miércoles, 11 de febrero de 2009

Giulio

Investigación. Arq. Gustavo Fernetti | Docente de la escuela Superior de Museología - Fotografías | Diego González Halama

Llegaría tarde a su casa, ya eran más de las ocho.
La jornada del sábado había sido larga y cuando terminó, el guardián de la puerta de la fábrica no los dejó salir. Había que acabar con esa producción, se acercaba el final de la temporada y la zafra estaba lejana aún. Giulio terminó el día laboral con la sensación de haber vivido esto miles de veces. Hacía recién dos semanas que trabajaba en La Refinería Argentina de Azúcar.
A la salida recordó los estibados de cajones de pancitos de azúcar, las bolsas de arpillera llenas del Dulce Martirio Blanco y maldijo su suerte en italiano:

- Porca miseria. Maledetta fabbrica, e´ domani piú.

Salió por el portón grande, que daba a calle Gorriti, y la oscuridad lo devoró, era de noche ya, aunque no tanto por el ocaso reciente como por la falta de iluminación, las calles eran un puñetazo en la brea. Varios compañeros se tambaleaban, así como cuando estaban borrachos, pero esta vez, del cansancio. La reja que los había expulsado –y mañana los devoraría- era fuerte y decorada, con rulos de hiero y hecha en planchuelas de cierto espesor. Tal vez un italiano, rústico y habilidoso, la había hecho por ciento cincuenta peso, la fábrica seguramente tardó un año en pagarle, y no todo el monto, y el italiano, temeroso, no se quejaría por eso. Todo era así.
Siguió por Gorriti, envidió sordamente las casas de los ingenieros y contadores, de ladrillo a la vista y estilo art nouveau –eso él no lo sabía- y llegó, doblando por Monteagudo, a su casa de chapa contra la vía. Tres cuadras.
Ahí lo esperaba la Delfina, con sus seis hijos. La Delfina, criolla, curtida, dura y de cara negra como el carbón, aunque no era negra y se enorgullecía por eso, enfrentando a los negros verdaderos, de pelo crespo y morro largo. El pelo de la Negra era lacio y largo, como una crin y su distintivo frente a la africanidad: no hay negros con pelo lacio, decía ella. Giulio la llamaba “Dilpinna”, en su medio español; el barrio la llamaba, casi con cariño, la Negra Delfina.
Giulio llegó, tomó algo parecido a una sopa, pellizcó algo del pan, salió de la casilla y se bañó –es un decir- en el piletón del fondo. La toalla mugrienta colgaba de un gancho de alambre, sujeto a un clavo del muro mohoso que daba a las vías. Decidió que iba a salir después de comer, como hacía día por medio.
Giulio peinó la crencha lisa, se acomodó con algo de aceite de la cocina el bigote espeso, ganchudo, que le caía sobre la boca y salió para el bar, a una cuadra. Allí estaban dos compañeros de la ginebra, Líbero y Gaetano.
La Negra sabía que desde que salió, corría peligro: a la vuelta la esperaba la paliza del Giulio borracho y desbocado y si tenía suerte, sólo la paliza.
La Negra consideraba que si la golpeaba, era un derecho de Giulio, para qué era el hombre de la casa, su puño era el puño del hombre gastado, de la amargura y del sudor y el puñetazo era cosa de hombres y mientras más golpeaban, más hombres eran y su hombre era todo un hombre, decía La Delfina.
Por la borrachera, el lunes Giulio se despertó con la boca amarga. Eran las dos y sabía, por instinto, que debía ir a la fábrica lo más temprano posible.
La Negra dormía, en parte por el sueño, en parte por el vino y en parte por los golpes; su vida era así, y los hijos, sucios y cansados de jugar a nada, se habían dormido por todos lados. Uno, que dormía en el patio, tenía dos años. Giulio lo esquivó, saltando al salir.

- Porca miseria. Maledetta fabbrica.

Al llegar al portón de Gorriti, el capataz lo detuvo.
Era un criollo achinado y grandote, que tenía la confianza de los patrones inaccesibles para Giulio, al que le decía che Julio, che gringo.
Elegía:
- Vos sí, vos vení, vos también, vos… no, vos no. Vos no. Fuera.

