Por María Angélica Scotti . - .
Esta deleitable y atrapante novela es la evocación que un hombre de 37 años hace de su adolescencia, su iniciación universitaria en Tokio y, a la vez, su iniciación amorosa, al finalizar los emblemáticos años ´60. Se presenta, pues, como un característico relato de aprendizaje o formación, una modalidad muy frecuentada en la literatura occidental, como por ejemplo el célebre EL CAZADOR OCULTO, de Salinger, que resulta ser una de las lecturas preferidas del protagonista. Sin embargo, no se trata de un libro más del género sino de una novela singular, con el sello distintivo del hoy exitoso escritor japonés Murakami.
Watanabe, el narrador-protagonista, más que hablar de sí mismo, registra con mirada exhaustiva, minuciosa, su entorno, poblado por fascinantes personajes e historias, a menudo extraños y casi siempre conmovedores. En contraste con ellos, Watanabe aparece como un muchacho sencillo –aunque no mediocre- , sin grandes aspiraciones ni una vocación definida (“una persona corriente a quien le gustaba estar a solas leyendo o escuchando música”). Es un adolescente de pocos amigos y parco en el diálogo ( “prefería escuchar a hablar”). Dueño de una sutil sensibilidad hacia los demás, se conduce de una manera honesta, franca y solidaria. En suma, un personaje hondamente humano, sobre todo en su vínculo con las mujeres a las que quiere y admira: Naoko, una jovencita hermosa y dulce –el primer amor de Watanabe- , inasible y lejana debido a dos incidentes trágicos de su vida y que es internada en un centro comunitario de salud aislado entre montañas –un sitio algo “extraño” y hasta “irreal”, que trae reminiscencias de LA MONTAÑA MÁGICA, de Thomas Mann, otro libro clave en la novela- ; Reiko, la mujer madura, agradable y acogedora, compañera y guía de Naoko en el sanatorio comunitario, donde ella también se siente recluida a causa de cierto desequilibrio vital, y que establece una peculiar relación con Watanabe; y, finalmente, Midori –el último amor del protagonista- , una estudiante extrovertida y desenvuelta, ocurrente y fantasiosa, que, a pesar de arrastrar un pasado difícil, se muestra capaz de emprender, junto a Watanabe, el tránsito arduo de la adolescencia a la edad adulta. Todos estos personajes –incluido el tan querible Watanabe- se hallan notablemente diseñados: resultan palpables, cercanos al lector y, al mismo tiempo, originales, lejos de lo convencional o estereotipado. Los diálogos, además de las pormenorizadas descripciones, devienen un vehículo eficaz para caracterizarlos, y tal recurso se vuelve apasionante cuando algunos de ellos –las mujeres, en especial- cuentan su propia historia, auténticos testimonios de vida. Y sus voces irrumpen asimismo a través de cartas, que complementan la perspectiva unilateral del protagonista. No faltan, en distintos pasajes, los breves toques de humor, aunque a lo largo de la novela sobrevuela la obsesiva presencia de la muerte, bajo la forma de sucesivos suicidios. Pero TOKIO BLUES es también una afirmación de la vida, como cuando la perspicaz Reiko (ante el conflicto de amor de Watanabe con respecto a Naoko y Midori) le aconseja: “abre tu corazón y abandónate al curso natural de la vida”. Y en estas palabras está la clave de la escritura tersa de la novela: fluida y natural como la corriente apacible de un río. Una naturalidad que se explaya incluso en las escenas de amor y de sexo, narradas con un detallismo que, en otro contexto, podría parecer obsceno.
El título de esta novela (NORWEGIAN WOOD, en el original, y que, en la traducción castellana, ha pasado a ser el subtítulo) alude a una canción de los Beatles predilecta de los personajes, y parece avalar la aseveración de que Murakami es el más occidental de los escritores japoneses. Sin embargo, pese a muchos rasgos occidentales, puede decirse que en su manera de narrar y de enfocar el mundo se respira un aire sutilmente oriental, esa serena naturalidad y emotividad ajenas a la tensa exasperación de Occidente.
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