lunes, 3 de mayo de 2010

ARQUEOLOGIA URBANA

Investigación: arq. Gustavo Fernetti – Docente de la escuela superior de Museología de Rosario | Imagen: Diego González Halama

I. La estrategia
No hay otra, pensó y el miedo le movió las tripas, como ese ragú de tres días.
Se puso su traje gris perla de media estación, el único decente, a despecho de los seis grados de ese invierno rosarino, seco y filoso; la corbata finita – pensó- le daba un aire juvenil a pesar de los 50 ya largos. El cinturón de charol abrochado a la altura de las tetillas le daban un aire moderno a la Bogart, La Carmela completaba el atuendo, tiñendo con ese negro brilloso y algo azulado el pelo y así le disimulaba las canas y gran parte de la vida. Arriba de todo, un sombrero al tono del saco cerraba el conjunto, tapando la calvicie incipiente.
Antonio pensaba que la vida - ay- era un engaño. Por eso lo apodaban “Estafita”.
Todas sus mujeres lo habían abandonado por otros hombres, por la simple razón que eran mejores y menos violentos, pero él prefería creer en una razón genética propia del género femenino que no se iba con los golpes, cintazos y moretones. La última dijo que lo iba a denunciar, pero terminó afilando con el cana. Traidoras, se repetía, cuando usaba un vocabulario interno más o menso decente. Suponía que engañar era sobrevivir, y él –viejo sobreviviente- hacía ya dos años que estaba muy quemado, remanyado y señalado como timador, fullero y avivato. Estafita estaba marcado.
No había bar donde le permitieran la entrada y el cartelito del almacén: “hoy no se fía, mañana sí”, era un tatuaje en el alma, una ofensa y una realidad diaria, tres días sin comer, ni chupar ni nada, ni fideos, sólo mateando al infinito la misma yerba gastada.
Dejó el conventillo por la puerta de chapa gris como su saco, y rumbeó para Bulevar Avellaneda; en el saco llevaba un revolvito, por las dudas, un lechucero con tres balas, y así al tranco por Avellaneda hasta la ferretería. Un hombre lo esperaba ahí, tanto o más nervioso que él.
Don Felipe –que era el hombre- era un auténtico capitalista italiano.
Astuto, amarrete, suponía que la ferretería era una institución sagrada, cuya existencia daba entidad al barrio. Manejaba la ferretería –vaya coherencia- con mano de hierro. Una arandela, un tornillo, un clavo perdido, eran irrecuperables, perderlos era como tirar una moneda al río, y le resultaba más fácil despedir que perder una tuerca.
La ferretería era –hay que decirlo- imponente en el barrio. Vivía magníficamente de suministrar, a los numerosos talleres herramientas e implementos de todo tipo. Vendía además pintura, forrajes y combustibles y sus estanterías –que los chicos veían con asombro – eran un amasijo de cajones, cadenas, cables y varillas roscadas.
Don Felipe era ambicioso. La fracasada sucursal casi lo había arruinado, y se volvió receloso de los socios, que le habían timado una parte jugosa del negocio y que, como se puede suponer, cargaban con toda la culpa. Su presencia en la ferretería era temida y sus explosiones de ira más aún; la sola orden era imperativa para cualquiera, hasta para el cliente, lo cual no impidió una sonora biaba de un merchante que se sintió estafado por unas latas secas de pintura.

II. La dulce espera
Antonio y Felipe fueron hasta la avenida Alberdi, y se sentaron en el alféizar de la vidriera de la farmacia Rawson.

- Ya va a venir.
- Mecore que así sea, estoy apurado.

El tranvía era nuevo, recién pintado. Venía cargado de gente en esa mañana rutilante y helada, la mayoría bajaba en la Quilmes, otros más allá, en los negocios, y Felipe sintió aletear la sombra negra de la codicia.
Antonio sacó los penúltimos cobres (20 centavos) y pagó los dos pasajes, no era cosa que los bajaran a patadas, se sentaron bien detrás, para contar los que subían. Diez, doce personas para el centro, cinco más en Portón Uno.

- ¿y? ¿Qué le parece, Don Felipe?
- No sé, no sé…
- Vamos, usted sabe que es un buen negocio.
- Ma, perque vo lo decí. Hay que analizare tutto.
- Por supuesto, pero esto es un servicio que le hago por amistad

Antonio le explicó el negocio. La empresa estaba tratando de racionalizar la flota.
Muchos tranvías a cuidar, mucha gente que subía, y los sueldos no alcanzaban. La administración era deficiente, los robos frecuentes, los colados estaban a la orden del día. La solución era limpia y eficaz, decía Antonio. La empresa municipal (que el denominaba con mayúsculas) iba a subalquilar unidades. Antonio hablaba de todo, menos de cifras, porque sabía poco de números y porque veía que Felipe, en eso, era una luz. Prefería hablar de ventajas. Luego del fracaso de la “Mixta”, la EMTR (Empresa Municipal de Trasportes de Rosario) había delegado la comercialización de coches a funcionarios amigos, siempre buscando pequeños empresarios confiables como prestadores. El nuevo propietario recogía las utilidades de su coche en avenida Pellegrini y Ovidio Lagos, una vez descontados los costos de administración, salarios y gastos de electricidad. Los nuevos dueños libraban a la Municipalidad el pesado control diario de los coches, con el sencillo expediente de subirse a ellos periódicamente. Don Felipe era uno de los elegidos.
Ahí es donde Antonio “pelaba el ancho de espadas”, una arrugada tarjetita donde se veía un sello difuso, y que decía:

“Antonio Sánchez Brigante – Coordinador de servicios y arriendos- EMTR”

Es verdad que la tarjeta estaba escrita a máquina, que el nombre era falso, que la había cortado de una propaganda y que el sello era de tinta china, pero el italiano, que a duras penas sabía leer, estaba ya decidido. Ciego, diríamos.

