viernes, 9 de mayo de 2008

Walter

Investigación | arq. Gustavo Fernetti - Docente de la Escuela Superior de Museología Fotografías | Diego González Halama.
Walter Parademos desciende de griegos. Esto no es un escándalo para nadie, ya que en nuestro país, a) todos descienden de alguien y b) dada las particularidades argentinas, un gran número de nacionales descienden de extranjeros. Pero Walter admira a sus ancestros y sobre todo a Grecia. Walter tiene un hobby a los cuarenta y cinco años: ser griego en Argentina. Para ello se ha preparado bien.
Asiste regularmente a grupos de danzas donde baila en forma pasable y, en el grupo, es el que más pasión le pone a la cosa. Sabe música de más de veinte autores griegos que, a cualquier mortal las melodías les suenan todas exactamente iguales, y muy parecidas a la música árabe o turca.

Para bailar, Walter Parademos viste de riguroso negro. Se pone una camisa abierta al cuello, zapatos lustrados y pantalón de traje, y bajo la atenta (y rigurosa) mirada de Miriam, su mujer, baila con la muchacha que sirve de instructora.

Tiene otras actividades similares. Concurre a la Asociación Helénica con asiduidad. Allí, se interesa por las actividades y forma parte de la comisión: debería el lector/a ver con qué frenesí discute cada tema, cada situación.

Aclaremos rápidamente que Walter no es griego de nacimiento. Es nieto de un griego solitario, Anastasio, que llegó en 1952 en el vapor Cibeles desde España. Corriendo la invasión de los italianos en 1942, el viejo les dio una buena paliza, hasta que llegaron los nazis. Entonces Anastasio se fue a España y desde allí -con cuarenta años bien puestos- cayó por la Argentina. Walter no conoció a su abuelo. Solamente tiene remembranzas de su padre, Carlos y más leves aún de su finada abuela, Nina, más gringa que los ravioles. A su padre no le interesa lo griego, y cincha por Argentina cuando Walter llora si pierde Grecia.
Pero el hobby de Walter va más allá. Luego de la debacle del 2001, se le dio por la comida griega. Tal vez el horror a la muerte social (irse a vivir una villa) lo movilizó a esas artes de supervivencia simbólica. Él, que jamás tocaba un tenedor como no sea para comer el asado del domingo. Comenzó a desgranar -desde Internet, por supuesto- recetas varias: el sublaki era el más fatigado, porque es fácil de hacer y no requiere demasiada infraestructura.
Así, Walter recorre las largas góndolas de los shoppping buscando pimienta negra y verde. El aceite de oliva español es basura, puaj, pero griego no se consigue. Mandó traer de Buenos Aires, y el traidor de su padre, que tramitaba allí su jubilación, le consiguió -maldito sea- uno árabe. Algo afectadamente, de postre suele comer uvas, en verano, obvio. En invierno, baklava, aunque no le gusta mucho.

Para comer se reúne con sus amigos de igual ascendencia.

Uno de ellos, el más festejado por su helenidad, le puso a sus hijas nombres griegos. Así, Olimpia y Hipasia Romanelli rescatan la ascendencia de su madre, una morocha infartante de apellido Saloupos. Ella no le da ni pelota a lo griego, que le parece un metejón de Carlos.

En el grupo de helénicos se habla de la Grecia clásica con un conocimiento de escuela secundaria, y se olvida la declarada homosexualidad de Sócrates, herejía que basta para señalar con el dedo al impío. Juntos, los amigos beben café griego, se exhiben libros que muestra fotos del Partenón y planean -cuando no- hacerse el viajecito.

El soldado
En noviembre del año 99, Walter se entusiasmó. No había hecho la colimba, y le encantó la idea de ser un soldado griego, imitando las gloriosas gestas de su abuelo. Sería en la Feria de las Colectividades, ese evento gastronómico que cada año puebla la imaginación gástrica de los rosarinos, donde Walter “haría la colimba”.

No importaba que la nonna hubiera dicho que Anasatasio era un asesino que gozaba desangrando italianos (cómo se peleaban los viejos!). No, no importaba.

