Por Daniel Briguet
La ciudad, como un bosque, tiene claros. Zonas sustraídas a los efectos del trajín cotidiano, rincones o pasajes donde el tiempo parece transcurrir según otro ritmo. A veces esto ocurre en una antigua galería, que ya no cumple sus funciones originales, a veces es una callejuela que conecta dos calles de mayor importancia.
Con el Gordo llegamos a la cortada alrededor de las seis y media, cuando el día empieza oscurecer y el pico del tránsito es el último arrebato de los automovilistas que vuelven a sus hogares. El paisaje es siempre el mismo.Coches estacionados de culata y algunos chicos que cuidan, a cambio de unas monedas y más allá del estacionamiento medido. A media cuadra hay un salón de pool, lo que ya es un detalle, y en la esquina que da a un pasaje, una pequeña agencia de turismo. En la cuadra siguiente, si puede llamarse así, el frente del Microcine de la Cortada, primer y último cine “porno” de los rosarinos, ofrece con sobriedad un cúmulo de promesas sin ninguna imagen que lo destaque. Los cuerpos exuberantes y su fragor están adentro y desfilan por una delgada pantalla ante la mirada de un público de hombres solos.
- ¿Quién viene acá? - me preguntará el Gordo, una noche que volvemos por Mitre.
- Qué se yo. Valijeros, si todavía hay valijeros. O tipos que van al closet -replico, como para no hacerla larga.
A esa hora la quietud es casi total y sólo se ve interrumpida por la acelerada de un zarpado que arranca haciendo chirriar los neumáticos de su flamante modelo. Pero la quietud mayor está concentrada en el pasaje, que desemboca en San Luis, y donde es raro ver a alguien caminando. Persianas bajas y puertas altas herméticamente cerradas. Algo que luce como un garaje pero del que casi nunca veo salir un coche. Golpeo el vidrio de la entrada a la galería y espero que la chica del quiosco nos venga a abrir, porque a esa hora casi todo está bajo llave. Mi alivio se debe a una vieja fobia al cemento armado y desnudo pero también a una ligera inquietud que es casi opuesta de la inmovilidad y el silencio del entorno.
Adentro es diferente. Se huele el olor del café, la moza del bar -Kimei, una espléndida rubia de nombre indígena- lleva sus pedidos de mesa en mesa y el gordo le pide al pasar dos cortados para el piso de la FM. “Uno sin azúcar” -subraya, con su voz de hombre duro, atenuada por una sonrisa. Arriba espera Daniel, el operador, probando temas para un programa que, seguramente y más allá de las charlas previas, contendrá un apreciable margen de improvisación y un coro de voces pugnando por hacerse oír, en medio de la magia del éter.
El programa dura dos horas y al avanzar la segunda, el tránsito por Mitre es cada vez más escaso. Ya es noche cerrada y lo que todavía es el centro se hunde lentamente en una nube destemplada, como si no hubiera otra cosa que esperar el cole o caminar a paso apurado. ¿Inseguridad? Tal vez pero también la sensación de que los ritmos han cambiado y donde antes había luces hoy solo pueden verse reflejos pálidos.
El paisaje de la cortada, sin perder su condición, se asemeja entonces al que lo rodea.
Las sombras de calle San Luis, el letrero luminoso de lo que fue el Hotel Primavera y doblando por San Juan, las chicas que hacen guardia a despecho del frío y de lo que marca el almanaque...
Salimos de la radio con Augusto, el chico de la producción, y con la vista fija en el piso de asfalto, le digo:
- Este es un lugar para explorar, un par de horas más tarde.
- ¿Te parece?
- Estoy seguro -digo y levanto el objeto que acabo de ver, un tenedor con los dientes aplastados, formando una punta. Algo que puede ser una chuza improvisada o no sé qué pero, en ningún caso, un cubierto para deglutir un plato.
Otra noche en que el Gordo estaciona su Mitsubishi en el pasaje, vemos avanzar un flaco con mochila y aspecto desaliñado. Alto y de tez morena, es lo menos parecido a uno de esos jóvenes que salen retratados en los suplementos de Sociales. A diez metros de nosotros, el flaco se para, saca algo de su mochila y se da un formidable nariguetazo, que resuena en toda la calle.
