Investigación: arq. Gustavo Fernetti | Profesor de la Escuela Superior de Museología de Rosario | Imagen: Diego González Halama
Tener la piel de color oscuro pareciera ser un asunto de dermatólogos, para una revista de este tipo. Sin embargo, todos sabemos que sobrepasar algunas décimas el color promedio de piel nos puede traer un dolor de cabeza.
Ser negro es un problema en muchos lugares del mundo. La Argentina no es la excepción.
Desde los lejanos tiempos de la colonia, ser negro significaba ser, directamente, un esclavo. Si bien no recibían un trato bestial como en Estados Unidos, los negros estaban sujetos a la categoría de cosa, puesto que podían ser vendidos o canjeados. Esto que ahora nos parece una inmoralidad, era parte sustantiva en la colonia, porque de la cantidad de negros (como ahora de la cantidad de automóviles) dependía el estatus de la familia. Ser negro implicaba también ser analfabeto -estaba prohibido enseñarles a leer- y ser excluidos de parte de la religión -no podían ser sacerdotes- aunque no los privaba de ciertos derechos como ser capataces, como en el caso de la familia Andino, e incluso portar armas. Pero lo que nos interesa es la simbología de “ser negro”.
Se fijó, durante esta etapa, que el negro es, necesariamente holgazán, sexualmente hiperactivo y poco inteligente. Además -y esto es importante- que el negro es culpable de serlo. Es de la raza de Caín, lo que le da una impronta religiosa a la cosa.
Esas cosas duelen, pero quedaron en la memoria frágil del país.
NEGROS VAGOS
Con el tiempo, los negros dejaron de ser esclavos, aunque no negros. Después del fracaso de la Asamblea del Año XIII (su disposición respecto a la esclavitud negra duró poco tiempo), Rosas finalmente abolió la esclavitud, si bien ésta perduró algún tiempo en casas de gente que ignoró palmariamente la ley federal.
Dejando de lado su extinción, al parecer provocada por la fiebre amarrilla, su participación obligada en las guerras y la mestización, el esclavo pudo, literalmente, romper sus cadenas.Pero nunca dejó de ser una persona despreciable, taimada, haragana, que era merecedora de su destino. Por ello se lo destinó a trabajos que nadie quería hacer: formar batallones casi suicidas, como el Nº 8 del ejército de San Martín, limpiar, deshollinar y matar perros.
Tanta discriminación, sumada al hecho del desarraigo de su tierra africana, hizo que el negro se diera a diversiones que aliviaran un poco su condición ¿usted no haría lo mismo? Entonces, las naciones se volcaron a sus danzas, a beber, claro, y a formarse por grupos de baile, las comparsas.A los motes de vago y lascivo, se le sumó la de borracho, por supuesto. Para muchos eran simplemente monos con ropa.
Sin demasiados negros a la vista, persistió sin embargo la esclavitud del apelativo.
Todos conocemos un negro. Es más, el señor que dibuja la última página mereció este apelativo. Hasta podemos decir que es un apelativo cariñoso, “che, negro, como a-aandai” es un saludo cordobés clásico. Pero en otros casos no lo es tanto.
Luego de la caída de Rosas, la frase fue “los negros, de vuelta a la cocina”, aludiendo a la popularidad de Juan Manuel entre la “gente de color”. Pero con la llegada de la inmigración europea -fundamentalmente campesina o proletaria- se sumó otro factor.
La presencia importante de clases subalternas, a partir de las últimas décadas del siglo XIX y sobre todo a partir de la tajante separación de la clase media, a inicios del siglo XX, precipitó casi químicamente el término “negro”.
Las clases altas fueron más refractarias a esta separación, puesto que siempre habían tenido negros sirvientes, y todo lo que no fuera familia tradicional encajaba en el “pobrerío”, negros incluidos.
Pero la clase media, que se desligaba a su pesar de las clases oligárquicas, necesitaba separarse casi violentamente de inmigrantes, obreros, vendedores ambulantes y mendigos, los eternos “ganapanes” de España. Las revistas, diarios y la gente del centro empezó a mirarlos con cierta sorna, luego con franco desprecio. En el imaginario burgués, esta gente “baja” no compraba, sólo vendía o pedía. Eso los desmarcaba como desfavorecidos.
Los políticos -todos ya de clase media- empezaron a separar a las “clases bajas” de la gente, y a medida que legislaban, trataban de favorecer a su clase, mientras que evitaban el desmadre de la “chusma” con represión o parches sociales.
