Por Daniel Briguet
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La cocina fina o cocina gourmet se define por varios rasgos. Uno es el lenguaje que la nombra. Otro, siguiendo un orden de visualización, es la presentación. El tercero lo constituyen los ingredientes que componen el menú y el modo de prepararlos. Obvio es aclarar que, si la perspectiva va del comensal al chef, el orden debe invertirse. Pero nunca al punto de desligar un paso del otro.
El chef que pone manos a la obra no solo tiene en mente cómo se llamará el resultado de su cocción sino el modo en que aparecerá ante los ojos del cliente. Esto quiere decir que un plato de cocina fina es también un producto estético.
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El lenguaje agrega un plus de valor o de atracción a lo que se va a comer. No es lo mismo, por ejemplo, pensar en una ensalada de radicheta y bróccoli que en una de “ hojas verdes”. Esta última expresión propone un grado de abstracción que establece una distancia entre el comensal y el plato. Superarla es parte del estímulo. Por otra parte, ¿Si hay ensalada de hojas verdes, de qué otros colores puede haber? La inquietud está planteada. Algo similar ocurre con la palabra “guarnición” que, si bien designa los ingredientes que rodean la parte principal del menú, por sus connotaciones beligerantes sugiere también una función de escolta o de custodia de un bien preciado, se trate de lomo, carne de ave o matambrito de cerdo. En otro nivel, más poético, asoma el término “ lecho”: ensalada de mollejas y champignones en un lecho de hierbas. La porción de achura más cotizada y el clásico hongo comestible (es de suponer) se alojan en un mullido colchón de fondo bucólico. Este matiz poético alcanza su mayor expresión en un plato como “carré a la cerveza con sinfonía de batatas”, algo así como la música que brota de la tierra y llega a su mantel.
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Con la nominación y la presentación, el plato gourmet ya tiene la mitad del periplo cubierto. El resto corre por cuenta del comensal y de su capacidad para lidiar con saberes contrastados, tonos agridulces y texturas que no se encuentran en la comida de todos los días. Siempre bajo la premisa que está participando de un protocolo donde el plato no está en función del cliente sino el cliente en función del plato. La degustación fina tiene esos bemoles. De modo que hace falta la experiencia de un buen connaiseaur(conocedor, digamos) o una equivalente presencia de ánimo para decir, llegado el caso: “este carré no está a punto”. O más drástico aún: “Vieja, creo que nos clavamos”. El supuesto es que todo lo que proviene de la cocina es bueno. Otra cosa es que el cliente esté en condiciones de apreciarlo.
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La primera vez que participé de la degustación de una fondue (una de las dos veces, bah) tuve una sensación de familiaridad que no se correspondía con mi carácter de debutante. Pronto me di cuenta. Salvo detalles de ambientación y composición de los ingredientes, el rito de una comida grupal donde todos terminan sopando -sí, sopando- del mismo recipiente se parecía a la bagna cauda que solíamos comer cuando era chico y vivía en mi pueblo. La es un plato francés y como tal, goza de cierto prestigio. La bagna cauda es parte de la cultura inmigrante que todavía nos nutre y difícilmente figure en la carta de un restaurant. En el cotejo de ambas hay una clave del avance de la nueva cocina y sus derivados, que no han desalojado del todo una tradición cultural pero la van impregnando con su aroma. También puede verse la diferencia entre una cocina que es producto de la elaboración popular y otra que requiere de cierta tutela o legitimación exterior.
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Siempre hubo dos clases de tradición culinaria, vinculadas a dos modos de ubicación en el campo social y cultural. La novedad de las últimas décadas es el modo de transmisión del saber en el arte de cocinar. Si antes circulaba por una red de relaciones de parentesco o de vecindad, con el desarrollo tecnológico cobró peso la difusión en los medios. Aparecieron los grandes chefs, como el Gato Dumas o Francois Balman, la preparación de platos ante cámaras y las columnas especializadas en muchas publicaciones. Apareció, también, la diferencia entre comer y saber comer. Saber que requiere de un aprendizaje y una disciplina. Y de allí a la escuela de chefs, nada más que un golpe de horno.
