miércoles, 19 de agosto de 2009

EL FISGON | WOODSTOCK EN DIFERIDO

Por Daniel Briguet

“Yo voy a fundar un partido que proponga: Hagamos el amor y no la guerra”- dice Ana, en impecable uniforme de moza, días después del páramo de las últimas elecciones. “Sos muy joven para esa consigna, cuando surgió vos no habías nacido” -replico, desde mi lugar de parroquiano-. “Te equivocás, en mi vida anterior yo fui una chica hippie” afirma ella con un guiño, como para que se entienda de que está hablando. Ana tiene un look refinado y unas maneras cool que no se corresponden con el desaliño de aquellos pelilargos. Pero en materia de modas y reencarnaciones, nunca se sabe.

Su observación me sirve de todos modos para recordar algo que confirmaré después en una nota de prensa. Hace cuarenta años -a partir del 15 de agosto, más precisamente- comenzaba el festival más emblemático de la cultura rock y de los jóvenes rebeldes del Sueño Americano. Comenzaba Woodstock, tres o cuatro días de “música, amor y paz” que congregaron alrededor de medio millón de fans (se esperaban 50.000) en el ámbito campestre de un condado neoyorkino.
De Joan Baez a Janis Joplin, de “Crosby, Still, Nash and Young” a los Doors, casi todos estuvieron allí. Juglares y baladistas, superbandas de rock y de country, el sonido de la Costa Oeste y el de origen británico, la mezcla que fermentó aquello que dio en llamarse “música progresiva”...
Cada uno estaba en condiciones de convocar a un megarecital propio, con la salvedad de que todavía no había megarecitales, sponsorisados y ultratecnológicos. El festival vino a coronar de un modo inédito un ritual de la primera fase del rock moderno, caracterizado por la comunión del artista con el público y la función de nexo que hacía el primero con una instancia superior, catalizando la energía colectiva. De allí los ribetes místicos que adquirió el movimiento y las miles de voces pidiendo al cielo que cesara la lluvia, como si la sola presencia de una multitud bastara para contener a las fuerzas naturales.
Iban a ser tres días y al final fueron cuatro, con el cierre a cargo del desaparecido Jimi Hendrik, en una versión del Himno Americano punteada por un tableteo de cuerdas que sonaban como metralla. Lo progresivo se medía por la posibilidad de improvisar en el escenario y por la libertad de un sonido que había dejado atrás los tres acordes sobre cuatro compases, para lanzarse a la búsqueda del Nirvana. Se desplegaba en la guitarra mágica de Santana, capaz de fundir ritmos distantes; en la versión blusera y sublime de Joe Cocker del tema de Los Beatles , “Con una pequeña ayuda de mis amigos”; en los arrebatos escénicos de los Who o de Ten Years Afters.

ROCK DE PELICULA

Esas imágenes nos llegaron a través del film de Michael Wadleigh, que emplazó cámaras en lugares impensados y logró capturar, junto a la atracción del espectáculo, las vibraciones de la comunidad que asistía, el contraste con los lugareños, los jirones de una cultura que iba perdiendo altura y, en su declive, alumbraba su testimonio más bello y elocuente. Tal vez porque -según dice Benjamín- el aura de las cosas brilla cuando comienzan a declinar.
La ola hippie no duró mucho pero no fue ingenua y, menos, inocua. Las consignas pacifistas tenían un sentido definido en un país embarcado en una guerra imperial contra el pueblo vietnamita. Contribuye-ron, en no poca medida, a tornar visible la creciente corriente de oposición a la política belicista del Pentágono.
La vida en comunidades y la práctica del amor libre impugnaron, a su vez, el modelo familiar y patriarcal del “modo de vida americano”. Envuelto en la fiebre del consumo y el asedio de los íconos mediáticos, ese modelo no encontraba adeptos entre jóvenes que abandonaban sus hogares, sobrevivían haciendo artesanías o cultivando la tierra y sacrificaban las tibiezas del confort por una existencia más auténtica.
Es cierto, que no todas fueron flores aunque se tratara del poder de la flor. El culto de lo diverso en una gran tribu, de bordes difusos, supuso un enorme desafío. El porro artesanal, de fuentes naturales , mezclado con el ácido de laboratorio abría la puerta de la percepción al tiempo que dejaba gente en el camino. No casualmente el “trip” del ácido era asimilado a la experiencia del viaje. Se trataba de viajar o peregrinar, a veces sin saber hasta dónde.
Dos años antes del festival, los Beatles lanzaban el álbum del Sargento Peper, obra cumbre del arte pop y también una síntesis de sus exploraciones sonoras y perceptivas, incluyendo un componente alucinógeno. El tema “Lucy in the sky with diamonds”, cuya sigla devino LSD, lo refleja en su título y en sus letras. Los Beatles habían viajado a la India, en busca de la verdad alojada en Oriente, y entre la cítara de Ravi Shankar y las enseñanzas de Magarishi Yogui, que no dejaba de cobrar por sus servicios, volvieron algo estimulados y algo confundidos (otros chicos sin su celebridad emprendieron una búsqueda parecida y terminaron varados en la larga marcha a Katmandú).
Meses después de Woodstock, en el festival de Altamont y con la actuación estelar de los Rolling Stones, la guardia pretoriana de los Angeles del Infierno asesinaría a cuchilladas en medio de un tumulto a un joven negro. Tres figuras esenciales de la vanguardia roquera -Janis Joplin, Jimi Hendrix, Jim Morrison- morirían en forma trágica. Y en el medio, como un augurio casi deliberado, Lennon soltaría su frase, a propósito de la separación de Los Beatles: “El sueño terminó”.
La psicodelia y el Flower Power se retiraban para diluirse en otra historia.
Decir por esto que el rock tuvo su lado angélico y su lado satánico, su impulso vital y una tendencia autodestructiva, sería una perogrullada. Tampoco sería justo en esta desprolija evocación detenerse a mirar el lado oscuro de la luna (tan luego este año, pródigo en cuadragésimos aniversarios).
Woodstock fue la celebración más genuina de la contracultura gestada en los sesenta y como tal conviene recordarla. No con la ilusión de que se repita sino para saber que alguna vez ocurrió.
ENTRE NOSOTROS