La urbanización provocada por las primeras fábricas masivamente desarrolladas, trajo a los pobladores del interior. La ciudad era atractiva, poseía hospitales y cines, tenía necesidades de trabajadores y servicios. Los provincianos comenzaron a venir, y al no haber capacidad edilicia suficiente, debieron conseguir su casa como pudieron. Habitando casas abandonadas del centro, en conventillos de barrio, compartiendo lugares, los migrantes internos comenzaron a ser numéricamente importantes.Los terrenos ferroviarios cedieron vagones y yuyales, y las casitas de lata -antes pequeñas áreas subalternas de las fábricas- comenzaron a ser extensas superficies al servicio de la ciudad. Albañiles, pintores, mucamas, y en general todo el que no poseía sueldo fijo, se iba a vivir a la ranchada, como se le decía en los años 40. Todos de piel morena, producto de siglos de mestizaje, recibían apelativos como payucas, tapes o indios. Con el tiempo, tuvieron costumbres similares a los esclavos: consumo de cosas baratas, formas diferentes de vida, bailes y bebidas para olvidar por un rato la miseria. La cosa era inevitable: fueron los nuevos negros en una sociedad que ya no los tenía.
GREASERS
La aparición estelar de Juan Domingo Perón puso de relieve no sólo la explotación, sino la importancia numérica de los “negros”.
Basándose en la condición mayoritariamente obrera de los marginados, Perón se dio cuenta que eran políticamente poderosos. Articulando su discurso redentor con leyes efectivas que mejoraron objetivamente la condición de los más humildes, la palabra negro fue bandera y baldón, orgullo y desprecio. Fue tal vez Ernesto Sanmartino, diputado radical, el que arrojó nafta al fuego, al decir de una manifestación de 1947:
“El aluvión zoológico del 24 de febrero parece haber arrojado a algún diputado a su banca, para que desde ella maúlle a los astros por una dieta de 2.500 pesos. Que siga maullando, que a mí no me molesta “.
Luego se justificó hipócritamente, al decir que se refería a los activistas, agitadores y mal pensantes, y aunque la frase era de consumo interno, ya era tarde.
Aluvión zoológico: se vienen los negros. Esto generó pánico en la gente “bien”, que creía olvidados los caballos de Urquiza atados a la Pirámide de Mayo, y se había escandalizado al ver a los obreros remojar sus curtidas plantas en la fuente de la Plaza de Ídem (los saqueos de 1989 revivieron modernamente este terror).
Los obreros, lúmpenes, ganapanes y marginados por el sistema comenzaron a separarse de la gente “blanca” y aparecieron motes discriminatorios por un lado, pero que se tomaban como bandera por el otro: negros, negritas, negritos, villeros, villeritos, grasas, grasitas, greasers, lateros, descamisados, desposeídos, humildes, cabecitas negras, capochas, cabezas, gronchos, mersas, menchos, popus, muquis, fueron usados hasta el hartazgo hasta hoy, ahondando la brecha social e ideológica desde las mismas palabras.
NEGROS Y BLANCOS
Con el triunfo hegemónico de las clases medias, la sociedad se polarizó.
“El negro a la villa y la gente al hogar” decía una señora de mi barrio, olvidándose del desprecio que sufrió su padre napolitano. Los negros llamaban “las casas” a lo que esta señora singularizaba, “la villa”. Las villas merecieron nombres acordes a la negrada: ranchada, ranchos, laterío, grasalandia, villa, ciudad cartón, cáncer urbano. Las villas recibieron nombres ilustres: Villa Banana, La Lata, Cariñito, La Cuarta, El Mangrullo. Las oleadas de migración Q´óm le agregaron color a la periferia, y los villeros, tras años de discriminación, vieron a alguien para desprecias: los tobas.
La piel fue índice de ubicación social. Unas manos de nudillos oscuros era marca de trabajo esforzado, bestial, en las imágenes prejuciosas del Bulevard Oroño, cuyos edificios habían levantado. Los chicos separaron a los negros de los blancos ya en la escuela. El Negro fue un personaje habitual en la radio y la TV, vinculado a la humildad y lo ingenuo.
Abel Santa Cruz, hábil en forjar modelos prejuiciosos, en su Jacinta Pichimahuida tenía un gordo buenazo, un ignorante, un oligarca, una alumna bella y rubia y una malvada que sólo podía ser mujer. Por supuesto, también había un negro, Cirilo Tamayo. El mensaje, la integración en la escuela en base al cariño y autoridad de la señorita Jacinta, era un espejo del modelo arbitral peronista, que articulaba todas las realidades sociales en una ideal Comunidad Organizada.
