Por Daniel Briguet
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Veo su perfil detrás de la cámara digital, en medio de los cánticos y los chicos que gritan consignas, y me digo que es la misma chica de Gesell, sólo que quince o veinte años después. No es un hallazgo porque veo a Vale con frecuencia desde que hace tiempo decidió instalarse en el barrio. Su presencia en la calle sacando instantáneas de un acto juvenil tampoco me sorprende.
Si ahora, al contemplar las fotos del acto que me alcanzó el Negro pienso en Gesell, debe ser por la cámara. A principios de los noventa, en una de nuestras primeras vacaciones juntos, fuimos con mi hija Lucía a Gesell. Ella era pequeña, no debía tener más de cinco o seis años. En uno de nuestros primeros paseos por la Calle Tres, nos topamos con Leo y un flaco amigo, y como suele ocurrir con los rosarinos de viaje, no tardamos en juntarnos. Leo y el Flaco habían levantado una carpa en un camping alejado, poblado de chicos informales y hippones que tocaban la guitarra en fogones que duraban hasta el amanecer. África se llamaba el camping. Con Lucía visitábamos las carpas con frecuencia y en una de esas visitas descubrí a Yamila. Colgaba unas toallas a pocos metros de donde charlábamos con Leo y la pequeña Lu, espíritu emprendedor, no tardó en acercarse y entablar un diálogo con ella. Leo, que algo me conocía, debió ver la expresión de mi rostro porque se apresuró a contar. “Son dos chicas de La Plata, que llegaron ayer. Son péndex pero no son tontas” subrayó, como si hiciera falta. Después sabría que Yamila acababa de cumplir l7, la misma edad de Celeste. Después vendrían la fotos con una Kodak fiesta, una incursión nocturna a la ciudad con Yamila y Lucía, el inesperado encuentro, al salir del camping, con una voz inconfundible cantando los versos de “Jugo de tomate frío”. No tuve más remedio que asomarme a esa casa que parecía abandonada y a través de una ventana sin vidrios ver al loco de Alejandro Medina, en short y ojotas, ensayando con un par de quías. Yo había visto a casi todos los grupos pioneros del rock pero nunca había visto a Manal. De modo que la mano levantada de Alejandro, saludándonos como si fuésemos amigos, me entibió el corazón. Esa noche, rodeados del bullicio y los malabaristas y las estatuas vivientes de la Calle 3, tomé por primera vez la mano de Yamila. Y luego de un largo tour y de llevar a dormir a Lucía a nuestra habitación en el hotel, nos besamos como si fuésemos dos adolescentes, aunque uno de los dos no respondiera a esa condición. Recordar un rostro a través de los años no siempre es fácil. Recordar un beso lo es menos.
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Fue un romance de estación -o mejor, de vacaciones-, breve y sin mayores fricciones. Durante los ratos que compartimos los tres tuve oportunidad de apreciar un par de notables perfomances de Lucía, que ya despuntaba como la mejor compañera de viajes.
Y de enterarme que el ex bajista de Manal y sus compinches ya no ensayaban en la casa abandonada, porque un día cayó la yuta y los arrió a todos. El dato era violento pero encajaba con la lógica de la Villa en ese momento, que había dejado de ser un pequeño paraíso de músicos y bohemios para convertirse en un emporio turístico en franca expansión. Los pioneros de los médanos que fijó Carlos Gesell sirvieron para darle al lugar un aura pintoresca. Ahora era el turno de familias de clase media prósperas con hijos jóvenes, de boliches donde se pagaba todo y artesanos que habían montado sus locales. La despedida con Yamila también tuvo visos románticos, como correspondía a una ilusión fugaz y perdurable. Aquella mañana caía una llovizna espesa y nuestro micro de dos pisos ya estaba estacionado frente al hotel, cuando vi aparecer la silueta de Yamila por una vereda de la Calle Tres. Ya no esperaba verla, en el último cruce nos habíamos alejado, cuando ella se acercó, empapada y en ojotas, y luego de apartar de su frente sus rubios mechones mojados se apretó contra mí y apoyó su cabeza en mi pecho como si de verdad nos estuviéramos despidiendo. Nos quedamos sin hablar hasta que apareció la pequeña Lu y ella la levantó en brazos y le dio un beso y yo me saqué el buzo negro que llevaba para que se cubriera porque todavía estaba empapada. Entonces ella me miró como solía mirarme y me dijo: “Ojalá encontrés la mujer que soñás, porque te lo merecés”(El chiste, más allá de su amable exageración, era que la mujer estaba frente a mí, aunque no la hubiese soñado ni fuera todavía una mujer). Al volver no pude contener mis ganas de escribir algo sobre esas vacaciones y publiqué en la tapa del Rosario l2, adonde revistaba como jefe de Cultura, una crónica de color titulada “Celeste y Yamila”. Fue, creo, mi mejor crónica de color porque en pocas líneas logré capturar algunos momentos que, de otro modo, se hubieran diluido como la arena en el mar. El precio que pagué no fue poco. Sin darme cuenta, al publicar “Celeste y Yamila” herí los sentimientos de alguien que quería y que nunca más volvió a dirigirme la palabra. Pero en esos días yo flotaba en los besos húmedos de Yamila, como un náufrago que quiere llegar a buen puerto. Hicimos revelar las fotos de la Kodak y pegué con cinta scotch una en la pared, una vertical que mostraba a la Lu sentada en el regazo de Yamila, junto a la carpa y con una pálida luz que apenas dejaba ver ciertos rasgos. Revisando las otras, en las que aparecía Celeste y también los porteños que se juntaban con Leo y el Flaco, pude ver un detalle que antes no había advertido. El detalle era una chica -debía ser una chica- que aparecía en segundo plano, detrás de unos árboles, enfundada en unos jeans cortados y una blusa sin mangas, con la cabeza recortada por el encuadre. La chica, después lo sabría, se llamaba Vale y vivía en esta ciudad.