El dedo del capataz iba y venía, y donde pasaba, el terror de no poder trabajar ese día aflojaba a los más duros. Giulio entró transpirado ya antes de hombrear, a pesar del invierno seco y crudo que por suerte dejaba “lazúca” lista para embolsar.
Trabajaría desde las seis hasta las ocho de nuevo. Los patrones pagaban, claro, por ocho horas, o por bolsa, pero según se decía, peor se estaba en la Patagonia, o en el Norte. Giulio no tenía la menor idea de dónde era eso.
Comenzó cargando los cajones incompletos, para que los terminaran, después empezó con las bolsas, de sesenta kilos cada una.
Más arriba, las mujeres cortaban los pancitos, los cargaban en bandejas que apoyaban de lado y se arruinaban la cadera para siempre. Muchas no podrían parir fácilmente, con su deformidad. Giulio y los hombres tenían prohibido subir, tanto por las mujeres como por la mugre del estibador. Más allá estaban los chicos, blancos de azúcar, por dentro y por fuera. La melaza del azúcar impalpable se les metía dentro y ya no salía, era la tuberculosis blanca, la sangre dulce del trabajador de la Refinería.
Giulio tenía otros problemas, problemas de carga.
Una vez, se quejó con un contador que eran demasiadas bolsas, que no podía más, cuando le retiraron algunas monedas del sueldo por su bajo rendimiento. Le dijo al contador que probara levantar una bolsa de setenta kilos, luego otra, y otras más durante seis horas y otras tantas durante otras seis después de tomarse un mate cocido. El contador ni se sonrojó e ignoró lo del mate (bebía café), simplemente no lo dejaron trabajar por una semana. Eso ablandó al gringo.
No volvió a quejarse, un rencor sordo lo comía.
Esa mañana algo pasaba. Rumores, cuchicheos, alguna palabrota.
Giulio sintió que debía participar, algo debía hacer. Ávido lector, había aprendido de muy chico a leer, y ahora, a los treinta y dos, parecía un viejo canoso y culto. Comenzó a leer libros prohibidos por la patronal, que le llegaban por medio de algunos compañeros del bar.
Mientras cargaba, algo, lo distrajo.
Vio al Ruso gritarle al capataz, y este le tiró un golpe de puño. El Ruso le contestó, y el capataz, desaforado, salió corriendo para la guardia. Los gruesos criollos del portón –policías retirados por malos antecedentes- los molieron a palos al Ruso. Salió a tropezones, y un poco a la rastra también. Pobre Ruso.
Giulio no sabe bien cómo fue que siguió la cosa. El portón comenzó a llenarse de gente. Gente con carteles, con palos, uno llevaba un revolver Orbea de 1884 seguramente robado. La gente se convirtió en gentío.
Con la policía llegaron las detenciones, uno acá, otro allá, corridas generalizadas, gente que con el puño en alto amenazaba los máuser con la bayoneta puesta.
Agarraron a Rómulo Ovidi, que había llegado con Giulio en el mismo barco.
El Jefe Político, Octavio Grandoli, se pavoneaba de gran uniforme (un sobretodo) y gorra de plato. Dio algunas órdenes y se retiró, porque sabía lo que se venía y no quería quedar como un cobarde frente a la “chusma”, y a la vez, con cierta dignidad, salvarse de cualquier desmadre policial. No era tonto. Quedaron el comisario Mazza y sus fornidos muchachos de azul: entrerrianos, paraguayos y algún “rosarino” de bigotes ralos. El comisario comenzó a buscar a los más revoltosos, solamente que no era fácil seguirlos por el laberinto de calles, pasillos y montecitos de los baldíos del barrio.
Divisó a uno, corriendo de última. Apuntó con su revólver reglamentario y la bala lo alcanzó cuando cruzaba la alambrada del ferrocarril. El tipo cayó con la nuca perforada. Uno de los policías diría al periodista de ocasión:

- Por suerte no me matan. Me tiró y no me tocó. Le descerrajé un tiro y no sé si he dado en el blanco...
Mazza diría, mostrando orgulloso su Smith & Wesson no reglamentario:
- El mío sí dio en el blanco.
Giulio, espantado, fue a su casa, pero algo le decía que debía actuar. Al otro día era de los primeros en el velorio. Las manijas del cajón eran pocas para tanta gente.
El Ruso se había muerto, y de la peor manera, nunca había usado un arma, y los policías no encontraron ninguna: Mazza y sus compinches algo tenían que argumentar a su favor, había sido un asesinato, por la espalda y con la alevosía que suelen tener los prepotentes. Nunca se encontró el arma del Ruso, se dijo que la habían recogido ”los ácratas” (o sea, los anarquistas).
Alcanzó a levantar un panfleto pisoteado dirigido a los canas: “ acordaos que sois hijos del pueblo, que si hoy tenéis un machete para castigar a los obreros en huelga, mañana cuando os echen de los cuarteles y tengáis que recurrir a las fábricas…”
Y bla, bla , bla. Parole, parole. El Ruso estaba muerto y bien muerto. Inaccesible.
La prosa revolucionaria de Florencio Sánchez, que había escrito ese panfleto, no lo alteraba, era lo del Ruso lo que lo sacaba de sí, su inaccesibilidad mortal.
La yuta dispersó a los deudos del Ruso, más de doscientas personas. Lo enterraron los del cementerio en un lugar secreto, nunca se supo dónde.

- Maledetto botone…

Con el gruñido medio italiano, medio lunfardo, Giulio se rebeló. Colgó la bolsa de azúcar, ya vacía y se rebeló. Moriría en una celda doce años después, de tuberculosis, torturado de manera algo ingenua (le lijaron el pecho y luego le echaron aguarrás para que sufriera un poco) y descuidado por todos.
La Negra ya trabajaba de mucama en Oroño, y los hijos quién sabe dónde.
Rómulo Ovidi, el amigo capturado por Grandoli, nunca mató a nadie y la celda donde murió estaba en Cerdeña. Lo habían deportado. Por la Ley 4144, iniciativa del autor de Juvenilia, Miguel Cané.

Giulio nunca lo supo, pero hubo miles como él.
Fueron los primeros encontronazos del capitalismo salvaje” y los explotados, los que sufrían como carne de máquina.
Veinte años después, verdaderas masacres se hicieron en Buenos Aires, en el Chaco, en la Patagonia.
Se mataba en las calles, y también en el cementerio, en los entierros.
Lo que se iba perdiendo era la lógica que sustentaba el mecanismo perverso de la explotación. La gente se iba dando cuenta que algún día les podía tocar a ellos, doce horas de trabajo por seis pesos al mes, sin agua ni velas ni comida ni nada, los hijos sin padre, la mujer con dos opciones, o la fábrica o el burdel.
Miles se marginaron a costa de sí mismos, y optaron por la botella y la salida fácil del revólver delincuente.
La razón del encontronazo no es visible a simple vista, la explotación parece un contrato para muchos de la clase media. “Si el quiere que lo exploten, allá él” se suele decir hoy día, cuando se ve a un albañil trabajar hasta las ocho, como Giulio.
La razón oculta es que mientras Giulio trabajaba, el patrón, la empresa producía el doble, el triple, seis, doce veces el valor de lo que Giulio vendía su trabajo. Esa cifra se multiplicaba por cien obreros, y se sumaba la ganancia que obtenía el patrón al vender el azúcar.
Resultado: ganancias siderales, y la sensación de que el país avanza, que llegó la modernidad, que es el tiempo de las máquinas y la producción.
Hoy, el patrón es un pueblo, una fundación y un banco: Ernesto Tornquist. Suponemos que está enterrado en La Recoleta. Giulio duerme el sueño de los justos - y los injustos- en la Piedad, junto a muchos que cayeron como él.
El Ruso, un tal Cosme Budislavich, y don Ernesto Tornquist eran austriacos.
Semejanzas, diferencias.
Cosas de la fábrica.

Fotos
Foto 1 – la huelga de los obreros de la Refinería llegó hasta la Municipalidad. Aún hoy se suele reclamar allí. El catel “Sector 9” probablemente aluda a alguna barrrial, y no a un sector productivo de la fábrica. Se solía llamar a cada sección por el nombre de lo fabricado: “Panes”, “Huesos” o “molienda”, por ejemplo.
Foto 2 – La Refinería Argentina de Azúcar a principios del siglo XX. Está si terminar, faltan muchos edificios que se agregarían con el tiempo. El edificio de la derecha contuinuó prolongándose hasta llegar donde está hoy.
Foto 3- Cuadro de Antonio Berni, “Manifestación”. Algunos dicen que el edificio que se ve al fondo es la Refinería de Azucar.
Berni había nacido en Rosario.
Foto 4- La Ex Refinería de Azúcar, ex malhería Safac (como se la conoce entre arquitectos) hoy en día. Gran parte de las instalaciones y galpones se demolerán para hacer un bario privado. Giulio hubiese sonreído.

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