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Ser chef está bien visto entre muchos jóvenes. Es una carrera relativamente accesible, con posibilidades de colocación y, dato no menor, la promesa de unir en un trabajo rentable, la faz laboral con la faz creativa. Permite además el acceso a un ámbito distinto. A diferencia del antiguo cocinero, el chef aparece como portador de un saber específico y su autoridad está legitimada por el entorno. No es raro entonces que quiera poner a prueba sus habilidades adquiridas en una tarea no rutinaria.
Los bemoles surgen cuando sus expectativas no se corresponden con las necesidades del lugar en que está . Si ese lugar, por ejemplo, es un resto bar de mediana categoría y nutrida concurrencia, bien puede ocurrir que la ocupación simultánea de varias mesas ponga en apuros a la cocina. El entrenamiento de un chef parece depender más de la calidad que de la cantidad . Y no es su culpa si la moda de comer fino se ha extendido más de lo previsible.
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Con sus más y sus menos, algo es cierto. La figura del chef corresponde a un nuevo diseño del paisaje gastronómico, caracterizado por la irrupción de restaurants de cierto nivel, el desarrollo de pubs y restobares que ofrecen servicios de comida y la paulatina extinción de fondas destinadas a un público trabajador-estudiantil. Siempre existió, además, una bohemia afecta a estos fondines. Pero el común denominador que los agrupaba era la preparación de platos cercanos a la comida casera, la posibilidad de compartir con amigos un buen puchero, una buseca, o un churrasco con papas rociados por algunas botellas de vino de la casa(Ni hablar del delicioso queso y dulce de postre, hoy difícil de encontrar). Solían ser, además, ámbitos en el sentido más genuino, porque el cliente acudía sabiendo qué rostros iba a ver, cual mozo lo atendería y en qué condiciones podía transcurrir la velada. La relación con la comida estaba definida por cierto arraigo. Hoy, en cambio, cuando a los locales mencionados hay que sumar los servicios de delivery y de catering, la cobertura de fiestas y eventos, lo que predomina es un aire cosmopolita.
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Comida oriental, árabe(con o sin odaliscas), mexicana(con o sin mariachis), griega, española, irlandesa... Todo bajo la sombra del savoir faire francés, que si bien no ostenta la hegemonía de otra épocas, mantiene su presencia en la inspiración de menúes y la fijación de un repertorio. El espectro es amplio en una ciudad donde salir a comer tal vez sea el ritual más extendido- para una franja social y con la salvedad del paréntesis trazado por la crisis sojera- y lo mismo sirve para una cita íntima que para una reunión de negocios. Lo que tal vez falte sea el toque nativo, el producto que se ofrece como algo propio y distintivo, a despecho de la onda globalizadora. Eso si no contamos la vigencia de las parrillas y el irresistible olor que se desprende de la carne asada.
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Saber comer y saber beber. El complemento de una mesa paqueta es una adecuada selección de vinos. También aquí entra a tallar un repertorio de términos y datos que no es patrimonio de la gente común. Este bagaje de información obra como carta de presentación en ciertos círculos. El buen gourmet y el buen catador bosquejan, en algún momento, el perfil de un bon vivant moderno. De lo que se infiere que la cocina gourmet o nouveau cuisine o como el lector quiera llamarla- lo avala mi ignorancia en la materia- es ante todo un medio de distinción. Que proporciona un placer equivalente al conocimiento de lo que se está comiendo. No ocurría lo mismo con los platos que preparaba la abuela, por nombrar una figura entrañable. El saber allí era anónimo, eminentemente práctico y ligado a la vida del grupo familiar. Por si no quedó claro, vale una analogía con la música. En la película Encrucijada, el viejo blusero le dice al joven aprendiz: “La música de cámara se cultiva en los conservatorios. La música popular surge en la calle”.
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