeó su accionar. “Una niña tuvo sexo, lo filmó y lo llevó al aula” dice el diario. El titular refiere a una chica de diez años, alumna de quinto grado de una escuela de Viedma, quien habría tenido relaciones íntimas con un adolescente de 16, ante la lente de un visor digital que grabó escenas del encuentro. Advertida la maestra del lógico revuelo que causó entre sus compañeras, incautó el celular que portaba las imágenes y lo llevó a la dirección de la escuela.
Una reacción previsible ante un hecho como éste, luego de la sorpresa o el asombro, es atribuirlo al clima de disipación en que crecen ciertos chicos y, por extensión, una parte de la generación más nueva. Permisividad, ausencia de límites, desidia paterna o excesiva tolerancia, etc. Es la figura del inadaptado por carencias de educación o dialogo . Pero cuando los inadaptados se multiplican, las razones de raíz psicológica resultan limitadas para dar cuenta de fenómenos que van más allá del sentido común.
Por el lado sexual, los casos de iniciación precoz y la existencia de madres apenas púberes constituyen una tendencia creciente. En cuanto al registro, ya puede hablarse de una cadena cuyo común denominador es la presencia de una pequeña cámara que graba lo que está ocurriendo. Un par de semanas antes de lo ocurrido en la escuela de Viedma, se conoció que un grupo de chicos de Resistencia, pertenecientes a familias de recursos, salían en auto a castigar indigentes o ciclistas de pobre condición para filmar esas acciones y elevarlas a un sitio de la red.
Fue nada más que el último punto difundido de una serie que incluye ataques de una patota a un joven solitario, destrozos en un aula o reyertas entre bandas convenientemente registradas. Actos que suponen a la vez un gesto vandálico y una puesta en escena. Aunque no siempre son colocadas en la red, las imágenes grabadas o fotografiadas tienen como destinatario a un público que las contempla. Esto es más chocante en el caso de un acto íntimo pero no lo es tanto si se piensa en la cantidad de material erótico o pornográfico, a veces de factura casera, que circula por el espacio virtual y aparece en pantallas de computadoras y celulares. También en las incitaciones que desde los medios mismos se realizan en ese sentido. El porno moderno es un objeto ubicuo y sumamente accesible que, si no ofrece la dimensión de una pantalla grande, propone en cambio una suerte de participación legitimada por el uso.
En las observaciones de algunos expertos sobre el tema- y en las voces de algunos adolescentes- se detecta un afán de protagonismo como principal móvil. Ser hoy es aparecer, lograr una imagen, actuar para alguien que pueda vernos. Bajo el imperativo de la visibilidad, pasa a segundo plano la acción desplegada para alcanzarlo. ¿Incluye esta idea el caso de la niña sexualmente precoz? Sin datos que funden un juicio más definido, lo que al menos puede notarse es cierto contraste entre el sigilo o el tabú que solía rodear la iniciación de las chicas, en una cultura pre-reality, y el impulso de mostrar y difundir el acto propio de la actualidad. ¿Travesura de una niña no del todo consciente de lo que hace? Ninguna hipótesis está descartada pero, si se trata de inocencia, hay que admitir que no es fácil validarla frente a una onda colectiva donde campean la postración y el exhibicionismo, en el orden juvenil y en el adulto.
Esta onda es inseparable de las redes de comunicación que la alimentan o le dan forma. El impulso de ser registrado con un margen de publicidad es el complemento del afán mediático de registrarlo todo o, al menos, de simular que así se hace. No casualmente las perfomances de los chicos news tienen la marca de la violencia o el sexo, dos fórmulas utilizadas hasta el cansancio por el show-business para colocar sus productos. Lo inquietante es si en función de alcanzar una módica notoriedad cabe someter a alguien inocente a un duro castigo o convertir la propia intimidad en escenario de voyeurs.
Cabe, es cierto, otra posibilidad. Para quienes crecieron en el actual paisaje tecnológico la exhibición puede ser como un valor agregado, inseparable de lo que se hace, constitutivo de lo que se es. En esta visión cuerpos e imágenes se confunden y la perfomance pierde parte de su carácter transgresivo para ser un medio de lograr presencia, incluso identidad.
Tampoco es casual que varios de los episodios mencionados hayan tenido como marco la escuela, convertida en un lugar de choque de culturas diferentes. Bajo la tutela de una institución regida por determinados códigos de disciplina, de transmisión del saber y el conocimiento, se agita el vértigo de la generación cyber, habituada a leer mensajes distantes en pantallas electrónicas y a comunicarse desde cualquier lugar y de distintos modos. Los chicos no están en condiciones de subvertir el orden institucional pero sí de encender sus propios flashes en medio de un extrañamiento que los distancia de aquello a lo que deberían acercarse. Ni muchos de los contenidos que se promueven desde el aula, ni los valores que lo sustentan, son los que pueden encontrar alrededor.
Y si la identidad que persiguen es fugaz o imaginaria, no deja de ser un dato a tener en cuenta.
Una serie de spots televisivos de lanzamiento reciente resulta ilustrativa al respecto. En el primero aparece un flaco tipo Generación Cero contando que años atrás participó de un reality show y eso le granjeó el reconocimiento de la gente. Pero, una vez afuera, tuvo que reacomodarse a las condiciones de anonimato previas a su incursión. En otros avisos aparece el mismo flaco abrazando a un paparazzi –cazador de estrellas- que acaba de pasar junto a él y con un grupo de autoayuda, tomado en primer plano, hasta que pronuncia la palabra “fama”, suerte de convocatoria que induce a sus amigos a rodearlo, hasta taparlo, robándole cámara.
Ese parece ser el leiv motiv de la campaña. La cortina musical que cierra cada spot es la misma que subrayaba la presentación de “Fama”, una serie de repercusión entre los jóvenes en los años 80 que fue también la idea argumental de una película de Alan Parker.
Los estudiantes americanos que iban a un instituto de arte representaban distintos tipos sociales y reflejaban la diversidad de un sitio donde las cosas se hacían con soltura y libertad. Todos o casi todos tenían la expectativa de triunfar en Broadway o en Hollywood. Pero, para ponerse a tiro, debían sortear la barrera de la dedicación y el rigor. Es lo que sugería la regente cuando desde el frente les preguntaba: ¿Quieren fama?
En el mundo reality, en cambio, la fama parece estar al alcance de cualquier cámara aunque se trate de una ficción.
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