Eligió un traje de evzon, el soldado de élite griego de finales del siglo XIX. Cosiendo y apurando las cosas, el atuendo que le construyó trabajosamente Miriam le quedaba de maravillas. No consiguió un rifle Enfield y para completar el traje, Walter debió conformarse con el asta de la escuela de Micaela y la bandera griega de la colectividad.
Es verdad que el traje de Walter era vistoso, de allí –tal vez- los comentarios de los envidiosos que nunca faltan: Pollera plisada blanca con chaleco bordado sobre una camisa impecable, unas calzas de baile, también blancas, cubrían las piernas algo musculadas por el fútbol de salón. Unas rodilleras amortiguaban el imaginario impacto del “rodilla en tierra” al disparar el imaginario Enfield. Como terminación, le cubría la cabeza un fez negro y los pies unas zapatillas de seda, ambos con un airoso pompón lustroso. Un primor.
Apenas bajó del auto, arreciaron las bromas. Allí, mientras recorría entre la multitud y con la máxima dignidad posible los doscientos metros hacia el stand griego, recibía una lluvia de risas, señalamientos con el dedo y medios insultos, aludiendo a una presunta homosexualidad del novel soldado. Lástima no haber conseguido el Enfield o, al menos, la bayoneta. O haber sabido más de Sócrates. Se quedó en el stand hablando con una bailarina, para disimular el contraste con más lentejuelas y bordados. Miriam también se reía.

Al final, Walter Parademos se cambió para retirarse de la Feria.
Suerte que Miriam llevó los vaqueros y la chomba.

Allá voy
El año pasado, después de innúmeros ahorros, sacrificios, renunciamientos, investigaciones, presupuestos y consultas, Walter y Miriam –a pesar de los llantos de Micaela, que no fue- viajaron a Grecia.

Es verdad que no fue un viaje extenso, apenas veinte días. Lo suficiente para conocer Atenas, algo del Egeo, las ruinas de la Acrópolis, los museos. Nunca pudo hallar el pueblo natal de Anastasio, que posiblemente haya sido un modesto campesino: a Walter esa idea nunca le prendió. El abuelo Anastasio era soldado, qué tanto.

Walter quedó encantado con Grecia, su Grecia: nunca pensó estar tan cerca del paraíso y dijo, a la vista del Olimpo:
- Ahora me puedo morir
- Calláte, idiota -fue la amable respuesta de Miriam- que te pueden oir.

Pero a Walter Grecia también lo deconcertó.
Esperaba turistas japoneses, o yanquis, pero nunca esperó que los griegos no lo consideraran griego. Pocos en Atenas sabían del sublaki como él lo preparaba, y encima tenía otro nombre, y el pollo gyro para él era un spiedo común. Era más fácil comer una burger en el McDonald´s, cosa que Miriam sugirió sin demasiado entusiasmo y con la consiguiente indignación de su marido.

Lo que más lo anonadaba, lo que más lo atormentaba, era no entender a los griegos. Para nada.

Su idioma, el griego moderno, y que Walter nunca aprendió, era para él una jerigonza arábiga, violenta y seca. “Cazaba” algunas cosas, pero lo separaba de los griegos esa inmensa barrera de las palabras.

Más lo incomodaba la descarada actuación de los hombres hacia su mujer, diciendole ¡a, kali pigya! – ay, bellas nalgas- a su vista y paciencia. La verdad es que Miriam entusiasmaba a los griegos e inclusive a algunos rosarinos, ya de cincuenta; los piropeadores tenían la mitad de esa edad.

En el hotel, y vista la situación social burguesa de Walter y Miriam, pudieron intercambiar algunas ideas con los empleados y algún israelí.

No entendía cómo podían entenderse mejor griegos y judíos que entre él y los helénicos employees. Tampoco comprendía las bromas, los sobreentendidos y las formalidades griegas. Un chiste que hacía reír a carcajadas a dos mujeres, bien traducido no le movía un pelo a Walter. Simétricamente, el chiste de la lombriz entre los fideos no promovía ni una sonrisa en el robusto conserje, tan locuaz él.

