
El chico punk subió al colectivo. Yo no lo vi porque iba leyendo, parada. Eran las ocho de la noche y el colectivo estaba atestado de estudiantes universitarios. Había varias facultades al sur de la ciudad, y el colectivo venía del sur. Yo había estudiado en esas facultades. Había sido una de las chicas que se tomaban el colectivo para volver a un departamento alquilado del centro, u otro que alquilé al año siguiente un poco más lejos, u otro más hasta que en la casa de mis padres, que me mantenían, no hubo más dinero.
Entonces me mudé a la casa que tenía una amiga al fondo de un pasillo angosto, poco antes de terminar mi carrera universitaria. Mi amiga era alta, con ojos de esmeralda y tetas redondas, exageradas sobre su cuerpo espigado. Tenía una perra setter. También me hice amiga de la perra setter, roja e inquieta. La casa era oscura. Tenía un patio cubierto por un techo corredizo de metal pero el sol nunca lograba entrar. Sólo los pájaros se colaban por las hendijas. Se metían en la cocina y picoteaban las migas de la mesa. A veces había restos de harina porque mi amiga cocinaba tortas que vendía a domicilio para pagarse los estudios. Mi amiga era desprolija con los detalles. Olvidaba harina sobre la mesa, en el piso, en una pequeña mesada de mármol que había al lado de una heladera con motor a la vista que mi amiga había heredado de una abuela. O peor, ella pasaba un trapo húmedo sobre la mesa, que dejaba rastros como de temporal sobre el vidrio de un auto, y luego, cuando la mesa se secaba, quedaba un engrudo que a los pájaros parecía gustarle. Se llevaban el engrudo en el pico como botín y escapaban. La perra les ladraba, jugaba a cazarlos. Sólo una vez logró atrapar una paloma. La despedazó y luego entró en mi cuarto con algunas plumas en la boca. Yo no había prestado atención al batifondo en el patio, un batir de alas, un gruñido persistente, y nada más, sólo la perra que me mostraba su trofeo, que de repente tenía un hocico alado y temible.
El chico punk subió al colectivo. Yo no lo vi porque iba leyendo, parada. Eran las ocho de la noche y el colectivo estaba atestado de estudiantes universitarios. Hace unos días recibí una mail de un chico que fue mi alumno durante una época breve en que di clases. El chico me felicitaba por una nota periodística que yo había publicado. La nota era, en realidad, una entrevista a un semiólogo parisino de visita en la ciudad. En un pasaje el semiólogo decía: “¿Por qué soy citado y estudiado en las academias? Yo no me sentí nunca demasiado dentro de ese mundo. Usted no me lo tiene que preguntar a mí: es un problema de ellos, los académicos”. Al chico que me felicitaba le había gustado ese pasaje por la irreverencia de esa declaración. Estudiaba periodismo. En la facultad, él había formado un equipo de fútbol que se llamaba “Defensores de Antonio”. Era un homenaje a Gramsci, me explicó. A mí me había gustado la irreverencia del chico. Terminó el año y no lo vi más. Ahora me contaba que había empezado a trabajar en un call center, pero que lo habían echado al poco tiempo. Es que él se había quejado por los sueldos bajos y logró que sus compañeros se quejasen con él y que inclusive interviniera el sindicato de los telefónicos a favor de ellos. Para quejarse, cortaron la calle y armaron una fiesta rave. Mientras tanto, repartían folletos para contar lo que había pasado. En fin, al chico lo habían despedido del call center. Me preguntaba si podía recomendarlo para que hiciera colaboraciones en el diario. Él deseaba trabajar en un diario para contar historias policiales. Decía que le gustaba salir a cazar asesinos con los policías. Yo no quería decepcionarlo en ese sentido y contarle que, en realidad, el periodista llega cuando todo ha terminado y que más bien su trabajo es cazar una historia a través del testimonio de otros: los policías, los fiscales, los vecinos que encontraron una mujer hundida en un charco de sangre mientras su marido escapaba por los techos. No le dije nada sobre eso porque era mejor si él lo descubría cuando empezase a trabajar. Es difícil trabajar en un diario, en una ciudad que tiene sólo dos diarios y un millón de habitantes. Pero un chico que había armado un equipo llamado Defensores de Antonio era un chico astuto. Al menos para mí, que no sé nada de fútbol. Tampoco de periodismo. Yo no me siento nunca demasiado dentro de ese mundo.
El chico punk subió al colectivo. Yo no lo vi porque iba leyendo, parada. Hasta que me dio un empujón suave para tratar de llegar a la parte trasera del colectivo, donde había menos gente. Era más alto que casi todas las personas que viajaban. Iba vestido de negro. Estaba rapado a los costados, con una cresta verde erizada en el medio de la cabeza. Llevaba una cadena atada al cinturón. De ella pendían muchas llaves que hacían clin clin clin cuando el chico caminaba, golpeándose entre sí. Yo no lo había visto, pero había escuchado el sonido de las llaves que tintineaban mientras el chico pasaba a mi lado. Llevaba una mochila negra con una estampa de Sid Vicious. La mochila estaba escrita con corrector blanco: “Tito TKM Naty”. Tras empujarme, el chico me pidió disculpas. Yo no lo había visto. Tampoco había notado que me empujase. Lo miré levantando las cejas con un gesto de interrogación. “Disculpe por haberla empujado”, murmuró el chico. Me trató de “usted” y claro que me sentí una vieja aunque el tiempo no es igual para todos; en general, los años se estiran a medida que crecemos, cada vez más llenos de recuerdos, como la canción que habla de un tela de araña sobre la cual se balanceaban primero un elefante, luego otro, luego otro y así hasta el infinito. Yo recordaba a mis antiguas compañeras de facultad, que ahora habían tenido hijos. Mis antiguos novios también habían tenido hijos. Mi amiga, la dueña del perro, se había ido a vivir a Brasil después de recibirse. Ya no hacía tortas sino que pintaba cuadros y se había hecho famosa. Vivía con su perra a orillas del mar. Yo también me había ido a vivir a otra ciudad un tiempo, pero ahora había retornado.
El chico punk subió al colectivo. Yo no lo vi porque iba leyendo, parada. El libro que leía comparaba la comunicación entre las personas con redes informáticas. El autor decía: “Cuando el punto de partida es, en un momento posterior, punto de llegada, ya no es el mismo punto; el retorno nunca es el regreso”. Era una teoría sobre la comunicación, nada más. El autor decía otras cosas que ahora no recuerdo. Sólo recuerdo que en cierto momento, a la altura de un cruce de avenidas, advertí que el colectivo casi se había vaciado. También el chico punk se había ido.
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