
Ella dice Cabo Polonio y yo debo decir que, que no fui a cabo Polonio. Y si no fui, fue por imperio de las circunstancias (ese imperio tan vasto cuyos confines no pueden imaginarse). Lo curioso es que todo estaba para que fuéramos, estábamos en La Paloma, alquilábamos una casa por la calle Voltaire, el Cabezón tenía una camioneta carrozada, de anchos neumáticos y llantas descubiertas.
No tiene sentido que le cuente esto a ella, lo menciono para llevar un registro, nada más, en la mesa es su relato el que cuenta o el que ella me cuenta. Veníamos del Chuy, dice, pasamos por Punta del Diablo, Cabo Polonio, adonde nos quedamos un par de días y después, más abajo, otro tanto en La Paloma.Me cuenta de un tour que hicieron con una amiga por la costa uruguaya y del que acaba de llegar.
Es una noche espesa, de nubes oscuras y aire viciado, que indefectiblemente lleva al contrapunto con el rumor del mar, el chasquido de las olas golpeando los peñascos que cortaban la playa, cerca de donde alquilábamos.
Le digo a Magalí que traiga otros dos Fernet con Cola y ella primero se resiste, dice que ya tomó bastante pero insisto, esta es una noche especial, comento y finalmente dice okey. ¿Por qué especial? Pregunta, luego de permanecer en silencio, como si hubiera pescado de rebote la última palabra.
- Bueno, hace como tres meses que no nos vemos.
- Casi siempre nos vemos cada tres meses –replica, natural.
- Es verdad... Pero en este caso es mi bienvenida a tu regreso –digo y no dejo de admirarme de mi facilidad por improvisar boludeces, frases que sólo tienen el propósito de llenar un hueco y seguir adelante. Con el tiempo ella aprendió a percibir algunos de mis gestos o bien a adivinarlos y me pregunto si en este momento no estará pensando lo mismo que yo, que lo admirable en realidad es que sigamos viéndonos y hasta seamos capaces de enredarnos en confidencias sin otro motivo que el hecho de juntarnos a tomar algo.
- ¿No conocés Uruguay?
- Sí conozco –digo y ahora siento que algo debo contar, para que mi respuesta no suene incompleta pero también, quizá sea eso, porque creo que ella se está quedando sin aire.
Alquilábamos una casa en la Paloma, ya lo dije, con una pareja de amigos, Lucía y yo. Lucía es mi hija y entonces debía tener l2 ó l3 años. Era un pequeño chalet al que se ascendía por una escalinata y casi enfrente había una casona derruida, no muy diferente de la que aparece en Psicosis, la película de Hitchcock, con la salvedad de que ésta no estaba en un promontorio sino rodeada de un parque donde se mezclaban los yuyos y restos de césped. Al segundo o tercer día de haber llegado, vimos que en el parque de la casona habían instalado una carpa. “Okupas” dijo el cabezón con su facilidad para los juicios categóricos pero a mí no me pareció que tuvieran pinta de okupas. Eran tres chicas jóvenes y un varón un poco mayor, de cabeza rapada y unos treinta cinco años. Los veía entrar y salir de la carpa y también en la playa, cuando salía a caminar a la mañana temprano. Una de las chicas solía llevar una guitarra. Sentados en ronda, ella sacaba fragmentos de temas, baladas folk o alguna canción que había estado de moda. Era la menos atractiva de las tres, sin ser fea, y a la vez la que parecía más accesible.
-Y con la que no tardaste en hacer contacto – dice ella.
-Sí y no. El grupo no cultivaba una onda muy abierta...
Magalí baja el pedido, golpeando el culo de los largos vasos sobre la mesa. Ella la mira pero se abstiene de comentar nada. Esta vuelta tiene una mayor proporción de Fernet.
El grupo no parecía muy abierto. Se comunicaban entre sí y prescindían del entorno. Más de una vez estuve tentado de acercarme y tirar una punta de diálogo pero no veía ninguna disposición al intercambio. Hasta que un día Paola, así se llamaba la chica de la guitarra, venía en bicicleta y casi me choca al cruzar la esquina. Luego de las correspondientes disculpas, nos presentamos. Me dijo que venía de Montevideo y que sus amigos viajaban los viernes para volverse el domingo. También me enteré de que ella se ocupaba de dar clases de tenis en la Paloma y en la Pedrera , una villa ubicada a unos veinte kilómetros. En cuanto a la misteriosa casona, no había en apariencia ningún misterio: era propiedad de su familia y estuvo mucho tiempo abandonada por un trámite de sucesión que duró más de lo previsto. Su padre pensaba refaccionarla.
- Tal vez ya lo esté –digo, en una repentina actualización.
-Hasta tanto la refaccionaran, convenía acampar afuera –dice ella.
-Sí, a menos que estuvieras dispuesta a despertar debajo de un tirante...? Por qué me mirás así?
- Es curioso. Yo estaba contándote de mi viaje por la costa uruguaya y de repente asomás hablándome de tu paso por La Paloma hace varios años.
- No es tan curioso. Pero si te aburro, la corto rápido.
- Para nada. Me gusta escucharte -dice y luego de sacar un cigarrillo de mi atado, golpetea el filtro contra la madera lustrada.
Hasta hace unos años, al menos, La Paloma era un lugar tranqui, apto para el desenchufe. Tenía buenas playas y el clima era benigno, aún en los días fríos. El Cabezón tenía un espíritu gregario y salidor. Quería ir todos los días a un sitio distinto y quería que fuésemos juntos. Una vez caímos a una playa apartada, Anaconda se llamaba, adonde no había prácticamente nadie. Al cruzar la hilera de pequeños médanos que flanqueaba el camino, vi a una chica tirada boca abajo, tomando sol. Recuerdo su espalda lisa, de piel morena, y los breteles desatados. Luego de instalarnos un poco más allá, noté que en la punta del espigón que se levantaba cerca, un tipo estaba pescando. Pescaba con caña, botas de goma y un chaquetón de plástico con capucha. Es decir: no solo pescaba sino que mostraba su look de pescador. Pasó un rato hasta que el tipo se dio vuelta para hacer un gesto. Entonces me di cuenta que formaban una pareja. El pescador y la chica de piel morena. Casi enseguida pensé si no eran la pareja perfecta o un modelo de pareja. Juntos pero separados o al revés. De hecho la relación entre el Cabezón y la Flaca se parecía bastante a eso. Llegábamos a un lugar, el Cabe se ponía a patear por el borde del mar y por ahí tardaba un par de horas en volver. Yo a veces le hacía pata y a veces no. Me gusta caminar por la arena pero no tengo alma deportiva.
Se me ocurre una pregunta, que lanzo sin pensar.
-¿Vos estás en pareja ahora?
-¿Yo? ¿Por qué?
-No sé, hablaba de la pareja recién.
Ella mira el visor de su celular y me dice que vayamos a fumar a una mesa de la vereda.
Ocupamos una que está junto a una ventana y nos sentamos mirando a la calle. Toma mi criquet, enciende su cigarrillo y luego me da fuego.
- No estoy en pareja. Tengo dos amantes.
- ¿Dos? ¿No es mucho?
- No sé cuál es el número indicado. Sé que uno de los dos debe saber de la otra relación, si no se torna muy complicado.
- No te hacía promiscua.
- No lo soy. Se dio así y no hice nada para evitarlo. En todo caso, soy prolífica. Pero es momentáneo. No estoy muy involucrada con ninguno de los dos.
- Menos mal.
Me mira como si me dijera que ya es suficiente.
- ¿Y vos?
- Yo estaba sentado en la galería de la vieja casona, charlábamos con Paola y tomábamos mate. Ellos solo usaban la galería, donde había una mesa antigua y unas sillas desvencijadas, y el lavadero que estaba al lado y hacía las veces de baño. Era una mañana fresca, con un viento sostenido que soplaba desde el mar. Paola tenía puesto un buzo azul tejido, con un cuadrado verde alrededor del cuello, llevaba sus habituales shorts blancos y zapatillas de básket. Me contaba que en Montevideo participaba de torneos de tenis si bien su ocupación central eran los estudios en el conservatorio de música. Yo estaba entusiasmado porque era la primera vez que nos poníamos a charlar detenidamente y fantaseaba además con la posibilidad de que, en algún momento, me invitara a conocer el interior de la casa.
En eso llegó la Flaca para avisarme que estaba por salir la expedición a Cabo Polonio. Embebido en la tarea de montar un speach de acercamiento, me había olvidado por completo. La idea la había tirado el mismo Cabezón, un par de días atrás, y en el interín se sumaron otros rosarinos que habíamos encontrado allá: el Nene, su mujer y su hija; un par de motoqueros conocidos de la Flaca que recorrían la costa. Cabo Polonio era para mí un lugar imaginario, alimentado por los comentarios de algunos que habían ido y una nota de Martín Malharro que había leído en la revista El Porteño. Acceder a él tenía visos de aventura pero el hecho es que no estaba dispuesto a cortar la charla con Paola por nada del mundo. Le dije a la Flaca que no sería de la partida y que podían salir cuando quisieran. Me miró extrañada pero no dijo nada.
Diez minutos después cayó otro emisaria del Cabezón, la chica de la pareja de motoqueros, a decirme lo mismo. El asunto se estaba poniendo denso sin ninguna necesidad, salvo el espíritu gregario del Cabezón. A quien imaginaba echando bufidos al volante de la camioneta. Fui un poco más drástico en esta oportunidad, siempre en tono bajo, porque no quería que Paola escuchara demasiado. Finalmente cayó Lucía.
