lunes, 7 de julio de 2008

El Fisgón. Zapatillas Deportivas

Por_Daniel Briguet
Solía verla en una vereda del barrio, frente a la entrada de un edificio de tres pisos, echando chorros de agua sobre los mosaicos. Joven, espigada, en jeans o bermudas y una remera de algodón que no le llegaba a la cintura. Si no usaba ojotas, aparecía calzada en zapatillas deportivas.
Cuando Cecilia la chica que limpiaba en casa una vez por semana, entró en su quinto o sexto mes de embarazo, el médico le aconsejó que dejara de trabajar hasta después del parto. Otra vez en la vía, pensé, y casi enseguida una frase de rigor: “el servicio doméstico no viene como antes”. Con esto no quería decir que fuera peor o mejor sino que -salta a la vista- viene en condiciones distintas.
En un cruce matinal hablé con la chica espigada y luego de unas preguntas que ella me hizo -si tenía familia, si vivía solo, etc.- y de pensarlo un poco mirando el ventanal del bar de enfrente, me dijo que sí, que podía ir los miércoles, antes o después de las horas que hacía en un hostel de las cercanías.
Se llamaba Sarah Jessica y si a algún lector se le ocurren asociaciones con la actriz de “Sex and the city” y el ámbito neoyorkino de sus historias, le digo desde ya que las descarte. SJ vivía en los confines de Las Flores y demoraba unos 45 minutos en llegar al centro, cuando no debía tomar dos colectivos para un solo viaje (el servicio de transporte si lo pienso un poco, tampoco viene como antes).
En sus primeras incursiones, la nueva empleada doméstica mostró empeño y prolijidad en las tareas de lavado, fregado, y manejo del escobillón y el lampazo. Nunca tuve muchas exigencias en ese sentido y tampoco comparto la actitud vigilante de algunas señoras, siempre dispuestas a pasar el dedo sobre la superficie de un mueble para comprobar si quedan restos de polvo. Pero no podía dejar de apreciar que el desempeño de SJ superaba al de otras chicas y colmaba las expectativas que yo no tenía.
Según lo veo, las relaciones en este tipo de trabajos marchan mejor si uno mantiene el antipático rol patronal e, incluso, si pone cara de no estar del todo satisfecho. Pero nunca pude aplicar esta preceptiva. SJ tenía un carácter expansivo, una actitud frontal ante las cosas, y no tardamos en enredarnos en coloridas charlas, mientras yo hacía un alto en mi trajín de escritura y corrección y ella aminoraba el ritmo de sus manos en la pileta, al tiempo que se quitaba los auriculares de su MP3.
Con el tiempo estas charlas pasaron a ser de interés para mí. No sólo por la frescura y los ribetes de personaje que aportaba SJ a sus comentarios sino por la visión que me acercaba de realidades que yo sólo conocía de mentas o de un modo mitológico. Las Flores no es obviamente un campamento de boys scouts. Hay muchos vecinos que laburan -SJ era un ejemplo evidente- pero también hay transas, chicos pesados, grandes pesados y un clima de violencia que puede palparse.
SJ me contaba que a veces se acostaba escuchando el tableteo de una ametralladora -digo bien, una ametralladora- y su primer impulso era meterse debajo de la cama. También que había sido víctima de un par de aprietes de tipos a los que, al día siguiente, tenía que verles la cara. “Ahí no hay código -decía- porque si vos robás en el mismo lugar donde vivís, no sos un ladrón. Sos una rata. Yo tengo onda con casi todo el mundo pero nunca falta una rata”.
En una oportunidad y luego de sufrir un asalto la noche anterior junto al arriesgado tachero que se animó a llevarla, vio cerca de su casa a dos de los péndex que la habían interceptado con un par de chuzas -gurrumines de 14 ó 15 años-, cruzó la calle munida de un palo, logró agarrar a uno y lo molió a palazos. SJ tenía código y al parecer, también tenía su carácter.
Esto no le impedía disfrutar de los fines de semana, cuando la escoba y el cepillo quedaban atrás y la noche abría sus puertas al solaz o la aventura. SJ conocía muchos boliches del centro y de Pichincha y su espectro de contactos era amplio. Le gustaba tomar, como a muchos chicos de su edad, y le atraían las ondas que no implicaran sujeción o vínculo establecido. “Si no, me ahogo”, decía.
Con ella aprendí la expresión “amigo con derecho a roce” y otras ligadas al argot noctámbulo. En casa se movía con soltura pero sabía trazar sus límites. Se cambiaba en mi habitación o en la de al lado y la puerta solía quedar abierta. Alguna vez me pregunté el por qué y la única respuesta fue que una puerta abierta puede surtir el mismo efecto que una muralla invisible.
Cuando la conocí, SJ enfrentaba un doble dilema: encontrar un laburo mejor, ya que trabajaba desde los quince como doméstica, y mudarse a un barrio donde los disparos no fuesen tan frecuentes o bien no sonaran entre tanta intensidad. Ambas opciones aparecían ligadas y el mayor escollo era su propia imaginación, que oscilaba entre el sentido práctico y la fabulación.