- Querite, pasá a eso de las siete per la ufichina. Sine faltas.
- Claro, don Felipe, estamos para servirle.

III. El trato
La “oficina” era, en realidad, el despacho de don Felipe.
Ahí abría las cajitas con tornillos, contándolos uno por uno, caja por caja, en general el domingo a la mañana. El lunes daba las quejas al proveedor. Era una habitación que olía a grasa de máquina, y enchastrada del mismo material. Los empleados tenían la costumbre obrera de limpiarse los dedos en las paredes cada vez que saludaban al patrón, cada mañana, dándole la mano. Felipe hacía lo mismo con cada proveedor, con mano flácida y dejada. Los resultados estaban a la vista. Antonio llegó puntual y, para no manchar el traje gris usó la esquina de la silla. Estaban solos.

- Ma´, ensiñame gli papeli, N´toño.
- Acá están, don Felipe, todo en regla. Título de propiedad municipal de la unidad 301. Bien. Contrato. Bien. Constancia del recorrido línea 4… ehhh…recuerde que son 40 centavos de sellados que ya están pagos.

Don Felipe se los dio.

- No se olvide de pagar el boleto cada vez que suba a su unidad. Es muy feo para los pasajeros que el patrón no pague. Pueden optar por otro coche.
- Bene, bene… pagare, pagare, todo hay que pagare cui.

Felipe miró los papeles que no entendía del todo, puso el “gancho” donde estaba su nombre, y abrió la cajita verde donde guardaba el sencillo. Dobló los papeles (originales, con su firma y sin copia alguna) y los metió con furia en el bolsillo interno del saco. Contó los billetes grasientos, “fragatas” verdosas fabricadas a fuerza de tornillos y clavos: mil, dos mil, tres mil… Antonio sintió que le lagrimeaban los ojos, pero se contuvo. El traje gris perla recibió como un cálido hogar los billetes sucios del tano. A pesar del invierno seco y filoso de Rosario, Antonio al fin sentía calor.

IV. La burla
Don Felipe cuidó severamente su nueva propiedad. Subía al estribo del tranvía Línea 4 con la celeridad que da la posesión. Criticaba a los guardas por su atuendo, y éstos, amedrentados por el porte del italiano y la amenaza del despido, al otro día corregían su aspecto. Un chofer le discutió los modales. Recibió un tremendo reto, con insultos peninsulares que le dejaron la oreja ardiendo, y el motorman tuvo que contenerse, porque una pelea a puñetazos era un despido seguro, más cuando la situación de la EMTR era inestable todavía… De sobretodo negro, don Felipe bajó entre insultos de las personas. A dos las increpó por colarse, lo que al final resultó falso.
Pasado justo un mes, Felipe no se tomó el 4: se tomó un taxi. Un señor. Pidió que lo llevaran a avenida Pellegrini y Ovidio Lagos, bajó como de una limusina, y le dejó diez centavos de propina al chofer, cosa rara en él; entró por la puerta de la ochava, atravesó el hall, y se dirigió a la ventanilla donde decía “proveedores”.
Se presentó como

- Antonio Sciapallunga, propietarie cocchie 301, Línea 4, signorina.

La mujer que atendía tardó algo en comprender la explicación del tipo de sobretodo.
Felipe lo achacó a su deficiente español y ella, a su deficiente inteligencia. Algo de razón tenían ambos, hasta que la mujer entendió, y con una sonrisa ladina y muy sonrojada, fue a la oficina de su jefe, donde le contó “la cosa”, mientras don Felipe ordenaba los billetes de su cartera, dejando paso a los nuevos que le daría el negocio.
Cuando salió, el mundo era gris.
Un regusto a hierro y bronce –tan conocido para él- le subía a la garganta, y con los gritos y risas de los empleados en la vereda, se fue al parque, tiritando de vergüenza. Allí se cruzó con unos muchachotes, los insultó por una nadería, rempujó a uno y entre todos lo molieron a palos. El gringo lo vivió como una expiación.

V: Finale con brío
En la Jefatura, Antonio –esposado- daba vueltas la pretina caída de su pantalón ya sin cinto. Las dos primeras preguntas fueron sazonadas con bofetones, la siguiente –lo sabía- sería un trompada en el estómago, así que no tenía más remedio que responder.
- Adónde está.
- ¿Que cosa, jefe?
- La guita.
- Ehhh… je… vea… yo…

La piña lo dobló en dos en la silla de madera, fija al piso. La plata estaba en el cajón del comisario, claro, pero hacía falta una confesión válida y concreta. El abogado de Antonio mateaba con un botón en la cocina, gastando a cuenta.
Un año más tarde, la ferretería ya era una panadería, Antonio usaba un lindo traje rayado gris y negro y Felipe se había vuelto a Italia, como se dice, “dejando el tendal”.
Ese sábado a la noche, cuando salió por Iriondo, el cana pensó lo bella que era la vida: lo esperaba la ex mujer de un estafador, que confiaba en sus caricias varoniles. Los golpes vendrían después, pensó, si no se portaba bien, “algo habitual en las minas”, se anticipó. El chijete fresco el agrió la sonrisa. Pero el traje gris perla, algo liviano para el invierno seco y filoso de Rosario, le quedaba que ni pintado.

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