miércoles, 19 de agosto de 2009

ARQUEOLOGIA URBANA | El avión

Investigación: Gustavo Fernetti | Arquitecto y docente de la Escuela Superior de Museología de Rosario | Fotografías: Diego González Halama

El avión
- La cosa es que Oscar se va para Córdoba. La frase fue dicha por la madre de Oscar, entre aliviada y amargada.
Después de haber trabajado en la metalúrgica por un año, Oscar se iba para Córdoba a trabajar en… aviones. Con 15 años, y a trabajar en aviones. Oscar, que hacía un año jugaba con barro.
Y allá va Oscar, con más miedo que conocimientos aeronáuticos, con su impronta de barrio pobre, de lugar obrero, con el recuerdo de su padre jefe de silo muerto, con su madre quejosa que la plata no alcanza y esas cosas, Oscar se va para Córdoba, y en el colectivo esas cosas se sienten.
Córdoba en 1940 “está llena de cordobeses” dice Oscar para sí, apenas baja en la estación. De allí, a la casa del tío que tiene en la capital, la pieza chiquita, las valijas debajo de la cama; a la mañana siguiente se presenta en la fábrica de aviones, a las cinco de la mañana de un marzo terrible.
Un campo inmenso, con inmensos galpones de chapa e inmensos aviones en las pistas. Gente de mameluco azul y gris va de acá para allá, y otros -los cordobeses son argentinos- están sin hacer nada, debajo de unos pinos que rodean la fábrica. Y milicos por todas partes, milicos, milicos.
Azorado, avisa en la portería y tardan una eternidad en atenderlo, otra para llamar al encargado y otra para hacerlo entrar. A la hora está adentro.
Lo atiende un oficial aeronáutico que es también ingeniero, en una oficina llena de planos de aviones, y escritorios y gorras militares colgadas de percheros de bronce.
- Y usted qué sabe hacer.
Lo dice así, sin signos de pregunta. Se imaginará uno el tono.
Oscar explica su trabajo de un año en la metalúrgica, que consistió sobre todo en barrer, limpiar y darle forma, con un torno, a bujes de bronce para unas máquinas, a veces bastante mal, pero su mejor hándicap está en “pensar” las piezas, ver cómo encajan, cómo se hacen, y no tanto su habilidad manual.
Oscar vuelve desolado a la pieza chiquita con las valijas debajo de la cama. Tuvo que hacer una prueba escrita -plagada de errores de ortografía- y algunas cosas manuales que nunca sabe cómo las hizo: repujar duraluminio, tornear una varilla de acero, medir con un calibre… Ahora, con amargura, sabe que debe esperar un mes (¡un mes!) comiendo de las costillas de sus tíos, hasta saber el resultado, por sí o por no.
Al mes y medio lo llaman. La cosa se estaba poniendo negra, la plata que no alcanza, la madre en Rosario, los tíos que son pacientes, pero no saben si eso va a marchar…
La cosa es que lo llaman. Sacó un “hocho”, firmado por un cabo administrativo, según consta en la carta fechada a los dos días del examen. Este correo…
Otra vez la amasadora en la puerta, la larga calle de ripio hasta los galpones, los aviones en las pistas de prueba, los milicos de marrón.
Y los galpones. Los galpones eran atemorizantes. Grandísimos, con enormes portones, y un número de la altura de Oscar en el vértice del ángulo del frente. Los galpones. Para Oscar son un símbolo complejo: son el miedo, la inseguridad y también el trabajo. Vomitaban gente y aviones.
Vaya y hable con Castillo, le dicen, en el galpón 36 y Oscar, de tanto repetir el nombre Castillo Castillo Castillo, le dice al que barre en la puerta del 36 que quiere hablar con Palacios, pero le entienden igual y le presentan a Castillo.
Un hombre robusto, de mameluco azul (y cómo si no) que lo lleva a uno de los largo bancos de trabajo de fierro. Acá se queda, le dice, y Oscar ahí se queda. Por dos días no hizo nada más que estar ahí, parado, frente al banco de fierro, sin hacer nada. Miraba los obreros llevar grandes partes de avión. Ruedas, pistones, cables, esas cosas. Al tercer día se animó y le preguntó a Castillo que qué hace; el hombre robusto le dio una escoba y le dijo que atendiera el teléfono si sonaba y que barriera.
Oscar empezó a recorrer el galpón con su escoba, y a atender el teléfono, cuando sonaba. Esto hacía que recorriera casi todos los galpones. Se enteró que se estaba fabricando un avión muy especial, un Curtiss, copiándolo con permiso de otro yanqui. Era un trabajo misterioso y de avanzada. La verdad es que el Curtiss era una porquería, un caza lento y pesado, que en 1945 ya había sido superado por casi todos los aviones que volaban. Pero la idea era poder aprender cómo fabricar un avión de metal, y no de tela y madera, como hasta ahora. La cosa resultó.
Luego de seis meses dándole a la escoba, Oscar la dejó y fue a parar de ayudante en la repujadora, donde una máquina iba doblando, de a poco, la chapa de duraluminio hasta darle forma a las punteras de las alas del Curtiss. Un trabajo fino, y si el teléfono llamaba, contestaba uno de los aprendices. Oscar aprendió de duraluminio, de bronce, de soldaduras.
El día del vuelo del avión estuvo en la pista, se lo había ganado.
Hasta que el piloto de pruebas se tuvo que ir: se suspendía todo, porque el piloto tenía que ser porteño. Un gran cansancio abatió la fábrica, y se fueron todos maldiciendo. Voló dos días después, en solitario, lejos de ahí, donde había sido llevado en un camión. Castillo -homónimo del Presidente de la República- se fue rumiando insultos a la madre de su quizás lejano pariente.
Oscar siguió en la fábrica, porque había que fabricar diecinueve Curtiss más. Los bujes, las cubetas, los rulemanes, se hacían ahí. Las diecinueve hélices si bien eran de paso fijo, llevaban tanto trabajo que Oscar ya ni dormía de noche, pensado en dobleces y plegaduras, en torneados y la viruta que se acumula. Se decidió que las ruedas serían fijas, y no de subir y bajar como las yanquis originales. Era caro y complejo, y no había material disponible. Oscar discutía con otros obreros, diciendo si se hacían las ruedas así, a su modo, subirían y bajarían. No le llevaron el apunte, pero todos opinaron dando la razón al pibe.
Le tocó cobrar el primer sueldo: había pasado un mes.
La desilusión fue grande. Ciento treinta pesos. Esperaba ciento ochenta. Vio que en la lista de salarios, el peón de patio ganaba, con un año menos de edad, casi el doble que él. El famoso derecho de piso, pensó.
Cuando vio los diarios se sintió un poco orgulloso y un poco estafado. Él había armado el avión también, y el gobierno militar se arrogaba el derecho de decir que no sólo lo había volado, sino también construido.
Se le pasó pronto. El banco de fierro se le hacía duro, pero también era su segunda casa. En un escaso mes, había aprendido a domarlo. Ahí estaba la presa, el torno, la morsa, la valija con las herramientas que eran como las armas del soldado, los calibres, los mármoles de ajuste, la grasa rojiza y pegote, las manchas en los mamelucos que al otro día debían, bajo pena de un apercibimiento, desaparecer. Para sacarlas y no lavar, usaba Varsol.
Cada mañana entraba silbando a la fábrica, saludaba al milico de la puerta, que respondía con el apellido del obrero. Al mes, ya estaba en la lista de apellidos del milico, lo que lo llenaba de un infantil orgullo.
Con el tiempo, fue designado jefe de banco, tenía dos aprendices. Pero el sueldo no le aumentaba al “pollo de Castillo”. Ya lo llamaban “Castillito”.
Los Curtiss llevaron más tiempo de lo pensado, porque la guerra en Europa absorbía todo: metal, goma, celuloide, plástico. Para conseguir las ruedas estuvieron dos meses. El plexiglass para los paneles transparentes de la cabina se llevó otros dos. Uno de los paneles estaba rajado, y se lo puso igual.
Oscar no se daba cuenta, pero era parte de la fábrica. Como una abeja, formaba parte de la miel que le tocaba. Para él -para todos- un defecto técnico y un defecto moral (ser un borracho, por ejemplo) no eran iguales. Era peor el defecto técnico.
Oscar empezó a tener una especial vinculación con las máquinas para el avión: debían estar limpias, brillantes, contar con repuestos rápidamente, no se las debía forzar, ni maltratar. Supo que su lentitud manual y operativa -que él creía insuperable- se solucionaba con la capacidad para extraer lo mejor de sus dos aprendices. Entonces tuvo dos bancos de trabajo y cuatro aprendices.
Oscar nunca se dio cuenta del progreso, porque para él no era más que una forma de resolver mejor los problemas técnicos.
Un día le rebajaron el sueldo. Así, sin anestesia. Preguntó el porqué. Supo que él, “Castillito”, era para los jefes militares un simple civil telefonista, sin estudios, y que encima no atendía el teléfono. Y que por ende, estaba suspendido desde ese mismo momento. Oscar se indignó, y salió disparado al teléfono a quejarse. Le levantaron la suspensión, como quien perdona a un reo de 16 años preso por robar una gallina.
Una vez en la pieza, empezó a meditar su futuro, tenía 18 años, y ya pensaba que la técnica era la salvación en este país sin industrias.
En la piecita decidió llamar a su casa, para buscar otra cosa. Por ahí no estaba la salvación, el trabajo, sino en otro lado. Habló con don Sánchez, del puerto, que en seguida le dijo que había trabajo en la torre, y mucho, a ciento cincuenta pesos.
Sin decir adiós, dejó la fábrica militar. Decidió que no haría la colimba, era una perdida de tiempo y él quería trabajar para sostener a su madre viuda.
Los milicos aceptaron. El Curtiss nunca fue un avión masivamente usado, pero dejó su huella. A partir de ahí, los aviones argentinos serían metálicos. Y todo lo que haría “Castillito” serían aviones; no volarían, claro, pero usaría las técnicas precisas de la aviación. Se hizo peronista, porque para él (como para Perón, pensaba) la industria argentina era un destino y no una marca en el fondo de una cacerola.
Desde su alta torre en el puerto, que estaba abandonando para siempre, Oscar veía las cosas como desde el aire, el barrio, los galpones, los camiones, las incipientes industrias livianas de una Argentina cada vez más obrera y politizada. Allí comprobó que lo suyo no era el cereal del puerto, sino el banco de trabajo, el bronce, el aluminio, la chapa de acero inoxidable.
Con los años, Oscar se compró un galpón bien grande, y máquinas, a costa de sacrificios, de créditos y préstamos familiares.
Se casó con Pierina y formó una familia, en torno a una pequeña metalúrgica, y fabricó -con ella al comando del mate- máquinas de café, herramientas simples, partes de otras máquinas, cigüeñales, pistones, cajas de motor.
Oscar, que nunca había tenido novia, ni fumaba y cuyo solo vicio era ir al café no lo sabía, pero el avión lo había transformado para siempre.
De una mentalidad infantil, temerosa, “payuca”, el aeroplano le dio a su mente una cualidad organizativa, práctica, técnica, eficaz en el manejo de lo concreto.
Sabía ser bravo, audaz, prudente o compasivo, siempre en función de la producción, y así se tratara de hombres, mujeres o piezas de tornería.
Con el tiempo -que todo se lo lleva- Oscar vio morir a su madre, a sus dos hermanas, a sus dos hermanos, a sus socios y a sus empresas. Menem lo hizo, solía decir: la quiebra y los dos infartos. Castillo, con el que de vez en cuando se carteaba para año nuevo, murió en el 85.
Lo rodearon los nietos, a los que les fabricaba juguetes con cualquier bagatela, ingeniosamente y siempre quejándose de su torpeza manual.
Esa tarde hizo frío. Hacía más de dos años que Oscar ya no caminaba y respiraba con dificultad. Se interesaba por la técnica de su enfermedad, que solían llamar, para espanto de su mujer, cáncer, y que el llamaba, técnicamente, “descontrol celular”.
Siempre se preguntó cuántos Castillitos habría, cuántos Oscares, cuántos industriales de su tipo habrían fracasado como él. Decidió que muchos.
Esa tarde hizo frío, de verdad hizo frío.
Oscar supo que estaba solo en el trance, y no habría ya aprendices, porque él aprendería esa tarde de agosto lo que todos vamos a aprender algún día, y no se dignó a llamar a su mujer, que estaba en la cocina, lidiando con el agua caliente - pensó- de un mate que fatalmente se iba a enfriar.
Oscar quiso morir así, lúcidamente como había vivido.
- La cosa es que Oscar se va para Córdoba -oyó repetir a su madre.
Todo se hizo, para su asombro, luminoso: la fábrica, con su calle de crujiente pedregullo gris, los obreros trabajadores y no tanto, los pinos más allá de las cercas, las garitas con los milicos, el galpón Nº 36 y el banco de fierro que se entreveía por el inmenso portón; le ofrecieron el mameluco gris que se puso con inusual agilidad sobre el pijama, se colocó las botas forradas de piel en los pies ya sin las pantuflas, y el increíble gorro de cuero con antiparras.
La hélice -construida por él mismo- giraba hasta que no se la podía ver; sólo las puntas, pintadas de amarillo, la mostraban en su movimiento enloquecido y regular.
Rápidamente, con una delicadeza que no conocía, Oscar subió al Curtiss Hawk 75 de duraluminio, pisando el ala y sin rayarlo.
En la cabina, más luminosa que el mismo cielo azul de Córdoba, agitó la mano y entonces Castillo sacó las cuñas.
Oscar, finalmente, había llegado.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cuantos Oscares y cuantos Castillos.
Que bello relato de nuestros años prometedores.