Para desesperación de Walter, tampoco había considerado el tema del dinero. Sabía las divisiones de la moneda, no su valoración. Nunca había visto gente tan regateadora. El Partenón de marmolina, el Apolo de Plástico para Micaela, las postales, el pancito sabroso en el mercado, le costaba una discusión a la que no estaba acostumbrado. No entendía tampoco el enojo del mercachifle cuando le pagaba directamente el precio pedido.

La vergüenza argentina de regatear un precio lo volvía loco, justo él, que no demostraba ante nadie que le debía una vela a cada santo. Walter jamás buscaba rebaja: era rebajarse, decía.

Otra cosa que lo sacaba era el modo. Los griegos eran bruscos y casi exentos de hipocresía, le espetaban las cosas a la cara, y Walter suponía un cansancio del griego medio, motivado por el exasperante turismo. Si bien los mozos y dependientes eran amables, las caras de disgusto de los mercachifles, viandantes y policías ante sus preguntas eran para asustar. Tal vez le pasaba a él solo: Carlos -cuando fue- dijo que los griegos eran la gente más amable del mundo. Se volvieron con muchos pesos de menos.

Walter retornó con un sabor agridulce en la boca. Dulce por los paisajes, la arquitectura, las ruinas. Agrio por su propia ubicación.

Se había comunicado en italiano, no en griego, porque ignoraba ampliamente ambas lenguas y Miriam, que había aprendido algo en Alcara Li Fusi, fue de mucha ayuda. Micaela nunca les perdonó el viaje, y solamente se conformó con la promesa del viaje a Disney.

Walter y la cultura
Tal vez el/la lector/a conozca casos similares al de Walter. Tal vez con un color italiano, alemán o español. O turco.

Nuestra particular mirada de clase media sobre lo extranjero oscila entre la admiración y el rechazo; entre el deseo de ser y de no ser; entre la familiaridad y el exotismo.

Esta dualidad constante es producto, a nuestro entender, de la particular conformación del país y de sus habitantes. Solamente en un país de raíz inmigratoria puede ser un tema de conversación el apellido, la comida o los viajes “grandes”, lo que quiere decir “a Europa”. También es común en la clase media denigrar a la Argentina: allá (es decir, en cualquier lugar extranjero) nada que ver, es otro mundo, son más limpios, prolijos, amables u honestos. Si alguien se exilia, se invierten los conceptos, claro.

Walter posee también una modalidad de aproximación a lo griego, y es a través de lo superficial (dicho sea con todo respeto) y no de lo profundo.

Eligió la danza y la comida, y no la lengua, que es “difícil”. Parejamente, cualquier exiliado alivia su añoranza con esas cosas livianas también, con el tango, el asado, las fotos, con lo superficial. Muy difícil ser argentino en Atenas: las cosas profundas, complejas, sean argentinas o griegas, en Grecia o Argentina, respectivamente, no se consiguen. Pero no debe ser difícil hallar un disco de Gardel en Mykonos o de nana Moskouri en Rosario. Eso sí hay.

Walter es un ejemplo también de la dinámica de cualquier cultura. A una generación le importa la ascendencia, a otra no, la cultura cambia, se mueve. La cultura es un modo de comportamiento, de agrupación, de pareceres, y también de diferencias y cambios. Los griegos se portaron así con Walter porque son diferentes a los argentinos, y es imposible transformarse en griego sin sufrir, y sufrir mucho. La comparación es siempre violenta, porque la cultura imaginada es siempre, en un país como el nuestro, edulcorada y nostálgica, tal vez un resabio del desconocido abuelo Anastasio, y la cultura extranjera es, simplemente, otra.

Hoy Walter insiste en su condición helénica: ha aprendido, algunas (malas) palabras en griego y alguna frase simple. Se compró una remera que dice Hellas, y no Greece. Come mantecol, que es el halvá, jalvá o jálavis del Mediterráneo, propio de judíos, árabes y griegos. Engordó como un chancho, o como un conserje griego, si se quiere.

Es que desear ser un griego es parte de él, y no es fácil renunciar a la cultura propia. Creemos que Walter volverá a ver Partenón.

Pero ahora va a ir con Micaela. No es cuestión de cortar la cadena familiar.

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