Me consultó sobre la posibilidad de seguir una carrera -acababa de terminar un EMPA, con buena calificaciones- y yo le dije que el rubro “terciarias” ofrecía una amplia gama, siempre y cuando ella empezara por definir una disposición o un interés personal. Al poco tiempo cayó con la idea de ingresar a la Escuela de Policía. No me pareció una ocurrencia feliz pero tampoco podía decírselo de un modo frontal. Su argumento no carecía de razones. “Lo que pasa es que yo necesito un laburo estable y un sueldo. Estoy cansada de ir de acá para allá”.
Fue por esos días en que se acercó a mi mesa y me dijo que necesitaba un pequeño favor. De inmediato despejé a la palabra “favor” de cualquier sugerencia que no fuera material. “Este mes cumplo años -me dijo- y quiero comprarme un par de zapatillas nuevas. De hacerlo, tendría que ser en cuotas, porque son más bien caras. Pensé que usted -a veces me trataba de usted- con su recibo de sueldo, podría salir de solicitante del crédito”.
La miré a los ojos, de un marrón más bien almendrado, recordé algunas experiencias ingratas y le dije que lo iba a pensar. Pero el costado de patrón complaciente o bien la autoimagen de tipo gamba pudieron más. Ese sábado fuimos a un negocio del centro y SJ salió chocha con su par de zapatillas Nike, trescientos cincuenta pesos a precio de vidriera, que ella debía pagar en seis o siete cuotas. Solo le pedí que no me clavara. Por lo demás, apenas podía entender como una piba gastaba el equivalente de la mitad de su ingreso mensual o poco menos en un par de zapatillas que, para mas, a mí siempre me resultaron poco estéticas (Barcazas en la que flota su poseedor, algo así).
Sabía del magnetismo que este fetiche del consumo ejerce en jóvenes y adolescentes, en particular de las clases menos favorecidas. No ignoraba, a la vez, que el talismán de la marca impugnaba frontalmente el antiguo concepto de “conciencia de clase” y haría revolver en su tumba al mismo Carlos Marx. Y por si faltaba algún detalle, recordé lo que dije al principio: el servicio doméstico viene diferente. Esto quiere decir que empilcha diferente , al punto de parecerse a las hijas del clan patronal, se mueve diferente -SJ tenía una moto Honda que usaba los fines de semana- y hace gala de una mentalidad que, a falta de otros términos, calificaría de hedonismo lumpen, con el mayor respeto.
En el fondo sólo rogaba que SJ me demostrara el valor de su código y no pusiera en jaque mi maltrecho presupuesto. Las primeras cuotas las pagó, con algún retraso. Transcurridos tres meses, yo había recibido un par de llamadas de la sección financiera de Artículos Deportivos S.A., lo que me llevó a sendas charlas con mi criada de los miércoles.
Al promediar el otoño y quizá por el efecto de las hojas secas que cubren el asfalto o porque mayo es un mes de cambios, se produjeron dos hechos concomitantes: SJ dejó de venir- y no solo dejó, sino que perdí todo contacto- y de la sección financiera de Artículos Deportivos recibí un llamado según el cual me restaba una semana para liquidar la cuenta impaga, antes de que pusieran la cobranza en manos de un abogado. Para peor, días después y en un descuido imperdonable, me robaron el celular que me había regalado el Cabezón, a fin de que mantuviera alguna comunicación con la dirección de la revista.
Me pregunté por el significado de la palabra código, me dije que seguía siendo un bólido u otra cosa de nombre similar y traté de no ensañarme con la memoria de SJ, que venía de un barrio bravo y había tenido que saltar muchas vallas en muy poco tiempo.
Por fortuna, en ese cuadro hizo su entrada providencial mi hija Lucía, quien logró comunicarse con SJ, escuchó los problemas que había tenido o vivido y obtuvo de ella la promesa de que arreglaría lo de las cuotas faltantes y se haría presente en casa el miércoles siguiente.
Ese día, miércoles 4 de junio, un rato antes de la esperada visita de SJ, yo hojeaba el diario mientras tomaba mi segundo café. Me detuve, como lo hago siempre, en la página de Policiales. Me llamó la atención un título a seis columnas: “Lo mataron por un par de zapatillas”.
La noticia estaba localizada en el barrio Las Flores y decía que “Andrés García tenía 20 años y lo mataron de un balazo el lunes, a la hora de la siesta, cerca de su casa”. Según declaraba su hermana mayor, “lo mataron para robarle las zapatillas”.
No era la primera vez que leía algo así y, supuse, no sería la última.
El fetiche o el maleficio de las emblemáticas zapatillas deportivas. Una noticia que se reitera y golpea cada vez como la patada de una puntera reforzada, en pleno rostro.

NB: A favor de SJ debo decir que vino a casa esa mañana, admitió que se había atrasado en los últimos pagos y prometió ponerse al día. Cuando le pregunté por qué se había borrado de ese modo, me dijo que le salió un conchabo en un taller de costura y dada su precariedad laboral -había perdido su trabajo en el hostel-, decidió tomarlo. Cuando quiso comunicarse conmigo, no encontró un celular que le respondiera. Dejó el nuevo trabajo varios días después, al comprobar que pagaban mucho menos de lo que le habían ofrecido. El taller, agregó, “era de unos peruanos” y producía para una firma de ropa de marca.
Hay mil historias como ésta en la ciudad descalza.

No hay comentarios: