
Apodos
Todo hombre tiene, en algún lugar, un segundo nombre, un apelativo que es como una segunda piel y que lo define tal cual es. Todo lo que tiene que hacer sus enemigos es encontrarlo.
Ambrose Bierce.
Diccionario del Diablo.
Todos tenemos un nombre
Pero además de ese nombre que nos puso mamá, tenemos un segundo apelativo, un apodo, un alias. Varias personas incluso tienen varios apodos. Esto parece ser universal y atemporal. Veamos brevemente el tema antes que el Turco Galli cuestione la utilidad de esta nota.
Felipe el Hermoso.
La época colonial rosarina no es rica en apodos por la simple razón que no dejó demasiado escrito. Por tanto, no conocemos cómo se le llamaba a Santiago Montenegro en pijamas. Sí sabemos que la época de los virreyes era fecunda en apodos, graciosos y no tanto. Los mismos reyes eran apodados en España ¿qué podemos esperar de los plebeyos?
Hubo un Carlos II El Hechizado y un Fernando VIII El Deseado. En Rosario, siempre temerosa de lo extranjero, el apodo era frecuentemente un toponímico, la referencia al lugar de nacimiento. Existieron un paraguayo, un santiagueño y un correntino, con seguridad. Otros apodos, como La Arrimada daba cuenta de la proximidad sexual de cierta mujer a un caballero; un tal Netto, propietario de una pulpería en calle Buenos Aires y Rioja –pleno campo- era apodado el portugués, seguramente por haber nacido en Brasil. Este morocho (¿lo llamarían el Negro? No hay constancia del color de piel) se apellidaba Barreiro y era odiado por los otros pulperos, según se dice por una zanja que había hecho y que inundaba la calle. Casualmente, la cansada carreta, o el paisano agobiado por la pampa paraban en su kiosco. Un garca.
Un poco de respeto, caramba.
Los próceres argentinos no zafaron del apodo.
Nuestro padre de la patria era denominado Pepe Botellas, comparándolo con el hermano de Napoleón que gobernaba España y era afecto a oler el corcho.
Este irrespeto se aplicó a varios.
Sarmiento, era El Loco, Julio Argentino Roca, El Zorro, Irigoyen, El Peludo. Algunos apodos eran despectivos aunque no se nota ahora. Facundo Quiroga, El Tigre, llevaba ese apodo no por su bravura sino por su temple sanguinaria, y su carácter voluble, según El Loco. Sería como llamarlo “El Gato”.
Perón era apodado El Macho, El Viejo, Pocho, El Tirano Prófugo o El Manchado, según la simpatía que se le tuviera. Su primera esposa, Potota, es plenamente ignorada. Su segunda esposa, Evita, adoptó el apodo modificando el nombre. No vale. Su tercera esposa se llamaba con un seudónimo: Isabel. Su nombre era Estela, aunque los enemigos la llamaban sencillamente La Perona.
Los dictadores no escaparon a este destino nominal. Menos Rosas, que zafó, José Uriburu fue Von Pepe, por su afición al militarismo prusiano, el general Onganía fue La Morsa – por sus bigotes- y Jorge Rafael Videla, La Pantera Rosa, por su andar desgarbado.
Mientras para los yanquis Galtieri, era El General majestuoso, una especie de George Patton argentino, para nosotros era, simplemente, El Borracho.
Estas personas soportaban mal el apodo. La Morsa se ofendió mucho cuando el dibujante Landrú lo dibujó así en la revista Tía Vicenta y le clausuró el boliche. Claro, cuando a Illia le decían La Tortuga, el general se callaba bien calladito.
Sin embargo, los militares hicieron del apodo una forma de ocultar sus garras. Todos sabemos que el Tigre, El Cura, El Ciego, El Negro, El Ángel eran formas de ocultar el nombre del que manejaba la picana.
Alias
Ya que hablamos de delincuentes, los chorros también suelen ocultarse bajo un alias.
Conocemos al petiso Orejudo, un tal Santos Godino que mataba niños. Este apelativo demostraba que las teorías de principios del siglo XIX eran correctas: al asesino lo delataba la forma del cráneo o la posición de la nariz. O sea, portación de rostro.
Otros delincuentes usaban nombres adecuados a la banda o a su operatividad. La Chiva Vázquez, bandolero de la pampa, era célebre por su facilidad por escalar paredes en los años 30. Mate Cocido podía ser “Cosido” por una cicatriz en la frente que le produjo varios puntos de sutura. El Pibe Cabeza era conocido por su voluminosa testa; Chicho Grande y Chicho Chico por su común apelativo y su diferencia de edad. Otros eran apodos intimidantes. Un conocido asaltante, Facciabruta (El Feo, en italiano), era feroz ya desde su nombre.
A Agatha Galiffi se la denominó La Gata por corrupción de su nombre, adaptado a su condición femenina y semi delincuencial, según las malas lenguas. Otros como El Paisano Díaz, proxeneta rosarino idolatrado por los nostálgicos, por su estampa agauchada, lúgubre, en contraste con la moda cocoliche de italianos, judíos y gallegos de faja colorada a la cintura.
Hubo delincuentes cuyos apodos eran un contraste con su comportamiento. El llamado Ángel de la Muerte, Robledo Puch, un múltiple asesino llevaba ese nombre por sus ojos celestes y su cabello rubio. Hoy se dedica a la religión en su celda.
Llamáme Che
Tal vez el Che Guevara sea un caso extraordinario de múltiples nombres.
En sus primeros años se lo llamó Ernestito y Teté. Ya más grande fue Chancho, por su forma de vestir un tanto desaliñada. En una revista de rugby, firmaba Chang - Cho. Ya en camino por Latinoamérica, era el Fúser, por Furibundo Serna, apodo que le había dado Alberto Granados, su amigo, por su carácter. Luego de ese viaje, ya fue el Doctor Ernesto Guevara. Se había recibido.
Ya en México llevaba el nombre de Che, por la conocida muletilla al hablar. Luego de las batalla en Cuba, Fidel lo nombró Comandante y sumó un título nuevo; ya lo llamaban Sacamuelas por su (mala) metodología para la extracción de piezas dentales. Ya era una leyenda.
El Che no se detendría en Cuba, y su fallida incursión en el Congo le proporcionaría dos apodos más: Tatu (“Tres” en swahili) y Mulanga (El Que Cura). El Congo fue un fracaso, porque Furibundo Serna tenía un carácter demasiado dinámico e impaciente comparado con la de los remolones africanos. Al salir de Cuba se llamó Carlos Mena, y con la cabeza depilada y anteojos, parecía un hombre de negocios. Ni su hija lo reconoció.
Ya en Bolivia, el Che cambia de nombre. Es Ramón, ocultando su verdadera condición, sumando -de nuevo- el nombre de El Viejito Sacamuelas.
Con su derrota en manos de los militares yanqui-bolivianos, el Che es Papi, y yace con los ojos abiertos en una foto famosa.
Será, para siempre, El Che Guevara.
Alias La Chona
El la familia y barrio es pródigo en apodos, y en una época era raro el mencionado por su nombre de bautismo: Pichula, Chiche, Chon, Maruca, Tito, Pachín, Titín, Pacho, Chichina eran más conocidos que los nombres de la libreta. En ocasiones éste se ignoraba.
Otros apodos son clásicos: es el caso de Cacho para Oscar, Pancho para Francisco o Pepe para José. Estos son tal vez los apodos más viejos en la historia del mundo hispanoamericano.
Algunos son denigrativos, como Pacuca, vinculado al aspecto del vientre, las nalgas y el cráneo del mencionado. Todos conocemos a un Mono, un Oveja, un Araña y un Gato, animalitos de Dios. O Milanesa.
La CH es muchas veces la marca del cariño. Es curiosa la recurrencia de estas dos letras en los apodos, y una gran cantidad de ellos la poseen. Tal vez sea una forma de fácil adaptación a la lengua infantil, lo mismo que el frecuente acento agudo. Además, un apodo complejo es difícil de utilizar por un niño, por la misma razón que Antonella se reduce a “Anto”, o Tota, más fácil aún.
La articulación de las palabras sigue para el ser humano unas reglas bastante precisas en el tiempo, y las lenguas están diseñadas para poder hablar en una secuencia establecida. Por tanto, Refucilo o Torombolo serán apodos de adulto, y Chicho o Pachín – tal vez- apodos de la infancia. Usted sabrá.
Conclusión
Este humilde –y apresurado- catálogo trata de evidenciar algo más que la universalidad del apodo.
El apodo es un nombre impuesto por el grupo al que se pertenece, o el que se necesita para que se grupo nos acepte. Es por eso que los nombres auto impuestos no sobreviven más que en condiciones especiales, como en la guerra o en el arte. La vetusta Mirtha Legrand tuvo que negar su nombre -Martínez- real para usar el seudónimo. El Che lo negó muchas veces para que sobrevivieran los otros.
Es por todo eso que el apodo es una forma de existir en sociedad. No se puede sobrevivir en un grupo, en una banda, en una guerrilla, en un cuartel, si esas formaciones sociales no saben cómo dirigirse a nosotros: esa forma está determinada por las formaciones mismas. El que quiera sobrevivir allí, deberá aceptar el apodo, así no le guste. Eso o rajar. Ponernos un apodo de nuestro gusto es casi ridículo.
Si bien Ambrose Bierce, cuya frase forma el epígrafe de esta nota, es malévolamente ácido, en parte tiene razón. Son los demás los que van a buscarnos un nombre, para nuestro bien o para nuestro mal. O lo que es lo mismo, para integrar a una persona con los demás. Y si el apodo es denigratorio, es porque hay que denigrar para aceptar.
Es un lugar, un escalón. Ese escalón surge cuando uno se enoja por el apodo “¡No me gusta que me llamen Monita!” puede bramar un Pato Vica. Pero estará cavando su tumba individualista: será El Monita hasta la muerte. Es inútil resistir un apodo, y cada apodo tiene su historia, que a veces saben todos menos uno.
Así que señora, si a usted en la peluquería le dicen La Pelada, no se enoje. Es por su bien.
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