
Especial para El Vecino
Frente al hotel, antes del barranco que da al mar, vuelan muy bajo gaviotas, tijeretas, palomas y hay unas lechucitas que custodian erguidas sus nidos cavados en el suelo.
- ¿El Museo Eva Perón? Está en la Unidad 5, más allá de la capilla -dice Jorgelina, la juvenil coordinadora de actividades infantiles en la Unidad 1 del complejo turístico de Chapadmalal. En total son ocho hoteles que se extienden sobre una costa de playas y acantilados y que fueron construidos por el primer gobierno de Perón. (Junto al caserío que se extiende detrás de la ruta pueden verse dos o tres más). La impulsora del proyecto fue Evita, quien murió el mismo año de la inauguración. Jorgelina luce como una teenager aunque debe tener más de veinte años y dice haberse recibido de instructora en Recreación y Aerobic mientras corta unas botellas de plástico que servirán para un concurso de castillos en la arena.
La unidad 1, como la que le sigue, es una sólida construcción con techos de tejas tipo chalet, similar a las que hay en Río Tercero, y capacidad para 150 personas. Está separada de la residencia presidencial por un grueso tejido que remata en la casilla de un soldado, custodiando un predio prácticamente vacío.
“Antes se usaba más -apunta un cuidador- Los Kirchner casi no vienen.
Dicen que a ella no le gusta el mar. Acá.”
Un par de horas después caminamos con mi hija Lucía hacia el otro lado del complejo. El camino de asfalto serpentea entre los bloques de cemento, atraviesa los campos de césped y sube o baja según las ondulaciones del terreno. A medida que avanzamos, cambia el registro de los edificios y la gente. Aunque el diseño es el mismo, ya no se trata de unidades confortables para huéspedes de clase media sino de alojamientos preparados para recibir grupos numerosos, contingentes escolares o grupos de jubilados.
Al entrar a la Unidad 5, tropezamos con chicos que corren, matrimonios o familias que toman mate y una hilera de tiendas que venden productos de todo tipo. El museo está detrás de una sala de juego, según nos dicen, y luego de esquivar mesas de ping pong y partidos de metegol, compruebo con tristeza que la puerta está cerrada. Una mujer de edad que venía detrás nuestro comparte mi expresión.
- Deben haber cerrado porque es víspera de Año Nuevo -dice una moza del bar contiguo.
A la vuelta y al borde del jadeo, aprecio mejor detalles que vi demasiado rápido. Un pequeño parque de diversiones, un estanque construido sobre un arroyo que desemboca en el mar y atraviesa un puente peatonal. Es un paisaje con algo de atemporal, como si las cosas instaladas se hubiesen empeñado en permanecer originales.
- Parece otro país, Pa -comenta Lucía.
- Es el sueño trunco de otro país- replico, siempre dispuesto a las frases hechas.
La noche del 31 el hotel vive un clima especial. No habrá, como otros años, cena a la medianoche pero sí un brindis y música para acompañar. Las máquinas digitales sacan fotos alrededor de mujeres vestidas con sus mejores pilchas, de chicos ansiosos de tirar sus cuetes. Casi todo el mundo anda con un celular en la mano, saludando seguramente a familiares o amigos que están lejos. Algunas parejas salen a bailar al ritmo de Los Palmeras y pronto la milonga se generaliza. La música tropical suena por todas partes, desde coches con las puertas abiertas o habitaciones con una ventana iluminada. Lucía me toma de una mano y, ante mi renuencia, me arrastra a la pista, bajo la atenta mirada de su novio Severo. No soy un bailarín avezado, fuera del rock, pero el ritmo de la cumbia es fácil de seguir.
A las doce casi todos brindamos. Un centenar de desconocidos que entrechocan sus copas para recibir el año nuevo. En ese momento agradezco estar lejos de casa.
Después la pirotecnia arrecia en la terraza y me voy replegando. De péndex me gustaba tirar cuetes y petardos, ahora cualquier estruendo enciende mi alarma. Desde mi habitación veo que el baile sigue, veo fuegos artificiales estallar sobre un fondo oscuro y más allá, casi imperceptible, escucho el rumor de las olas que llegan a la escollera. Me duermo pensando que Severo propuso ir mañana a Cariló.
Severo es un buen conductor y un chico decidido. Llegamos a Chapa sin ningún tropiezo, luego de recorrer ese camino interminable que parte de Baradero, sigue por la ruta 41 y se prolonga en la Autovía. Centenares de kilómetros sin un pueblo o ciudad a la vista, sólo con la guía del asfalto caliente. Y bordeado de grandes campos, donde todavía es posible ver ganado pastando o sembradíos de girasol.
Ahora vamos hacia el norte, al bosque encantado de Cariló. Severo maneja con seguridad y el motor del Fiat responde. Lucía prepara el mate y luego pone un casette de Hendrix. “Niebla púrpura” me transporta a una galaxia suspendida en el tiempo, a hippies de pies descalzos y campos de algodón. Es una ensoñación que dura unos minutos porque más allá, a unos cien metros, hay un tumulto que bloquea la ruta y un policía que hace seña de desviarse. Avanzando por la banquina vemos un bollo de chapa y metal retorcido que pudo ser un Peugeot 306. Cruzado de banquina a banquina, a unos cincuenta metros, yace un camión Mercedes cargado de frutas, con el acoplado volcado.
- ¿Qué pasó? -pregunta Lucía.
- Un choque de frente- responde un fotógrafo que busca el mejor ángulo para su foto.
- ¿Y los del coche?
El fotógrafo se limita a hacer una seña hacia arriba con su mano libre.
Tragedias en la ruta. La ruleta macabra de las vacaciones. Salir a gozar de unos días placenteros y encontrarse en el peaje que regentea San Pedro.
¿Es solo negligencia, fatalidad o parte del espectáculo que la realidad debe ofrecer en esta época del año? Mejor no pensarlo mucho, mejor escapar de las malas ondas. En el interior del coche suena la voz cool de Ceratti solista y el bosque encantado aguarda en la próxima parada.
La entrada está fuertemente custodiada y el camino que sigue, flanqueado por grandes árboles, pinos y araucarias, entre los más visibles. A los costados también pueden verse carteles de corte ecologista.”Lo que el hombre hace a la naturaleza se lo hace a los otros hombres” dice uno, con la firma de Carlos Cariló. Un nombre seguramente imaginario porque el padre fundador del bosque fue Héctor Manuel Guerrero, un terrateniente de vida turbulenta y afán de fijar las dunas con gruesas raíces. Entonces Mar del Plata era un reducto para la gente fina. Hoy Cariló es la única forestación que se mantiene casi intacta, después del efecto devastador que tuvieron en Gesell y Pinamar el crecimiento del turismo y las urbanización. La villa desperdigada entre los altos troncos tiene unos 600 residentes. En medio de la espesura se atisba el frente de un chalet de dos pisos o una mansión de estilo indefinible.
- Y, es gente de trabajo -sólo se me ocurre decir. Avanzamos por un colchón de tierra floja, guadal formado por la cantidad de vehículos que circulan. La mayoría son visitantes como nosotros. A cierta altura el bosque se abre a un claro y en lugar de la casita de Hansel y Gretel, lo que asoma es un centro comercial que ofrece desde coches importados hasta perfumes y ropa de marca. Nada que uno pueda comprar. Me bajo del coche con el pochito gris encasquetado y una leyenda que dice “Recuerdo de Chapadmalal”. Bajo dispuesto a enfrentar a los representantes de la oligarquía. Luego recuerdo que ya no queda oligarquía y lo mejor sería hablar de burguesía en ascenso o algo así. La primera señal de distinción de esta gente es que rara vez mira y no parece registrar nuestra presencia. Los que miran son los curiosos. Otro rasgo perceptivo es el look, notable en esas tres niñas que acaban de pasar, el pelo de un rubio escandinavo y las siluetas de Walkyrias. Lo dicho: nada que uno pueda comprar.
Caminamos con los chicos otras cinco seis cuadras que nos separan del mar y con los pies hundidos en una mezcla de arena y guadal me pregunto si vine de vacaciones a hacer aerobic. Al fin, la recompensa no es mucha. La playa está poco poblada y el viento nos acribilla con granos de arena que pegan como proyectiles. No muy lejos, hay una cuatro por cuatro estacionada y un cuatriciclo con patonas que da vueltas en círculo. Severo, que se desvió un tanto, dice que vio a unos señores jugando al golf. Imagino que no será en la arena, con un piso tan movedizo.
- ¿Conocés la calle Los Aromos? -me pregunta una morocha de treinta y pico y afinado porte, acompañada de una amiga.
-No soy de acá -digo-. Nosotras tampoco- dice ella sonriendo y se aleja meneando las caderas, como si fuesen unas pichis. Volvemos con la sensación de haber visto. Los invasores ya entraron, sólo falta saber cuánto demorarán en perpetrar la ocupación. Yo me entretengo pensando en el menú de la noche. Porque tengo hambre y, además, porque es grato cenar bajo los techos de madera lustrada. Al pasar por la rambla marplatense amenazo con meterme en la Bristol y salir ileso. Un chiste, que por repetido, ya no causa gracia aunque los chicos repitan sus sonrisas. La rambla se ha extendido y las playas del sur, desde Mogotes, ya no son una opción para bañistas apacibles. Cada día miles de vehículos estacionan en los alrededores y al atardecer, la hora de volver, obligan a desviar el tránsito que viene por la ruta.
El crepúsculo es bello unos kilómetros más allá, lejos del mundanal ruido. Desde la galería del hotel veo el sol que se hunde tras la línea del mar o, como ahora, el preludio de una tormenta. Nubes densas y azuladas que parecen desgarrarse y lanzar sus rayos de vapor al agua.
- A veces el mar se chupa la lluvia-dice un porteño apoyado en la baranda, fumando como yo-. Chapadmalal está en una entrante de tierra y por eso el agua es más fría y las olas, más fuertes. La playa que tenemos está buena pero salir mar adentro es otra cosa.
Es verdad: a la tarde del día siguiente, con el cielo despejado y un sol más que tibio, son contados los bañistas que pasan de darse un remojón. Sólo de vez en cuando aparece un nadador de buena contextura y una tabla de surf al hombro.
La playa es ancha y permite moverse a voluntad. Algunos arman sus carpas portátiles y los péndex remontan barriletes como pájaros. Remontan barriletes y la Virgen hace ala delta.
- Es difícil pensar hoy algo así, ¿no?- me dice Severo desde su banqueta de lona, mirando los hoteles que siguen la curva de la costa.
- No se puede -digo- Hace falta la mujer que lo pensó. Ella pensó en los chicos del país que no habían visto el mar.
Desde algún lugar, en medio del viento de Chapa, suena un tema del grupo Sombras.
Cumbia para bailar o escuchar.
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