Ese mensaje circuló por el mundo a través del film de Wadleigh y de las expectativas que despertó. En Buenos Aires hubo un cine que lo exhibió durante años, en funciones de fines de semana que agrupaban a un público fiel. No volvían, con seguridad, a ver la misma película sino a participar de un rito que replicaba, en la luz de la pantalla, el ritual del acontecimiento original.
Más que hippies en sentido estricto, eran jóvenes con una onda parecida a la de aquel viento que empezó a soplar desde San Francisco. Escuchaban a los pioneros del rock argentino, a Manal y Almendra, y su himno era “La Balsa”, cantada por Los Gatos o por Tanguito. De allí que un letrista oportuno los llamara náufragos. Muchos terminarían viajando al Sur, en particular a El Bolsón, una tierra de incertidumbre y de promisión. Viajaban en autostop, a bordo de un tren o de un camión, haciendo honor a dos temas del Flaco Spinetta.
Los temas se llamaban -se llaman-“Rutas argentinas” y “Toma el tren hacia el sur”.
La idea era, supongo, conjurar una forma de vida diferente con su fondo musical. Pese a las inclemencias del tiempo y a la avidez del mercado que devoraba el legado de la Nación Woostock, al reducirlo a un tipo de pilchas o de telas, un slogan, un modo de llevar el pelo. La onda flower amplió el campo de la moda al permitir que cada usuario fuera su propio diseñador. Con la mercantilización, se convirtió en un estilo del que la industria supo sacar rédito. Informalidad y ligera extravagancia, arabescos, estampados multicolores, jeans bordados, uniformes de rezago.
Y un poco más adelante, la inserción del fragmento de un tema clásico -“Orgullosa Mary” o “San Francisco”- en el corte interminable de un disco digital. Una vez deglutido, todo puede ser reciclado. Lo que no debe llevar a pensar que la expansión del consumo es capaz de borrar el pasado.
Ese es un error en el que los jóvenes de ayer caemos con frecuencia.
En mi caso y más allá de toda intención explícita, lo que me ocurre a veces es como un flash. Por ejemplo: paseo por el Parque Norte, entre los puestos de la Feria de Artesanos, y veo deslizarse sobre el césped a una muchacha de trenzas largas y una túnica de tela hindú, descalza o en sandalias (sé que es una chica escapada de un disco de Neil Young).
O bien, estoy escuchando música en casa y siento que mi cuerpo se alza, como si respondiera a un reflejo, y trata de imitar las contorsiones de Joe Cocker sobre el escenario, dibujando con sus manos las cuerdas de una guitarra invisible.
Y escucho una voz que me dice:
- Tócalo de nuevo, Joe.
Tal vez sea mi propia voz.
(Además de los nombrados, en Woodstock 69 estuvieron John Sebastian, Richie Havens, Country Joe And Fish, Sly and the Family Stone, Blood, Sweet & Tears, Grateful Dead, Cannes Heat, Creedence ClearWater Revival y siguen los créditos…)

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