- ¿No vas a venir con nosotros?
- No, la verdad es que no tengo ganas.
- Quería saber eso – dijo y me dio un beso. Me quedé más tranquilo sabiendo que si Lucía tomaba cartas en el asunto, el tema se arreglaría de algún modo. Minutos después escuché arrancar la camioneta.
- Te perdés un buen viaje – dijo Paola, mirándome con sus ojos quietos.
- No faltará oportunidad – dije y la sensación fue que estaba mintiendo.
Ella tomó la guitarra que estaba sobre la mesa y se puso a rascar las cuerdas con rasguidos suaves. Después tocó unos acordes de un par de temas, uno de Sui Generis, y tuve la visión fugaz de un fogón junto al mar, en una playa despoblada, con la luz de la luna sobre los techos de chapas de unas cabañas de pescadores. Me preguntó qué música me gustaba y le dije que mucha, nada más que para no reducir espacios. Todavía estaba aproximándome. Ella se largó con una versión personal de “California soñolienta”. No daba la impresión de tener un repertorio muy amplio pero afinaba bien y sus dedos largos se movían con soltura. Mientras tocaba mantuvo la vista alzada, con una sonrisa tenue, y sólo la bajó un par de veces para ver lo que estaba haciendo.
Pero ni bien terminó, me invitó a bajar a la escollera más cercana. No sé por qué motivo a mí se me había puesto que la posibilidad de un acercamiento con Paola estaba ligada al hecho de entrar a la casa. Algo que ni se me ocurrió sugerir. Esperaba que ella me lo dijera. Cuando finalmente bajamos a la playa, sentí que el aura del encuentro se estaba diluyendo. Paola tenía otros planes. O bien, como me dí cuenta después, manejaba muy bien las distancias sin dejar de lucir amable.
- Ella levanta su vaso alargado y antes de tomar el último trago, resume:
- Digamos que te quedaste sin el pan y sin la torta.
- O sin el cabo y sin el amarre. Por eso suelo andar a la deriva.
- No es el Paraíso pero es un lugar que a vos te gustaría.
- No digo que no. Pero sé que no voy a ir.
- ¿Por qué estás tan seguro?
- Hay cosas que no hiciste y sabés que no vas a hacer. ¿Tengo que explicártelo?
Ella enciende otro cigarrillo que chupa con avidez para largar el humo despacio. Acomoda su silla hasta quedar de frente y con la cabeza inclinada, como si fuera a decirme un secreto, comenta en tono bajo:
- Ey, hombre listo, no nos metamos en terreno resbaladizo.
- No dije nada fuera de lugar.
- Precisamente.
Su cara no es la misma del comienzo. Del pelo abundante y ondulado, sujeto a los costados, le caen algunas clinas. Su voz suena más lenta.
- Nos vemos poco y la pasamos bien. A menos que vos se te ocurra resbalar.
- Me gusta eso de resbalar.
- No me cabe duda...Te gusta ponerte en hinchapelotas cuando podés ser una buena compañía.
- No imagino una compañía de un solo tipo.
- Yo sí la imagino... Sabés que te quiero.
Lo había escuchado antes. El resto lo veo venir.
- ¿Y por qué no nos queremos más? El tercer hombre, por ejemplo.
- No te quiero para curtir, tonto... ¿Tenemos que caer en lo mismo?
- No tenemos. Pasa que nunca iré a Cabo Polonio.
- ¿Y eso que tiene que ver?
- Tiene y no tiene. Se me volvió a ocurrir.
- Seguís resbalando.
- A este paso nunca seré un winner.
- No tenés por qué serlo -dice ella algo cansada y levanta la vista. Aparece el rostro de Magalí detrás de la ventana y le hace señas de otra vuelta.
- Parece que el Branca Cola viene bien.
- Prefiero volver algo borracha que lúcidamente fresca.
Se deja estar sobre el respaldo de la silla. Yo espero que en algún momento aparte los pelos que le cruzan la frente pero no lo hace. Me pregunto si es necesario todo esto (La respuesta obvia es que no: ese es su encanto y su flagelo).
Vuelvo a escuchar relatos del Cabo. Alguien me dice -creo que Diego, del anticuario- que un flaco radicado allá le prestó un ejemplar de “El encapuchado no se rinde”, mi primer libro de narrativa. Se lo prestó con la recomendación de que era un cago de risa. El flaco no imaginó las que tuve que pasar para escribir esa novelita.
Al fin me entero de que Cabo Polonio no es un cabo, como suponía, sino un tramo de costa agreste y de difícil acceso. Miro el mapa con una lupa y descubro una saliente rodeada de agua. Tal vez las dos versiones no sean incompatibles. Bien puede tratarse de un cabo no muy pronunciado al que solo se llega después de serpentear entre montañas de arena.
(Ella sigue tomando como si supiera mientras Magalí otea desde la barra).
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