
Terminando mi horario de almuerzo y descanso, regresaba a mi trabajo, caminando por avenida Francia entre Catamarca y Salta, en dirección a la primera. El cielo estaba despejado y era la hora de la siesta: me cruzaba con algún que otro individuo, poco tránsito y en la esquina a la que me dirigía se encontraba un hombre mayor, envuelto en ropa ajada, semiacostado en el escalón de una entrada.
La gente pasaba a su lado, indiferente. Y yo también, mirando al frente, el sujeto que no correspondía a un panorama irregular ya casi se escapaba de mi ángulo visual.
Pero un color me llamó la atención. Miré, entonces.
La pared en la que descansaba su cabeza estaba pintada de sangre y todo alrededor de su cuerpo lo estaba. Y me planté ahí. Yo y mi conciencia.
Debería ayudar. Pero no se por qué también me encontraba en la opción de seguir mi camino, irme a trabajar, -pues ya se me hacía tarde. Era una opción.
¿Era una opción? Para la gente que veía pasar, parecía que si.
Comenzó el diálogo con mi conciencia, que me recomendaba no escapar de la situación inusual y continuar con mi vida, como siempre, como todos.
Comencé a indagar en mi memoria, en mi formación, en mi experiencia, sobre eventos semejantes. Y nada.
¿Quién se daría cuenta?
Recuerdo que me preguntaba.
¿Debería ayudar a un borracho y llegar tarde?
¿Debería irme? ¿Qué perdería?
Todo me llevaba a la conclusión de no meterme en lo que no me importa, no hablar con desconocidos, no interrumpir mi rutina, hacer lo que tenía que hacer, seguir derechito a continuar con mis obligaciones y compromisos personales, cuidar mi integridad, pensar lo peor, el “por las dudas”, “uno nunca sabe, mejor no me meto”.
Sin embargo, todo esto no superaba en la balanza a otros pensamientos propios que no vienen al caso. Y sólo lo interrogué.
Cada uno puede adentrarse en la situación y suponer su actuación.
Yo me acerqué y comencé a hablarle.
Al concluir el hecho, me sentía un estúpido. Pero eso no importa. Al señor, al “borracho”, al “croto”, y todo lo que nos ocurra pensar si pasamos de casualidad a su lado, según lo que me dijo a mí a los paramédicos de la ambulancia, volvía de trabajar y le bajó la presión –problema que siempre tuvo-, se mareó, y cayó a los ojos de varios peatones. Su cabeza dio de lleno contra la pared y allí quedó, durante dos horas, perdiendo la conciencia, incapaz de pedir ayuda, moviéndose erráticamente de vez en cuando y desangrando. Un rato más y no contaba el cuento.
Volvía a su trabajo, como todos los que circulaban en ese momento por allí, un trabajo que implicaba ensuciarse, por lo que era innecesario ataviarse con indumentaria decente y llamativa.
Aunque, ¿quién sabe?, si hubiera sido así, tal vez lo hubiesen asistido en minutos quizás; y, si el hombre, que podría haber sido nuestro abuelo o padre, se hubiese desplomado en el medio de la calle vestido en etiqueta, bueno, ni hablar, en segundos una muchedumbre lo rodearía.
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