- ¿Vos viste lo que yo vi? -me pregunta el Gordo.
- Yo no vi nada -digo, para no quedar en el papel fisgón de Doña Elvira.
La cortada me atrae porque me ayuda a leer el lenguaje de las apariencias, solo quebrado por un flash como el que acabo de contar o por la irrupción de una mujer en franco estado de pobreza que un día aparece a los gritos, increpando a los cuidacoches, desafiándolos incluso, y en algún momento dice “porque acá estuvo Pelo Duro”, sugiriendo algún vínculo. Y no puedo menos que pensar en el delincuente juvenil más renombrado de la República de la Sexta, incipiente leyenda o candidato a una boleta, según marque el curso de las cosas. Y otro día veo sobre la pared del pasaje un graffiti en letras azules que dice “viva el porro” o algo parecido, sin que esto me sorprenda más allá del hecho de que ya soy un observador condicionado.
Otra vez en que salimos de la radio con el Gordo, escucho que dice:
- Esta es una calle de Buenos Aires.
- ¿Vos sabés que a mí se me ocurrió lo mismo? -digo, a propósito de un ligero desarraigo o un extrañamiento que flota en el aire sin hacerse notar demasiado. Percepciones comunes. Esa es una de las cosas que nos unen a través de los años, superando disputas y diferencias propias del trabajo en común.
En el programa hice un recordatorio de Dennis Hooper, muerto dos días atrás, remarqué su condición de malvado de Hollywood, el inevitable hito de “Busco mi destino”, las motocicletas rodando sobre las rutas al compás de “Nacido para ser salvaje”, el tema de Stepeenwoolf que Daniel extrajo del archivo digital con su habitual presteza. Todavía escucho esos acordes cuando pasamos frente al salón de pool y veo a una chica de jeans desteñidos y pullover tejido a mano que ubica las bolas en el centro del paño verde, bajo la luz que cae de una lámpara con pantalla. Chica rubia de espaldas, pareja que avanza por la vereda, ella un poco más adelante, rulos de pelo negro cayendo sobre los hombros de la campera de jean..Y las asociaciones podrían seguir pero el cronista que cultive el rigor no debe dejarse llevarse por su imaginación. Eso es lo que trato de inculcarme a una edad en que es difícil cambiar de hábitos. Y en una gran aldea moderna, desplegada como una interminable red de vasos comunicantes.
Unos días después, en un boliche del barrio, me cruzo con el Gordo de Verdad. El Gordo genuino es un tipo plácido, al que difícilmente un estímulo exterior altere, que se dedica a la administración de consorcios.
- Che -me dice, en medio de un café de sobremesa -¿no sale más El Ruido de las Nueces?
- Sí, sale -respondo y le digo dónde está la FM ahora.
- Mirá vos. Yo tengo por ahí una de las oficinas.
- Entonces sacáme de una duda. Si conocés el lugar, decíme por qué cada vez que llego a la cortada tengo la impresión de que todo está demasiado quieto o que faltan ruidos. Ni siquiera se escuchan las bocinas del Mundial.
El Gordo de Verdad me mira encima de sus lentes algo caídos y con algo de astucia, me dice:
- Me extraña, Dani. Esa es una zona de repartidores y los muchachos cuidan el negocio.
- ¿Los muchachos? ¿Buenos muchachos?
- Ah, no sé, esto tenés que averiguarlo vos - dice el Gordo, levantando sus manos en señal de prescindencia.
La ciudad, como dije, tiene sus claros que a veces son oscuros. Claroscuros, en el lenguaje pictórico, que matizan la superficie habitual, sugiriendo un hallazgo. O nada más que la perspectiva de algo diferente. A veces pienso que llego a la puerta de la galería, golpeo el vidrio y nadie sale a abrirme. En un puñado de segundos, por imperio de las circunstancias, estoy del otro lado. Y no es tan terrible en tanto pueda respirar hondo y darme cuenta que del otro lado suele separarnos nada más que una hoja de vidrio, una portezuela con el seguro puesto, un micrófono que nos permite hablar como si fuéramos mensajeros de la verdad.
Es el final de la cortada. O de la escapada.
A Francisco Bessone y “El ruido de las nueces”
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