Se suponía que la escuela representaba la realidad social argentina.
NEGROS DE AYER, NEGROS DE HOY
Con la caída de Perón la venganza fue inevitable. La ecuación Negro = Peronista fue considerada una infección que debía ser curada. Se desarticularon todas las organizaciones que podían beneficiarlos, volviéndose a las épocas de las limosnas, las leyes compasivas y la represión. La desaparición del Símbolo Máximo Negro, Eva Duarte, provocó la muerte de Aramburu en manos de Montoneros. Ya era tarde: la sociedad estaba separada en dos. Con el tiempo, la fisura social se agrandó.
Los orgullos se mantuvieron, y ser negro es ser diferente, demasiado diferente. Pálidamente, el cariño enrostra la negritud a los amigos, como un carácter más, pero la calle es dura, y el barrio también. Los alumnos- ya lejos de Jacinta- separan y clasifica a los negros: negros de piel, negros de alma, negros de m…, bueno, esos negros. Ser villero es ser mal educado, procaz, alborotador, imprevisible. Nicole Neumann habla de las muqui (mucamas) con un odio propio de Adolfo Hitler, amparada en su apellido ario, mientras Brizuela Méndez desde el cielo, sonríe para siempre y Raúl Lavié sigue cantando su negritud desde la propaganda de Tersuave.
El negro, sin embargo, no es ser Alejandro Dolina o Roberto Fontanarrosa. El negro es otro, el que manguea, el que pega ladrillos, la que limpia, barre, cose, lava, el que roba o se droga, el que vino del Chaco o Corrientes para vivir en la Travesía.
Es una rotunda mentira que Argentina no tiene racismo. Es más, lo tiene más allá de las razas y tanto, que debió crearlas para poder ser racista, único ejemplo mundial de racismo sin razas.
La explosividad social de la clase media, navegando entre oligarcas y lúmpenes, entre ciudad y campo, tuvo que crearse imaginarios “hacia abajo”, un piso para pisar, ya que el cielo era inabordable, porque la alcurnia del apellido italiano o gallego no daba. La regulación era inevitable: la plata, la plata para adquirir objetos que la misma clase media elaboraba y vendía, desde camisas hasta viajes a Europa.
La crisis barrió con el miedo al Aluvión Zoológico, porque todos podemos descender a animales según ese imaginario. Los saqueos promovió un miedo emergente, pero la crisis fue peor. Se prefirió emigrar a Barcelona y ser un sudaca a bajar a la negritud. Uno de los mayores terrores de la clase media era “irse a vivir a la villa”, y golpear cuarteles, matar villeros o pedir la pena de muerte forma parte de este esquema, que prefiere mantener una ilusión de bienestar para pocos, antes que repartir como se debe entre todos.
Los negros, mientras tanto, siguen allí.
Con su detestada cumbia a todo volumen, sus casas de chapa o bloque al borde de la zanja, sus múltiples parejas y muchísimos hijos, con la delincuencia o la droga como alternativa al hambre; con sus gustos dudosos, su peronismo visceral, su preferencia por los dorados o la ropa militar, sus nombres raros como Yasmín o Jonathan y el barro manchando zapatos de taco aguja; con su devoción por la Virgen de Itatí o su evangelismo. Signos que leídos desde afuera, han modelado una imagen específica y a la vez negada por “el centro”.
Los cabecitas negras son, en última instancia, un peligro para la clase media. Lo desconocido, en última instancia, son los negros.
¿Se puede sellar esta fisura?Sin entrar en propuestas marxistas –una sociedad sin clases- los imaginarios sociales son muy difíciles de borrar. No se puede, de la noche a la mañana, eliminar la imagen de San Martín sobre un caballo blanco. Tampoco sirven las falsas integraciones “a lo Jacinta”, hipócritas e ineficaces.
Tal vez la cosa pase por la legitimidad.
Que sea legítimo ser negro, tener otros gustos y comportamientos, tener un derecho social a la pertenencia, de ser lo que se es, sin poner en crisis la existencia misma de las personas porque “a estos negros hay que matarlos a todos”.
Más han obtenido los mapuches y tobas que los villeros.
Es muy, pero muy difícil, lograr que se integre la villa a la realidad social, y no basta bailarse un reguetón en los casamientos del Jockey para aceptar los signos de los negros. Habrá que saber porqué hay tanta miseria, y tal vez descubramos que nosotros somos los beneficiarios de ella, y otros, los negros, los perjudicados. Tal vez la cosa pasa por conocerlos.
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