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El rostro de Vale lo tenía de algún ámbito nocturno o, tal vez, de cruzarnos impensadamente en una esquina. Tenía un par de años más que Yamila y Celeste, melena ondulada, boca sensual y un ligero rictus que por ahí la hacía lucir distante, cuando no hostil. Por suerte también sabía sonreír. Eso lo comprobé una mañana en que paré en un boliche de Boulevard Oroño y al levantar la vista, la vi embutida en un jardinero verde con el logo del boliche bordado a la altura de sus pechos. Entonces recordé las fotos, los hippies del campamento y al comentarle, ella asintió. Volví a pasar y confirmé mi presunción: Vale no era una chica muy dada y meses después, al publicar una selección de trabajos y viñetas en un libro titulado “Ficciones periodísticas”, le alcancé un ejemplar a modo de obsequio. La selección de notas finalizaba con “Celeste y Yamila”. Ella me dijo gracias sin enfatizar, una pequeña señal que bastó para que dejara de visitarla. No soy de ir adonde no me llaman salvo cuando el deseo me empuja o las circunstancias me obligan. Vale me atraía todavía pero sólo de un modo físico. La intuición me decía que debajo de sus grandes aros, sus abrigos coloridos y sus mostacillas, lo que palpitaba era una chica rosarina, en un tiempo en que las chicas rosarinas asomaban como seres trabajosos de abordar. El lector puede pensar que la atracción subsistente dependía en buena medida del registro de Yamila y del modo en que Vale, por un vínculo de contigüidad, podía ocupar su lugar. Pero no se trataba de eso. Tampoco del recuerdo de aquellas vacaciones en Geselll, que se fue diluyendo en el trajín de los días y solo reaparecía, excepcionalmente, con la voz de Javier Martínez cantando el tema de Manal. La foto de Yamila y Lucía en el camping permaneció pegada por mucho tiempo y ocurrió lo mismo que con otras percepciones: llegan a naturalizarse de tal modo que pierden el rasgo excepcional que una vez tuvieron. Como si la imagen primitiva pudiera deslizarse a un fetiche que forma parte de nuestro ámbito.
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Volvimos con Lucía a Gesell varios años después, en una de nuestras últimas vacaciones compartidas. La pequeña Lu ya no era tan pequeña y empezaba a batir sus alas buscando un viento de libertad. Paramos en un pequeño hotel que estaba en el otro extremo de la calle 3, si lo confrontaba con el de la primera vez (No sé por qué ahora pienso en el hotel de Torres, que arquitectónicamente no tenía nada que ver, y en los pasos de Lori bajando por la vereda de un morro, mientras Lucía jugaba a seguirle el andar). El hotel en la villa estaba rodeado de un parque y de una pequeña pileta y yo pasaba mucho tiempo tirado en una de las reposeras, paladeando una cerveza, mientras Lucía y su nueva amiga, una chica de Corral de Bustos, iban de aquí para allá, cuchicheaban al borde del agua o hacían planes para la salida de la noche. Cuando íbamos los tres a la playa, ellas se desprendían rápidamente de mí, que sólo trataba de no perderlas de vista en medio del desfile de breves tangas y pimpantes colas doradas por el sol del Sur. No digo que no se me ocurrió visitar África pero la modorra playera en que estaba sumido, más la presunción de que en el camping no encontraría nada de lo que esperaba, me hicieron desistir. Todo esto hasta que apareció Silvina, de Quilmes. En los papeles, Silvina parecía destinada a ocupar el sitio vacante dejado por Yamila, de Berisso (Berisso es como un suburbio grande de La Plata). Atendía una librería con una mesa de saldos, se hacía un tiempo conmigo para charlar de libros y películas o de las sombras del menemismo, tenía el pelo de un castaño oscuro y el cuerpo delgado de una chica bonita. En la segunda visita la invité a salir, ella me dijo que no salía mucho y me pregunté qué hacía una chica en Gesell si no salía ni, por razones obvias, iba a la playa (La tez de Silvina se mantenía blanca como en Quilmes). Pero en la tercera insistí y me dijo que tal vez, que el sábado a la noche, ella solía andar por ese tramo de calle 3. No fue una cita pero se le parecía. Sábado a la noche, Pippo o Moris, y a navegar por la hondura de sus ojos pardos. Le dije a Lucía que el sábado iba a salir y ella se limitó a mirarme con un rictus. La Lu podría prescindir de mi presencia y encanutarse con su amiga cordobesa en el bolichito que estaba al lado del hotel. Pero debía contar con la custodia de una mirada atenta al entrar o salir. Yo tenía claro mi papel de custodio pero, en calidad de tal, bien podía tomarme un franco. Esa noche salí de la habitación con un gusto amargo. Había discutido con Lucía, cosa que me violentaba, pero no podía explicarle que sus celos eran infundados y mucho menos adónde los tenía. Llovía a cántaros y antes de llegar a la cuadra de la librería, estaba empapado. La calle 3 yacía debajo de gente que cruzaba apurada y de coches que pugnaban por adelantarse. Por todas partes veía paraguas pero Silvina no aparecía.Pensé que la tormenta era una sólida coartada, incluso para una chica de Quilmes.Luego tuve la sensación de que cada chica de espaldas podía darse vuelta y mostrarme su rostro (algo idéntico me había pasado con Mirta, treinta años atrás, recorriendo las calles de Carlos Paz). Volví con el desaliento de no haber concretado un encuentro que en realidad no acordamos. Ni siquiera me había cambiado la ropa mojada cuando Lucía entró a la habitación. Debió ver a un tipo aterido y anímicamente golpeado porque se sentó en su cama, frente a mí, y me dijo “A veces soy un poco egoísta con vos”. Lucía tenía entonces doce años.
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No hubo fotos de Silvina como no las hubo de Mirta o de Lori. Soñé con Mirta muchas veces, en distintos períodos, y las últimas veces me despertaba con una pregunta: “¿Estará bien? ¿Dónde estará?”. Preguntas razonable en el torrente de los sueños si tenía en cuenta -y vaya si lo tenía- que Mirta había sido mi primer amor adolescente. Pero cuyo sentido último se me escapaba. Hasta aquella noche en que me desperté desvelado y en el televisor encendido vi el anuncio de una película que no había querer ver cuando la estrenaron. La película era “La noche de los lápices”. Ahora tenía la ocasión de verla, incluso cabía decir que no podía evitarlo. Al terminar y más allá de las emociones encontradas que la historia me despertó, incluida la angustia del desgarrador desenlace, me fue invadiendo un paradójico sueño. Digo “paradójico” porque la situación estaba para que mi desvelo continuara.Volví a soñar con Mirta y creo que fue la última vez. Aparecía en bicicleta por un sendero que bien podía conducir al chalet que su familia tenía en Carlos Paz. Estaba rozagante, el mismo rostro adolescente pero sostenido por un cuerpo atlético (Mirta era delgada), enfundado en un jogging que irradiaba vitalidad. Luego recuerdo un flash donde yo caminaba tranquilo por la vereda del edificio de Jefatura, un recorrido que en la vigilia prefería esquivar. No necesité consultarlo con mi analista. Mirta tenía un año menos que yo, nos conocimos cuando ambos estábamos a punto de entrar a la facultad y yo sabía que, años después, Córdoba sería un epicentro de la represión más despiadada. No conocía la suerte de la Mirta real. Pero el sueño me había dado una respuesta.Días después escribí en el diario una crónica de color titulada “Larga es la noche”. La noche se extendía desde mi cruce con una cordobesa de gesto amable y voz cálida en la confitería El Molino, de Carlos Paz, hasta la madrugada en que una estudiante platense, confinada en un chupadero, se despide para siempre de su compañero. En las líneas apretadas de una nota de tres carillas, yo me preguntaba hasta dónde podía haber llegado el terror, si era capaz de impregnar los recuerdos más íntimos. No recuerdo la foto que sirvió para ilustrar aquella crónica (Contar que, años después, Lucía me llamaría desde Carlos Paz, en pleno viaje de su promoción, y me contaría que esa noche de sábado irían a bailar a El Molino, me parece cargar demasiado las tintas)
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Barthes llama punctun a aquel detalle o rasgo de una fotografía que la torna estrictamente particular. O bien el punctun es el rasgo diferente, irreductible a toda norma, que la foto puede ofrecer. Walter Benjamin considera que el aura de la imagen, triturada por los modos de reproducción técnica, sobrevive en algunas fotos, en particular en retratos de seres queridos, como un registro “chamuscado por chispas de azar”. Lo que se desprende de estas visiones – y de otras menos notorias – es que el arte fotográfico ofrece una superficie icónica pero en realidad transmite la huella irrepetible de un momento. Huella o indicio, la foto clásica es siempre la sustracción de un fragmento de tiempo extraído del continuum del tiempo real. De ahí su incomparable poder evocativo. No es seguro que este poder sobreviva en la actual corriente digital, cuando el parpadeo de la cámara se torna indiscriminado y cualquier ocasión es buena para dispararla. Lo que el dispositivo digital aporta es la posibilidad de obtener registros que un reportero gráfico, sin ir más lejos, no hubiera previsto. El declive del poder de evocación no puede llamar la atención en una época que, acorde al imperativo mediático, consagra un presente continuo y acomoda las revisiones del pasado en el baúl de la onda retro. Tampoco es seguro que una foto vieja, tomada en condiciones precarias, deba corresponder al aura benjaminiana. Sí es verdad que a menudo percibimos en ella la presencia de alguien o algo que no está. Ese es, en sentido estricto, el valor aurático que le confería Benjamin a los antiguos retratos.Suspendidos en el tiempo – o más allá de él – indicaban a través de la imagen el lugar de una falta. Miro la foto de Yamila y Lucía, que ya no está pegada a la pared, y recuerdo vagamente un bosque de pinos y eucaliptos, la luz diurna que pegaba en algunos claros, cierta expectativa que se mantenía contra los malos vientos que soplaban desde arriba Veo la nuca de Vale esgrimiendo su camarita digital al frente de una manifestación y salto a un presente inmediato que no es el renacer de nada, sino el registro vívido de chicos que salen a la calle. Si Vale tuviera la posibilidad de darse vuelta – algo imposible aún para el dispositivo digital – no vería el rostro de Mirta, ni el de Silvina, ni siquiera el brazo extendido de Lori mostrándome los tres costurones que surcaban su muñeca (Esto quiere decir que las garotas también lloran). Aparecerá la chica que entreví hace quince o veinte años en Gessell, como figura de fondo de un motivo, y que ahora ocupa un primer plano en la protesta callejera, mientras los chicos embanderados gritan los nombres de los compañeros caídos seguidos del término “!Presente!”. Porque el sentimiento de ausencia no refiere únicamente, obvio es decirlo, al rock de la mujer perdida.
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Ahora parece ser tiempo de justicia y las fotos de los que no están y durante años vimos publicadas en un matutino porteño ceden momentáneamente su lugar a los esbirros acusados en el banquillo. Lo fecundo de estas revisiones espontáneas, dictadas por una suerte de asociación libre, empieza cuando el recuerdo puede liberarse de la tentación nostálgica y cotejar tiempos diferentes, sumergido en el fragor de los hechos. Ahora puedo ver a Leo Ricciardino, de impecable traje y sin rastros de barba, comentando algún suceso por la tele. Sé positivamente que Leo no es el mismo como yo tampoco lo soy. Aunque el azar pueda cruzarnos y surja espontánea la invitación a compartir un café. Por eso cabe terminar con el comienzo de aquella crónica que apareció en una contratapa de Rosario l2 y que me valió - dicho esto sin el menor asomo de alarde – un cálido elogio de Lilia Ferreyra, la última mujer de Rodolfo Walsh.
“La villa ya no es lo que era – dice el Porteño mientras chupa un mate que no da más. Leo me mira, sonríe y mira la carpa de al lado, que acaba de instalarse.Dos pichis de aspecto adolescente cuelgan sus ropas de una soga tendida entre los árboles. Hay toallas de dibujos geométricos, remeras de colores desteñidos y una bolsa de dormir. Lucía, que hasta ese momento jugaba con unos perros, se acerca a la carpa y charla con una de las chicas. Su nombre, luego lo sabré, es Celeste. Tiene el pelo cortado al rape, los vaqueros recortados encima de los muslos y, debajo del buzo, se adivina el peso del sostén de la bikini…”
Y la corto acá porque acaba de llamarme Lucía.Acaba de llamarme para decirme que la llame porque no tiene crédito. Lucía ya es psicóloga y se resiste a analizar cualquier mambo que le cuente con el razonable argumento de que el análisis excluye los vínculos de sangre. Con suerte me concederá unos minutos y, sin que me lo diga, yo sabré de su vuelo, más allá del miedo y sobre el paisaje que dibuja esa máquina de sacar fotos que es la memoria emotiva.
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